Daniel Muxica - El vientre convexo

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El vientre convexo: краткое содержание, описание и аннотация

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Un pequeño grupo peronista – los uturuncos – es el punto de partida real de la novela de Daniel Muxica, narrador y poeta argentino. El punto de partida y también el núcleo de la acción. Al funcionar como un ensayo de montoneros en una época de tolerancia cero, este "experimento nacional" proporciona ya algunas de las claves de lo que será el esplendor montonero de los tempranos setenta.

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La Tetona era la emisaria del infierno. Toda brujería procedía de la lujuria carnal, debía saberlo antes de acostarse con ella y estaba seguro de que, mujer al fin, sentía más ambición por el chisme que por el oro. Reprodujo las palabras que escuchó en boca del Irlandés: "Hay sólo dos ocasiones en que las mujeres están vestidas aceptablemente; una, con el vestido de bodas; la otra, con la mortaja" y se acordó de que la Tetona se llevó la suya para lavarla.

Creí oportuno interrumpirlo para decirle, sin que se ofendiera, que era un plan descabellado y que además mi fuerte era el plagio, pero no la falsificación.

Como la noche se prestaba acompañé a Serrao hasta el Irupé. Una vez que el profesor entró, me quedé en el patio terminando el cigarro. La claridad de cielo vuelve nítidos los sonidos y se acaban los secretos. En la casilla de adelante se escuchaban los sacudones mortales de los movimientos masturbatorios que Anahí propiciaba a los distintos clientes.

Después de la masturbación que la niña ejecutaba, destinada a calmar el deseo nervioso, ninguno sabía si estaba vivo o muerto. Cruzando su mano en diagonal entre los riñones y la pelvis, la balanceaba de arriba abajo con levedad intercesora; hombres recios, capaces de degollar sin vacilaciones, descansaban tímidos entre la vida y la muerte hasta que ella terminaba su trabajo.

Anahí no se dejaba tocar ni daba besos, sus manos actuaban únicamente cuando la Madame del Kimono le ordenaba hacerlo. Siempre primero era la adivinación, el decir de no se sabe qué dioses, hablaba desde los rectángulos de cartón por su boca, buscando en la atonía alguna emoción que ablandara la cara tensa del consultor. Siempre eran ojos intrigados, cejas arqueadas inmensamente abiertas, miradas que se desconcertaban por miedo o por deseo y, en casi todos los casos, una sensación indefinible que acababa con la entrada de la niña.

Entonces sí, vestida de lentejuelas adheridas al banlon, pegadas a la transparencia, con pies pequeños y descalzos, se acercaba al cliente con los ojos puestos en su madre, esperando la orden para comenzar. La Madame del Kimono los prefería de edad mayor, los jóvenes se tentaban más, decía, la edad evita cualquier imprudencia irrefrenable, cualquier urgencia; los recostaba y la virgen comenzaba a actuar. Acostados se entregaban indefensos al accionar de la niña: una suavidad tan celestial como pecaminosa, tan esencia única, que se hacía imposible no pensar en la muerte como un descanso para la algidez seminal; ya fuera por contentura o resignación, ninguno se atrevió jamás a quebrar los códigos, ninguno se atrevió a tocar a la virgen que corría el prepucio con sapiencia, ejecutando un movimiento de tal ritmia erótica, que jamás nadie le negó una erección. Música porque sí, vana música en la humedad del paladar, saliva en el ritmo menstrual de la sirena que permitía trepidaciones en el deseo de no morir. En algunos casos se mojaba la yema de los dedos y, con total dominio de sí, ejecutaba una danza que se debatía entre el cielo y el infierno, chasqueando la lengua desde la lentitud hasta el frenesí.

El Checho, más que ningún otro, estaba dispuesto a amarla y juntaba la plata para pagar su desfloración. Sólo él quiso comprar una prenda de la niña, pero le fue negado; sólo él decía amarla y miraba con tristeza la toallita de color nácar que la Madame del Kimono colgaba todas las noches en la soga.

