Daniel Muxica - El vientre convexo
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Comenzó el descenso, una lluvia imprevisible traída por un viento de sudestada no permitía trabajar en cubierta con comodidad; abajo, la tierra carcomida por la carroña subacuática negaba cualquier posibilidad de extraer cofres con carga preciada; no pasó mucho tiempo para que don Grimaldo, tapando con el puño de su camisa el reloj, ordenara desde el timón:
– Que busque sobre derecha.
– ¿A la derecha de qué? -preguntó Ramón tironeando del cable para dar indicaciones precisas-. Creo que está girando sobre sí mismo…
Al cantonés eso no pareció preocuparlo mucho. Enfrascado en sus mapas, abstraído en un punto que parecía más allá de la desembocadura, recibía un informe incidental del que seleccionaba datos ligados a su estado de ánimo. Las variaciones del humor eran constantes. Cuando decaía, hablaba de una transacción meramente comercial: venderle el oro al Estado o a los contrabandistas; cuando se deprimía, tiraba por la borda toda ambición material y la historia del Río de la Plata, pensando en comprarse un terreno en Quilmes o Punta Lara, para elaborar vino de la costa, y explicaba entonces las bondades de la uva chinche, pequeñita y dulzona, del tiempo en que los bodegueros lograban vendimias excepcionales.
Si bien, después del hallazgo, habló eufórico de los laureles y la gloria que sobrevendrían de la búsqueda, ahora lo hacía con una alegría contenida, estimando la posibilidad de hacer donaciones a la Sociedad de Fomento y a la biblioteca. Sus estados anímicos contrastaban notablemente con los de Ramón, pero aun más con los del Irlandés, que mantenía emociones lineales, cumpliendo su tarea con una profesionalidad tan mecánica y desafectada, que por momentos don Grimaldo llegó a odiarlo.
– Viene la creciente -dijo Ramón.
– Seguiremos con el rastrilleo -insistió don Grimaldo apoyado en la proa.
Era el quinto intento del día. El agua arrastraba plantas arrancadas y muertas, latas, botellas, pedazos de troncos y peces que flotaban en estado de descomposición. La correntada tomó impulso camino al noroeste de manera desagradable; el Irlandés, golpeado en el fondo por un objeto que no terminaba de reconocer, pegó un tirón de la cuerda dando las señales necesarias para que lo subieran.
Ramón intentó sacarlo.
– Ése no sale.
Los tirones de la cuerda eran cada vez más seguidos y nerviosos, un morse desesperado; pero se le respondió, en el mismo código, con señales de continuidad hacia el extremo deshilachado del fondo. La correntada era cada vez más fuerte; con los ojos fijos en el horizonte, el cantonés consideró que la pérdida estaba dentro de cualquier cálculo, pero la muerte contrastaba como un presagio.
– ¡Sácalo! -gritó unos minutos después.
Ramón corcoveó la soga con tres golpes, pasados unos segundos los repitió a modo de confirmación; el ascenso se hizo en forma lenta, las aguas se abrían con mucha presión, la mugre de la sudestada era frotación sucia e intimidatoria, el buzo presintió estar cerca de la superficie, atinó a ver cierta transparencia y la claridad lo tranquilizó; fuera del agua, Ramón lo ayudó a abordar y a desenroscar la escafandra; tirado en el piso de la chalana, a los pies de don Grimaldo, parecía su sombra.
– Una pena -dijo don Grimaldo-. Estas correntadas mueven siglos y es muy probable que los cofres estén ahora aquí, exactamente debajo del barco, riéndose de nosotros.
– Que se sigan riendo -contestó el Irlandés.
Lo dijo seco y cortante, con esa tozudez primitiva que sirve para refutar cualquier cosa.
