Daniel Muxica - El vientre convexo

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Un pequeño grupo peronista – los uturuncos – es el punto de partida real de la novela de Daniel Muxica, narrador y poeta argentino. El punto de partida y también el núcleo de la acción. Al funcionar como un ensayo de montoneros en una época de tolerancia cero, este "experimento nacional" proporciona ya algunas de las claves de lo que será el esplendor montonero de los tempranos setenta.

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– ¿Qué hacés acá?

– Traigo un mensaje para los compañeros.

– Dejame ver.

– No. No es para usted.

– Si no es para mí, no es para nadie.

Gauderio extrajo un papel ajado del bolsillo y se dispuso a leer en voz alta, para que escucharan todos, sin mirar los ojos del receptor de tan pesado correo.

– ¿Qué barba te vas a poner vos para este baile, si como buen mestizo sos lampiño? -interrumpió el dueño-. ¿Sabes qué te va a pasar si el Sherí Campillo se entera de esto?

El patrón se retiró a llamar por teléfono a la policía, Gauderio se dirigió a los obreros, les habló de la importancia de las huelgas, reflejadas por los diarios como fuente de las Oficinas Técnicas de la Policía Federal, señalando que sólo en el primer semestre del año 1958 el total de horas de trabajo perdidas por huelgas sumó cincuenta millones, perjudicando a las patronales y al gobierno en seiscientos ochenta y siete mil millones de pesos moneda nacional. El olor rancio de la barraca era delicadísimo aroma de palosanto, las ventanas dejaron entrar más el sol y cada uno de los presentes sentía derecho a llevarse un cuero para su casa; los sándwiches de mortadela que sacaban del bolso eran ahora de conservado cantimpalo o extraños fiambres mechados con pimientos orientales de penetrante sabor; las ventanas se abrieron solas, las paredes se blanquearon, varios se miraban en ropas nuevas como extrañas; la mención encendida de la lucha de Argelia y la lucha palestina encontraba a más de uno envuelto en túnicas sufíes, el techo de la curtiembre tomó diseño de mezquita; ¡asado para todos!, gritó Gauderio; más de uno vio un harén y preguntó qué se fumaba en ese aparato de vidrio y cordeles rojos; miraban a través de los ventanales, ahora vitraux, con dibujos abstractos que los separaban del cielo.

– Los Uturuncos están bajando…

La asamblea se dispersó mientras el Beto Mendoza exigía al capataz y un administrativo que lo sacaran por la fuerza. Ya en la vereda, esperó que lo dejaran solo para clavar, con chinches en la puerta de madera, el mensaje medio arrugado que antes había leído.

El viejo Zarza estaba dispuesto a vivir su presencia en la policía como una aventura diplomática. Gauderio quedó demorado por los sucesos de esa tarde en la barraca. Ante la pregunta de uno de los Sosa, dijo que lo del patrón de la barraca fue una cuestión personal, en fin, lo hecho fue por las suyas y que nada sabía de los Uturuncos, a quienes el Sherí Campillo mencionaba decididamente como una banda de forajidos malhechores.

– Así que usted apoya a esos terroristas que andan robando plata para no sé qué causa.

Zarza no contestó.

– Esto es una explosión de violencia organizada, buscan un alzamiento popular, pero ya están diezmados, bajo el asedio de las patrullas del ejército, sin destino ni rumbo conocido, están más desnudos que el preso por el cual usted vino a pedir.

– Déjeme decirle, comisario, que…

– A su amigo ya lo pasamos -interrumpió el Sherí Campillo-, es duro de lengua, pero acá aflojamos hasta al más mañero. ¿Qué sabe de esto…?

Ahí nomás el Sherí Campillo tiró un volante sobre el escritorio de su despacho, que hablaba de la guerrilla popular, entroncando la lucha de los compañeros que se debatían en Santiago del Estero y la selva del Impenetrable chaqueño, mientras convocaban al levantamiento armado. "Lo que yo hago no es otra cosa que devolver a los pobres lo que todos los demás les debemos, porque se lo habíamos arrebatado injustamente", leyó de reojo el boticario.

– ¿Qué me dice? Ellos, justamente ellos, usando a Evita. Dígame, Zarza, ¿usted también rubrica este panfleto o es sólo el idiota que pasamos pa' dentro? Cómo piensa…

– Gauderio no sabe leer, menos escribir.

