Daniel Muxica - El vientre convexo

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El vientre convexo: краткое содержание, описание и аннотация

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Un pequeño grupo peronista – los uturuncos – es el punto de partida real de la novela de Daniel Muxica, narrador y poeta argentino. El punto de partida y también el núcleo de la acción. Al funcionar como un ensayo de montoneros en una época de tolerancia cero, este "experimento nacional" proporciona ya algunas de las claves de lo que será el esplendor montonero de los tempranos setenta.

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– Antes de empezar tenés que persignarte…

La Madame se hizo la señal de la cruz con la mano tullida. Las cartas, al ritmo de la adivina, cayeron en número de nueve, construyendo un caprichoso dibujo que sólo ella entendía en su cosmografía. Miré la mano deforme, el color de las uñas molestaba tanto o más que mi destino.

– El Loco -dijo, mientras destapa el arcano.

Agregó sonidos de buche de paloma mientras ese naipe con la figura de un peregrino, vagabundo indiferente del mañana, comenzaba su caminata imaginaria sobre el gobelino rojo de la mesa.

– No todas las almas son para la contemplación.

Miro sin preguntar nada.

– Vos, como todos los que vienen acá, viniste por otra cosa…

Mi rostro pintó una expresión tan extravagante como estúpida. Es algo de más lejos, hacia atrás. Me acomodé nuevamente en la silla, con los codos sobre la mesa, y apoyé el mentón: mi gesto era de parálisis por exceso de atención.

– Persígnate otra vez -dijo, mientras levantaba las cartas de la mesa y organizaba un nuevo corte.

Dejó caer el naipe y otra vez. El Loco hizo una nueva aparición. La escena, inesperada, para la bruja no era más que un nuevo significado a desentrañar, una nueva conjetura.

Otro buche de torcaza y la voz habló con claridad sobre una pierna dañada, ¿ves cómo se apoya y muerde el perro en el dibujo de la carta?, el pantalón roto permite ver la carne, ¿lo ves bien?; la pierna es la parte más baja, es donde se apoya el instinto.

– Tu instinto está herido, lastimado al menos.

La Madame del Kimono fue trazando una suerte de astrología adivinatoria con la debilidad de mi naturaleza.

– Si querés marchar a la evolución necesitas de una muleta, n apoyo, una madera, una mujer también puede ser… pero no hay mujeres de roble, no hay mujeres de pino, no hay mujeres de carne y hueso como la que vos necesitás.

Otra vez los sonidos de buche. Me detuve a mirar la alfombra persa: es lacia, la bailarina imita en su postura al peregrino rengo de la carta.

– ¿Querés un chipá? -me ofreció, mezclando la realidad con elementos de una psicología suspicaz y rudimentaria-. Sos rengo para siempre pero a la Anahí eso no le importa, te va a tocar igual, el lastre animal lo llevan todos y los defectuosos como vos, más. A ustedes el perro los apretó demasiado fuerte -dice, señalando la carta. Continué en silencio-. Dejame ver… Anahí -llama.

La voz ahora se hace suave; dejame ver, qué niña, qué niña, dice, deja que ella vea tu carne como en el dibujo del peregrino, dice, ayudando a tenderme relajado sobre la alfombra. La niña muestra un cuerpito delicado y lampiño.

– Anahí desea que la mires…

La niña desabrocha la bragueta y toma entre sus manos la vida inferior. Es una mujer en miniatura, una virgen, dejame ver, dejala ver, yo sé por qué viniste; con la caricia y el chasquido retrocedo sin pestañear al nacimiento, el recuerdo y el olvido de lo que alguna vez fue, a la ignorancia de lo que va a ser, de lo que va a pasar, qué niña, qué niña, dice la Madame del Kimono. Anahí tiene sus manos ahí, agarra todo mi instinto y lo aprieta en la punta con sus dedos, liberando más carne, la piel no debe ser impedimento alguno, la niña demuestra que sus buenos conocimientos hacen más liviano el camino.

– Estás avanzando hacia la evolución sin apatía, sin descanso -dice la Madame del Kimono quitándome las preocupaciones, estimulando mis pensamientos.

La niña mueve sus dedos, pone los ojos en blanco y chasquea la lengua. El chasquido es articulado por una lengua elemental, siento que estoy condenado a ese destino y que la niña suspende en el aire la sentencia.