El Checho perdió la cuenta del tiempo que no dormía. Todo empezó la primera vez que tuvo oportunidad de ver a Anahí y se guardó para sí un pedazo de eternidad. Se sentía como un muerto en la desgracia del insomnio, con los ojos abiertos, esperanzado en mantener las retinas libres para guardar la imagen de quien, y eso era cierto, le hacía perder el sueño a más de uno. Decepcionado, en un estado desmedido, se presentó delante de Marchena con dos palillos sosteniendo los párpados y confesando que llevaba quince días sin pegar un ojo. El gitano intuyó su exageración y sabiendo de su indigencia decidió atenderlo gratis. Joaquín Marchena curaba cantando, dominaba bestias y cristianos de igual manera; viejas canciones del romaní tan melódicas como arrulladoras, que tornaban en grititos agudos, exhalando una queja en el límite del quiebre. Cuando todo parecía indicar que la voz se partía, un desagradable fiato degradaba las notas a un sueño que se convertía en vidalita. No le cantaba solamente a las sensaciones auditivas, le cantaba a todo el cuerpo, a todos los sentidos y con tanto sentimiento que era imposible no vibrar de pies a cabeza según su voluntad. En su adolescencia, citado por la Facultad de Medicina de Córdoba, hizo estallar ante una corte de científicos un cáncer de ovarios; en esa ocasión, con la mujer sobre una camilla hospitalaria, de piernas abiertas en posición de parir, lanzó un grito tan al infinito, que el rebote del eco en las paredes del útero la hizo expulsar con una ventosidad vaginal toda la porquería.
Contrario a lo que el Checho esperaba, Marchena no tenía una voz cristalina. Le pidió que se quedara de pie. No hace falta que te saques nada, le dijo, poniendo un paño amarillo y blanco sobre su cabeza, mientras con los ojos cerrados se concentraba en la música adecuada. El Checho cumplió todo con cierta apatía. Marchena acercó los labios al tórax del paciente y comenzó a susurrar una melodía cerca de los ojos, bajando por la nariz, la boca, el mentón y el cuello, hasta llegar a la altura del corazón.
– En ningún catálogo de enfermedades se encuentran las representaciones tristes -dijo Marchena-, se trata de un ayuno de sueño.
El Checho lo miró sin comprender.
– No puedo hacer nada por vos, tenés un buraco y las canciones pasan de largo, es un buraco demasiado grande, ¿ves? -dijo ejecutando un ademán circular, mientras su dedo circunscribía la zona del pecho-, el alma no está y la desazón ni siquiera es un eco.
Esa misma noche don Grimaldo, acompañado por Serrao, concurrió como invitado especial a la reunión de la logia que presidía Farnesio. El altillo, un cubículo reciclado, resultaba húmedo para los bronquios del profesor, que subía observando la pared color celeste con dos mosquetes cruzados y una enorme escarapela hecha en papel crepé; sobriedad patriótica que los concurrentes elogiaban repitiendo la consigna que el anfitrión había escrito en una cartulina pegada en la puerta de acceso: "Debes luchar, amar, saber, creer". Subir los treinta y tres escalones, uno por grado de logia, cansa a cualquiera, dijo Germano, explicando los inconvenientes respiratorios que provoca en el invierno la cercanía del río. Las goteras del techo y las paredes ayudaban a su demostración.
Los asistentes se sentaron alrededor de la mesa que dominaba el centro, bajo una lámpara débil dirigida hacia la cabecera. El presidente, antes de apropincuarse, pasó por detrás de cada uno, colocando su mano sobre el hombro; apretaba fuerte, para emplazar energías esotéricas.
– Pasa lista con la yema de los dedos -le dijo por lo bajo el profesor a don Grimaldo.
El doctor Germano, la Rupe, Saldívar, el Lutero, Ramón, la Tetona, Serrao y uno de los policías de apellido Sosa, en representación del Sherí Campillo que no pudo asistir, se dispusieron a comenzar. Farnesio dio inicio con palabras que, progresivas, se convirtieron en un encendido discurso.
– Camaradas: tengo alta la mirada y la voz de la esperanza amanecida. Estamos aquí los mejores hombres y mujeres del barrio; y por esa misma razón, don Grimaldo Schmidl no podía estar ausente de nuestras reuniones. Este hombre lleva a cabo una búsqueda patriótica, rastreando el fondo, qué digo el fondo, el trasfondo de la historia, los sentidos de una nación imperecedera; así es, en las inmundicias del río, nuevas señales del pasado nos contemplan y un porvenir nos espera. Un río sucio, sí, sucio pero nuestro. Aguas en las que don Grimaldo, más allá de toda materialidad, busca un legado que nos pertenece. Nuestro amigo, y esperamos que desde hoy hermano, rastrea documentos de alto valor histórico. Estoy convencido de ese legado. No es otro que los cien libros en veinte tomos en que don Juan José Barón del Pozo escribiera su Baropedia y de cuyo índice soy poseedor y celoso custodio.
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