– No sabrá, pero buen barullo armó en la barraca.

– ¿En la barraca?

– Sí. La denuncia la hizo don Beto.

– ¿Don Beto?

– Dice que este negro de mierda lo prepeó, amenazándolo con quemarle los cueros. Mire, don Zarza -dijo el Sherí Campillo-, acá la cosa es simple, o le dice usted a ese negro que se ponga del lado de la ley o la va a pasar para el carajo. A mí estas paparruchadas del panfleto me tienen sin cuidado, pero sé bien que junto con otros mierdas me anda denunciando por negocios con el Salmuera y otras matufias que no vienen al caso. Yo sé que usted es un hombre responsable y que no va a andar tragándose esos sapos, pero hay mucha gente que le cree y eso le hace daño a la institución policial, que se representa en mi persona.

– Entiendo.

– ¿O acaso está mal que la tropa vaya a desahogarse cada tanto con las chicas de la boite?, ¡acaso estos zurdos no cogen, carajo! ¿Me van a decir que está mal…?, ¿¡o acaso un policía no puede echarse tranquilo un buen polvo…!?

Zarza asintió sonriendo.

– No sé si soy claro, si esto fuera en España, ya lo hubiera pasado a usted también y estaría tomando aceite de ricino; pero acá todavía somos legalistas… ¿Fuma?

Detrás, colgadas en la pared, se veían las fotos de Frondizi y Pío XII. El Sherí Campillo, quitándose los zapatos, estiró los pies sobre el escritorio y empezó a hablar en un tono más bajo y más conciliador.

– Le estoy diciendo que se cuide, Zarza, el horno no está para bollos, los pasquines que circulan por el vecindario hablan del retorno; en el fondo, yo también soy de la causa. Pero esto no hace más que traernos problemas a todos. Usted ya pasó una guerra. Menefregan los barbudos y toda la caca de la política, me paso por las pelotas a todos esos mierdas que agitan y pregonan el regreso, qué avión negro ni qué carajo, lo único que tengo negro es el culo y estos desgraciados me la quieren dar, embarcándome con Salmuera, ¿se da cuenta?

– ¿Cuándo lo detuvieron?

– Lo encontraron aquí nomás, en Avellaneda, repartiendo un diario de los textiles, El Alpargatero o algo así. Me lo trajo preso uno de los Sosa, hace una semana que lo tengo baldeando el patio y la celda, pero no es bueno para el trabajo, ni siquiera ceba buenos amargos…

Zarza sabía que la cuestión era esperar que el hombre se desahogara. Con las manos en el bolsillo de su chaleco aguardó el momento oportuno para confidenciar que, al igual que el Sherí Campillo y los hombres de la repartición, él también estuvo en el keko con la Rita, que el Gauderio era un buen muchacho, que pocas chicas ponen la pasión que pone ella para atender a sus clientes, que debe soltarlo por esta vez, y además eso de la resistencia es un delirio, un sueño, y… hablando de sueños no probó con Aurora, la de pelo negro, a ella sí daban ganas de dejarle la propina, cuando uno pide algo especial… puede recomendarle un preparado con aceite de nuez, muña muña y carqueja, que lo vuelve un toro.

La conversación cobró cierto aire de complicidad, el Sherí Campillo ordenó a uno de los Sosa que trajera al reo a su oficina. Refregándose los antebrazos con ambas manos en una gimnasia tensa, muerto de frío, Gauderio apareció por la puerta sin percatarse de que Zarza lo estaba esperando. Una vez allí, el comisario despachó nuevamente su artillería contra los Uturuncos y le dijo que gracias a un señor como don Zarza, porque ésa era la palabra, un señor, él zafaba, pero que no se metiera en más líos, que iban a terminar todos presos, que Cuba quedaba lejos, que Puerta de Hierro todavía a más kilómetros y que iba solito solito camino al cementerio; de seguir en la misma le convenía tener las piernas rápidas para quedar del lado de afuera, estás haciendo cosas de negro y si seguís jodiendo te vamos a devolver para el Brasil con sobretodo de madera.

– En cuanto a usted, Zarza, tiene mi permiso para llevárselo.

– Gracias, comisario.

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