Daniel Muxica - El vientre convexo
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– Señores…
– ¿Es cierto que lo vienen a buscar a Gauderio? -le preguntó el Vasco a Farnesio, complicando la conversación.
– Nadie busca lo que no está -intenté simplificar.
A eso de las seis de la mañana, terminados el anís, la grapa y cualquier otro alcohol, la Tetona comenzó a sentirse mal; la mezcla de bebidas con el olor de las flores descompuestas produjo un vaho muy parecido al del río; oxígeno químicamente impuro, gases cósmicos y corrientes atmosféricas cercanas a la fetidez.
– Salgamos por el portal austral del purgatorio -le dije al Vasco, decidido a llevarme a la Tetona antes de que vomitara adentro.
El Vasco no encontró de qué reírse. Cuando abrí la puerta el torrente de aire, como la máquina mortuoria, actuó en toda su potencia y antes de salir la Tetona vomitó los zapatos de Salmuera, para luego darle el pésame. Intenté disculparla, pero el empleado la empujó disimuladamente hacia la salida.
– Es el ambiente -dije, justificándola.
– Acá, salvo algunas excepciones, el clima es siempre medido -contestó Farnesio, sorprendido, con los ojos bien abiertos y fijos como un búho.
– No se confíe, Farnesio -le dije burlón-, un día de éstos, en cualquier velatorio, aparece Gauderio, habla de los Uturuncos y le arma una resurrección.
Pepe Saldívar se escapó durante el velatorio de la celosa custodia de la Rupe y fumaba, con el Lutero, un tabaco de contrabando. Sentados a la puerta de la pieza bajo el ciruelo octogenario, escuchaban los chasquidos que provenían de adentro. Cada uno esperaba su turno para entrar. El sonido comenzaba agudo y seco, espaciado, era un ronroneo inocente y desafiante, un sentimiento difuso, una severa condenación al placer físico que terminaba en el tincazo de la lengua presionada primero sobre el paladar y descontenida, con tensión y rapidez, sobre la alfombra de papilas en el piso de la boca, dejando una sensación de red húmeda a las fastidiosas prohibiciones.
Una acelerada peregrinación, un nuevo ascenso de la lengua al paladar, convierte el instante en una pasión diminuta, busca un estado purificador, un apetito libertino que explota en esa boca, buscando en el cuerpo fragmentado los atributos seculares del alma.
Tanto Saldívar como el Lutero coincidieron en que el sonido era de tal intensidad y armonía que ninguno se detuvo a pensar en la mano que frota el prepucio. Un zureo de torcaza, un aletear de la lengua del grave al agudo, según la posición de los labios de Anahí, aumentaba o disminuía el nervio y la sangre recalentada; la sensualidad sacaba un grito desgarrado al visitante, un estertor coronario. Nadie podía ahorrar allí líquido seminal.
Los chasquidos y el vaivén cesaron. El Sherí Campillo salió de la pieza junto a la Madame del Kimono que, como en la sala de espera del hospital, les preguntó quién seguía, aclarando que la toallita estaba demasiado sucia, así que lo mejor era que cada uno tuviera su pañuelo a mano.
XI
No era la primera vez que insistía en volver a lo de la Madame; lo que había comenzado como una consulta esotérica pasó a ser una tabla de correspondencia entre lo subjetivo y lo objetivo; la subjetividad era, en mi caso, la objetividad que no elegí.
Deseaba hallar a una mujer, pero lo hacía buscando otra primera instancia. Tenía edad para separar las cosas, descubrí que la soledad determina los años pero no la madurez; un niño solo es un viejo y así lloraba yo, como el viejo que soy desde que comencé este viaje.
¿Cómo era Esther?, ¿cómo era a quien yo buscaba? La vida pasaba aquí, en Valentín Alsina, sin que pudiera sustraerme del proceso social de la generación. Me inmiscuía con cierta distancia en sus vidas, hombres sujetos a todas las flaquezas de su condición. No asistía a la humillación entre reyes, sino a la humillación entre clases sociales. No podía suponer, desde lo más egoísta de mí, una conciencia de ser surgida de un mundo inmóvil. No podía aferrar los sentidos y me extraviaba, cada vez más disperso, en un barrio que sólo daba migajas para una memoria individual tan vacía como con la que había llegado: el Hospital de Niños, los rieles alzados como cañas de pescar y una abuela que tampoco estaba para darme algún dato preciso.
