Daniel Muxica - El vientre convexo

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El vientre convexo: краткое содержание, описание и аннотация

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Un pequeño grupo peronista – los uturuncos – es el punto de partida real de la novela de Daniel Muxica, narrador y poeta argentino. El punto de partida y también el núcleo de la acción. Al funcionar como un ensayo de montoneros en una época de tolerancia cero, este "experimento nacional" proporciona ya algunas de las claves de lo que será el esplendor montonero de los tempranos setenta.

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Eran días movidos, de mucho trabajo; Anahí se retiró escondiendo, vergonzosa, en la palma de su mano, los cinco pesos que el hombre dejó sobre la mesa; la propina era patética, su esencia lo hacía más blando que la urgencia desparramada, en parte, sobre los pechos de la niña.

Salmuera y la Madame del Kimono se quedaron solos. La Madame, como siempre, se encargó de la liturgia de la limpieza utilizando la toallita nacarada con pulcritud y obsesión de cirujano, en su mano sana el miembro fláccido del cliente no se veía demasiado grande; tomó con dos dedos tullidos esa laxitud ajada, retraída, limpiando puntillosamente el orificio del escroto.

Hombrón de unos cincuenta años, taimado como pocos y con fama de mal llevado, sonreía con los pantalones bajos, mientras ella ocultaba con la misma toallita su mano enferma. Tenía cara de satisfecho. La presencia de Salmuera no era de índole adivinatoria sino profesional, entendía las cuestiones mundanas con eminente simpleza y practicidad, así que las cosas se suscitaron rápidas.

– Vine para saber si es verdad lo que hace y lo hace muy bien… sobre todo lo del chasquido… ya pasó los doce, ¿no?…

Sentado en uno de los almohadones de palio bermellón y verde, Salmuera tenía, sin saberlo, el mismo límite moral de las autoridades de Mayo con los cortijos o las casas de tolerancia del suburbio. Las que trabajaban para él eran documentadas, mayores de doce años que habían perdido la virginidad con anterioridad a la contratación, eran huérfanas, de padres desconocidos o abandonadas por sus familias.

La edad era muy importante, nunca nadie debía reclamar por ellas; no quería ningún inconveniente con la justicia, ninguno; cada tanto el padre del Lutero le paraba unas quince o veinte mujeres de la iglesia metodista, amas de casa, madres y señoras de familia, se retorcían apoyadas en la pared, en esa especie de muro de los lamentos que proveía la boite, rezando fuerte para que escucharan adentro, mientras las pupilas gritaban insultándolas porque temían que ese día no hubiera clientes.

– De veras que lo hace bien, sobre todo lo del chasquido… -dijo sin remilgos, manifestando la misma incomodidad de la Madame.

El pastor llamaba a la boite "Casa de las Ofensas", pero el eufemismo publicitario del cartel luminoso en francés la convirtió en uno de los lugares más prestigiosos del barrio. No tenía ventanas a la calle y reunía ocho mujeres que se pavoneaban por el interior con vestidos azafranados o rojos, resaltando la parte de sus cuerpos según las virtudes personales en el oficio. Las pupilas, se jactó, lo llamaban Papá o Papi y eran su verdadera preocupación. Las probaba personalmente, si las aceptaba les proveía la ropa, la comida y el médico, amén de una pequeña comisión; ninguna podía quejarse del trato que recibía. Según los requerimientos de los clientes, algunas eran preparadas para ofrecer servicios exquisitos; lo más importante era que trabajaban cómodas; podemos cerrar un buen trato, dijo; va a aprender lo que es el negocio, conmigo no trabajan pendejas; va a aprender a pintarse no sólo la cara, sino las partes más reservadas; va a aprender a colocarse sensualmente los encajes, los bastos y picadillos que les hago traer de las mejores casas de la avenida Santa Fe; porque, aunque no lo crea, las mujeres finas de la Capital gustan de imitar esta moda y vestirse con los mismos colores con que aquí vestimos a las putas.

IX

Serrao sostuvo que la política se sustenta sobre algunas certidumbres individuales que, cuando se hacen presentes en la realidad colectiva, pasan a ser rápidamente otra cosa.

– Usted es historiador -dijo Zarza-, se encuentra muy lejos de las cuestiones prácticas y cotidianas.