VIII

Hay que convencerlo, abuela, ¿qué va a salir por ahí?, convencerlo, trabajarlo con sueños, ofrecerle juguetes nunca vistos, de esos que venden en los bazares de la Capital; hable con el Cholito, abuela, él tiene plata, puede comprar lo que el gurí quiera, hable, abuela, porque esto duele mucho; la matrona dice algo, goteo, dice; llame al boticario, debe tener los remedios necesarios, tengo adentro un pájaro carpintero, golpea la madera, un juguete, uno lo trepa hasta arriba del mástil y baja golpeteando en un ritmo febril, golpea acá; dígale a la matrona, abuela; quizás ella encuentre la manera de forzarlo, hace un rato metí un chupetín; cuéntele una historia, ¿y si hubiera muerto?, ¿si se murió?, un cuento es una coartada sangrienta; las viejas como usted se las arreglan bien con el reuma, se arremangan para limpiar las manchas de humedad ahí adentro; ¿limpiar con perejil?, ¿adobarme el abdomen?, adentro el agua hace espejitos que dividen y multiplican el cuerpo, me voy a meter un caleidoscopio para entretenerlo; creo que ya va a salir vestido, me voy a meter ropa, quizá no quiere que lo vean desnudo, se niega a salir sin una recompensa, cómprele ropa, abuela; dígale al Cholito que le compre un traje de hilo como los que él usa; no se ría, el Cholito es un hombre de gustos refinados, de ropas delicadas y no permite que nadie duerma apretado a su carne, ¡ay, abuela!, el dolor, mi sangre es buena, no quiero sondas de suero, no quiero transfusiones, sáqueme el pájaro carpintero, cómprele el traje, dígale que lo natural es salir, estar afuera, permanecer al aire libre y no en un globo de agua, porque no es vidrio, Cholito, como vos pensás; es algo más parecido al nailon, a las medias que me ponía y me sacaba en las giras asiáticas; dígale que salga, abuela, quiero terminar con esto; un par de horas, un día a lo sumo, pero jamás hubiera pensado en semanas, el Cholito dice que es una fábula bárbara, ¿escuchó, abuela?, habla desde adentro, para el Cholito mi forma de pensar es precaria, ¿escuchó?, quiere una ombliguera de oro aceitada por no sé qué líquidos que la entibian, ¿será deforme?, está esperando madurar el hígado, como Prometeo; habla, abuela, hay que agarrarlo como a Aquiles, por el talón; sacarlo de un tirón; vaya y hable con Tibor Gordon, es un hombre acostumbrado con sus proezas y asombros a sacar aplausos; tengo una voz incesante allí, murmullos, juramentos, exclamaciones, sonidos desconocidos para los mortales, sonidos no reconocibles, quizá se trata simplemente de dar con la palabra justa, quizás está esperando una orden.

– Te estaba esperando -me dijo-. Si venís por el mismo secreto que don Grimaldo, te equivocaste. Acá todos se creen que el oro está a la mano de cualquiera.

El tres indicó, por medio del dos más uno, la disociación de las fuerzas neutralizadas por la intervención de un dinamismo de otra naturaleza. El cielo es claro y azul, el frío todavía vivo, pero menos; la Madame del Kimono intuyó que su visión llegaba por el río.

– Es un tres de espadas, filo central, fíjate bien, la espada central es la que entra francamente en actividad, disociada de las otras dos espadas esquemáticas, creando una separación. Vos naciste trabajosamente; pero te veo solo… te han separado, no te va a ser fácil unir las cosas. Fijate bien en la espada central, está invertida, con la punta para abajo, eso es bueno en general pero es malo para la enfermedad.

La mano tullida alisó suavemente la carta y un dedo se posó en la espada central; el dedo trazó un eje desaliñado.

– ¿A quién no lo acompaña una enfermedad durante toda la vida, un obstáculo del cuerpo o del alma?

La uña imprimió en la carta un rasguño débil.

– ¿Así que vos sos?…

– Sí.

– ¿Estás seguro?

– ¿…?

– Escuchame bien; la espada es un doble filo, ahora tenés los días de agosto limpios como una porcelana, servite algo, ¿un chipá?, pero vas a tener un dolor rabioso -me dijo, señalando las hojas de laurel amarillo que se entrecruzaban y coronaban la carta-, el fin que perseguís es noble en su sentido más elemental, no vaya a ser que esos laureles sean el asiento de toda la angustia.

La escuché atentamente. La visión que tiró era la del espectador, la ciudad de la que hablaba era el teatro de los animales, la vida física, instintiva…

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