¿No estaba?
La escritura me ayudaba en parte a resarcirme, pero la desazón me retrotrajo, inevitable, al punto de partida. Apreté fuerte mis ojos para generar luz desde la más profunda de las sombras. Estaba perplejo, sin poder atar cabos, sin encontrar nada.
El hallazgo de una pulserita de alpaca terminó con la búsqueda de ese día. La Pepa regresó a tierra firme; sobre cubierta, desafiando a la lluvia, venían don Grimaldo, Ramón, el Irlandés y el Checho, invitado por el cantonés. Nadie pudo sacarle el mareo y la cara de susto, lo oscuro y lo pálido contrapuestos en el mismo rostro; sentado en un banco alto, con la mirada desorbitada, asomando la cabeza por el ojo de buey, gritaba noticias sobre el hallazgo a los pocos curiosos que estaban en la orilla.
– Acá está su botín -le dijo torvo y despectivo el Irlandés.
– Acá está la prueba de que tengo razón.
La pulserita de alpaca no tenía marcada ninguna fecha, pero en gruesa filigrana se leían, erosionadas, las iniciales J. R., que don Grimaldo descifró caprichosamente como José Rondeau. Con ese dato auspicioso cansó a la tripulación durante el regreso; registros esporádicos de la vida política y militar de ese hombre, que según le comentara Serrao, estuvo al mando del Sitio de Montevideo y hacia 1828 fue presidente de la Banda Oriental.
Si a don Grimaldo le hacía falta un signo para la revelación, era ése. No debía resignarse. En el periplo hidrográfico de su escritorio había recorrido varias veces esas costas hasta el estuario del río de la Plata; además el Checho le había traído suerte, estaba feliz; el hallazgo era premonitorio, por ese motivo y haciendo caso a su intuición decidió regalársela. Soñó planes faraónicos. Flexionando los dedos con las manos entrelazadas hizo sonar los nudillos y se restregó los párpados, para despejar los ojos y que los gestos adquirieran cierta inmovilidad de ceremonia. A partir de ese día, todo lo que era duda para los demás, en don Grimaldo tendría el efecto de lo incontrastable.
Ya en tierra, acompañado por Checho, decidió ir hasta la biblioteca de la Sociedad de Fomento y pedir que le abrieran la vitrina biselada con cortinas grises interiores. Lecturas de lo más eclécticas compartían los anaqueles de oscuro petiribí: un catecismo, un libro de poemas de José Santos Chocano, dos Martín Fierro, un recetario de cocina de Doña Petrona C. de Gandulfo, La Divina Comedia del Dante traducida por Mitre, un libro de matemáticas del segundo año, una edición en inglés del Finnegan's Wake, El Santo de la Espada, Upa, un Manual de Primeros Auxilios en la República, donado por Zarza, las obras completas de Séneca, Las Bases de Alberdi y una cantidad considerable de la colección de Mecánica Popular, eran alegato ocioso, procedimiento escrito de una civilización fragmentada que había perdido su etnocentrismo.
No había entre todos ellos un libro de geografía. Sin hacer muchas conjeturas entendió que nada sacaría de allí, a menos que se alquilara una nariz.
El gesto mayestático, la sagrada monería del cantonés, lo pudría. Eso le dijo a Ramón, explicándole por qué a los irlandeses en general, y a él en particular, nadie podía enseñarles sobre navegación; pocos eran tan buenos baqueanos en cuestiones vernáculas submarinas. El Irlandés sabía que no bajaba a una pecera. Mucho peores que su traje impermeable y sus zapatos con amianto eran los elementos lumínicos con los que hizo el descenso; necesitaba, por lo menos, ver qué cosas tocaba; el fondo cenagoso mantenía un vago sentimiento de zozobra para los que se apoyaban allí.
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