Los movimientos ahora son pacientes, nada es excesivo, ¿qué es lo que se regenera en ese flujo pegajoso?, las tensiones del cuerpo terminaron, estoy desnudo, estoy más cerca de la abolición y del olvido.

La Madame del Kimono se acercó con una toallita de lamé nacarado que en el color disimula el uso de otros tantos. Me limpia en seco, me dice que le debo treinta pesos por la videncia y diez pesos por el trabajo de la niña. Antes de que diga nada me espeta que a nadie le parece caro. Le doy el dinero. Ella comienza a alisarlo, con su mano tullida, sobre el gobelino rojo y lo guarda en el bolsillo de su bata.

– Apenas llego a treinta y cinco -digo, dando vuelta los bolsillos del pantalón.

Anahí tomó cinco y se retiró en silencio dejando el resto sobre la mesa.

SEGUNDA PARTE

Las imágenes están ligadas entre sí por relaciones de contigüidad,

de semejanza, que actúan como "fuerzas dadas"; se aglomeran

según atracciones de naturaleza cuasi-mecánica, cuasi-mágica.

La semejanza de ciertas imágenes nos permite atribuirles

un nombre común que nos lleva a creer en la existencia de la idea general correspondiente, siendo sin embargo sólo real

el conjunto de las imágenes,

y existiendo "en potencia" en el nombre.

JEAN-PAUL SARTRE

VII

Acepté otra invitación de Serrao para mandarme hasta su pieza. Los ladrillos incrustados en la tierra a modo de baldosas con las junturas desniveladas dejaban asomar pequeños pastos machacados en contraste con el terracota oscuro hecho a fuerza de pisadas; el juego claroscuro en la porosidad despareja de la arcilla daba la impresión de ser un conjunto de alveolos, pulmones por los que respiraban mejor las criaturas del patio. Advertí la aspereza del malvón, arranqué una hoja para picarla y ofrendarla a las hormigas que transitaban laboriosas, sumidas en el esfuerzo que les demandaba la porosidad; era difícil a esta hora levantar la cabeza hacia el cielo, el invierno comenzaba a percibirse, el sol de la tarde era una gran linterna incidental que secaba el agua llovida la noche anterior, haciendo que mis pies buscaran mejor equilibrio sobre lo seco, para el corto trayecto que me separaba de la pieza. A través de la persiana de mimbre escuché una sonata.

– ¿Brahms?

– Ajá, o cómo la subjetividad puede transformarse en objetividad -dijo, sin inmutarse-; su música se desprende de todos los aditamentos convencionales y crea libremente la unidad de la obra. La libertad se convierte en principio regulador general, que elimina de la música todo elemento casual y consigue obtener la máxima variedad de materiales de idéntica naturaleza. ¿Leyó el Doctor Faustus?

– No.

A la vez que me retaba por mi vagancia, sacó del aparador una botella de oporto y me sirvió.

– ¿Pudo averiguar algo más?

– Nada relevante.

– No espere usted aquí alguna novedad que lo estimule, joven; todos mantenemos la misma cantidad de grasa y calorías. El Irupé es un lugar en apariencia tranquilo -dijo el profesor-, uno de esos lugares donde se piensa que se está retrocediendo o se está yendo hacia el interior; es algo más que una falla social aparente, dado que sufre la incapacidad individual de sus habitantes para enfrentar el mundo; gente que puede relacionar al médico con el curandero y al cirujano con el matarife. También es peculiar la geografía en que se mueven, apaisadas, estas almas; paseando entre chapas, alambres y maderas, con diferentes peligros a su carnalidad. ¿Piensa quedarse mucho tiempo más?

– El necesario.

– Demasiado lacónico -se disculpó-; no soy un entrometido, ni siquiera le pregunté su nombre. Nadie aquí se lo va a preguntar.

Intercambiamos cigarrillos.

– Lo más llamativo en este lugar, en el Irupé, digo, para una sensibilidad ciudadana como la suya, es la permanente sensación de provisionalidad. Esto lo descubrí gracias a esa ciencia nueva, la sociología, ¿la conoce? -dijo riéndose-; llegará el día, y espero no verlo, en que se fagocite a la historia; la frontera entre una y otra, si me permite el eufemismo, es la estadística…

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