El discurso del boticario guardaba, paradójico, una fe inusitada en lo asequible. Serrao lo comparaba, a disgusto del interlocutor, con los que denominaba "religiosos de la materia", que se ilusionan y se tranquilizan creyendo saber dónde están sentados, y hablaba irónicamente de "plasmatismo", debido a la cantidad de sangre que esa escuela había derramado.

– Todo comentario intelectual implica cierta pereza sobre el efecto de las acciones -le dijo el boticario, completando el criterio y atacando el exceso de pensar las cosas y los hechos, que forma parte de la personalidad del profesor.

– El miedo lo vuelve pragmático.

– Está usted definitivamente perdido para cualquier causa, profesor.

– Hace rato que perdí la causa del paraíso y creo que con ella se fueron las demás, pero no sabía que usted era religioso…

– Mientras usted cree en Gauderio a pies juntillas, yo creo que, más que una fantasía, es un exceso de la razón -replicó Zarza desconcertando al profesor.

– Usted manda un remedio que me cura de una cosa pero me enferma de otra -sentenció Serrao, endilgándole al boticario su descompostura de la noche anterior.

– Para el dolor de cabeza, genioles… -dijo Zarza.

– Su practicidad me inhibe de cualquier comentario -señaló Serrao, apoyándose en la indicación profesional.

– Aquello que menciona como "importante", profesor, es un discurso válido para los que, como usted, se aprovechan de las "estrategias del espíritu", gesto que da cierta tranquilidad a quienes, a su vez, desconfían de esa estrategia.

– Todo místico es un racional por excelencia.

– ¡Por favor! ¡Eso es descabellado!

– Un místico no es necesariamente religioso. Los pragmáticos como usted se hacen cargo de la religión de la Razón, que no es otra cosa que una religión razonable.

– Mera especulación retórica, profesor. Su insensatez religiosa lo hace olvidar, justamente como pecador culposo, que ninguna religión tiene razón.

– El pragmatismo es a la política lo que la religión a la mística.

– Esa mística que usted tanto defiende esconde malversada una estrategia que se propaga peligrosamente en su discurso -exaltó el boticario-. Usted confunde la filosofía con la tentación.

– Debe ser porque los pragmáticos nunca se tientan -observó riendo Serrao-. Ustedes intentan no dejar resquicio alguno, pero ¿no son esos resquicios lo mejor de la vida? Acepte que más de una vez recomendó los preparados de la abuela Juana, y justamente eso lo vuelve a mi intuición no sólo querible, sino confiable. Su mística, Zarza, se construye sobre aquellas cosas que caprichosamente quiere volver comprobables.

– Y la suya sobre aquellas cosas que no quiere comprobar -ironizó el farmacéutico, demostrando que estaba dispuesto a discutir eternamente.

– El mayor error del pragmatismo es creer religiosamente en la eternidad, y la eternidad es un mero pretexto para no disponer del ocio. La eternidad es un señuelo. Para que haya revoluciones tiene que existir la eternidad.

– La revolución no es un accidente esperanzado, profesor, la revolución es una consecuencia. ¿Usted estuvo en España? -disparó a boca de jarro, marcando en el interrogante un tono sentencioso, una forma de censura intimidatoria con la que intentaba descalificarlo-. Usted es historiador, pero niega la experiencia histórica…

– Amo la historia porque es una vulgata triste, pero temo las interpretaciones, nada más -ironizó Serrao a pura intuición.

– Usted no ha hablado, Germán -me dijo Zarza, mientras preparaba mate cocido en una pipeta de vidrio.

La cara morocha de Gauderio pertenecía a esa especie que, salvo por cometer un crimen y ocupar las primeras planas de los diarios, se olvida para siempre. Esa tarde, sin embargo, quedó bien grabada en la cabeza del dueño de la barraca.

Decidido, reunió a todos los trabajadores en el playón alrededor de una luz que languidecía prematura. Contaba de las revueltas de Berisso, Ensenada y Dock Sud, que el ejército se tuvo que hacer cargo de la situación, que los Uturuncos estaban llegando silenciosamente para apoyarlos. El estado de asamblea despertó la desconfianza del Beto Mendoza, que bajó desde sus oficinas para desbaratar a los reunidos. El silencio ganó el playón de carga.

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