Daniel Muxica - El vientre convexo
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Las presencias apabullantes lograban esas cosas, pero sólo una persona enigmática cambia el color de las reuniones.
Él era un diplomático belga que andaba por los cincuenta años, escondía sus sentimientos detrás de un enorme cigarro, la neblina del tabaco le daba un halo misterioso que ocultaba una neurosis pronunciada y ciertas perversiones que el Cholito se encargó de desentrañar. Una vez reconocidos, comenzaron a hablar de negocios agrícolas, comercio exterior, recibos, transacciones, duplicados, declaraciones aduaneras; el aburrimiento parecía irremisible cuando una pregunta estúpida los sacó de tema.
– ¿Tú puedes dar fuegou? -le dijo la rubia al Cholito en un castellano turístico, colocando el cigarrillo en una larga boquilla de baquelita dorada.
– Le hace juego con el pelo -dijo el Cholito.
– The tabaco también -rió la rubia-, es Virginia, como my name.
La conversación continuó en inglés, el Cholito era muy buen mozo y muy seductor, así que la noche terminó en el consulado argentino con más champagne, clarete y una charla sobre el carpe diem con ropas desparramadas y cuerpos desnudos cruzados en las alfombras del segundo piso.
– Pide el señor que lo disculpe -dijo el mayordomo interrumpiendo su memoria-, está retrasado en una reunión, en unos minutos va a estar con usted… ¿desea tomar algo?
– Un té frío, por favor.
El mayordomo volvió con la taza, ella agradeció con cierta distancia; mientras lo saboreaba, sintió que podía relajarse…
El Cholito no hacía otra cosa que mirarla y jalar morfina, un ensueño distante, tan lejano, que sólo atinaba a contemplar, desde la soledad, la fragmentación que proponían la piel de la rubia mezclada con la de su paraguaya. El belga gozaba de la exhibición, ordenaba posturas más cerca del equilibrismo que de la sensualidad, las mujeres obedecían a sus caprichos sexuales demostrando condescendencia profesional. La cansaba esa mezcla de gimnasia y fluidos que hacen de la piel un pegote escamoso. El Cholito, pasado de morfina, recomendaba aprender guaraní, una lengua muy sensual, muy bella; confirmaba con un grito álgido su satisfacción. Si se secan los líquidos, se seca la lujuria, decía, mostrando con desenfado la mancha que había dejado sobre el gobelino.
Cerca de las siete de la mañana, cuando se retiraban agotados, el extranjero sacó una flor del jarrón que estaba en el esquinero del vestíbulo y se la colocó en la mata de pelo azabache; le dijo que la poesía construye o destruye las cosas, que extrañamente, en el medio de esa construcción o destrucción, nunca hay nada.
No trató de entender, pero desde ese momento y hasta mucho tiempo después de ese encuentro, el Cholito aún le reprochaba por qué no se había cuidado.
Insiste en quedarse, abuela, me pide un libro, Dante, dice, la divina risa o algo así; este parto es demasiado doloroso, está muy crecido, la semana pasada pidió uno de Kafka y otro de Martínez Estrada, yo no tengo memoria para tantos nombres, tengo que anotarlos; se está preparando, escucho el combinado con la concha para arriba para que entre la música, pero no la usa para dormir como los demás niños, no, dice que adora a un tal Ginastera, a Antonio Tormo, a ése lo conozco, abuela, le canta a los linyeras; pesa demasiado, no puedo moverme, es el parto de un elefante, me parto, abuela, la matrona quiso convencerlo, pero él le contestó que no va a ningún lado, se retoba; no es que no quiere crecer, dice, pero no va a salir; la otra tarde se puso a cantar en voz alta "Botones y Moños", la escuchó por Dinah Shore en la radio; estoy desesperada, abuela, deben convencerlo, está cometiendo usurpación como los que estamos en el conventillo; es inútil hablarle de juguetes, es preferible hablarle de mujeres, ¿saldrá maricón?; también pidió un atlas para saber dónde está Praga, se la pasa pidiendo cosas; estoy desconcertada, dolorida, el Cholito sabría cómo solucionar esto, al menos lo retaría, los chicos escuchan la voz del padre, yo soy débil de carácter, soy la mamá, dos gritos suyos y estoy segura de que el niño se vendría, estoy cansada de hablarle, de convencerlo, es un vago, es un artista, ¿vio?, meto y meto libros por ahí; el doctor Germano dijo que le mande una revista pornográfica, pero no me atrevo, abuela, además quiero que se críe bien, quiero que el Cholito esté orgulloso y le dé su apellido.
– Preguntá lo que quieras -me dijo la Madame del Kimono.
Si pienso "mañana voy al campo", mi fotografía cerebral no será más que una parcela de césped, pero la fotografía va más lejos. Recordé los cuentos del Grial, el Rey pescador: un caballero no pregunta, basta lo que le cuentan.
– ¿Pensás como un hombre que tiene poder o como un hombre dolido?
La pregunta mordía. Los ojos de la Madame fotografiaron mi cerebro, mezcló las cartas y pidió que me persignara antes de cortar. La carta que se deslizaba desde la mano tullida hacia el tapete era el quinto arcano. El Sumo Sacerdote.
– El cinco es aquí 2+1+2. El uno, el principio unitario, equilibra el palíndromo numérico, actúa como mediador de dos aspectos del mundo material: el que tiende a la acción y el que tiende a la quietud. Esta carta viene después del Emperador y la domina, porque el Sumo Sacerdote es la inmensidad espiritual en todas las cosas y sin él no puede haber ninguna evolución. Su manto rojo es más largo y más grande que el del Emperador y la Emperatriz, es más potente, puede envolverse a voluntad en la materia, la ropa azul determina debajo del manto la potencialidad de las actividades psíquicas. Invertida es muy mala, es un ser abandonado a su criterio, a sus instintos.
El fósforo es un fogonazo civilizado, bajo control, igual que el disparo de un arma; es inevitable pensar en la muerte: la Madame encendió una pipa e hizo anillos concéntricos, la luz abrió más el iris de su ojo derecho, el fuego disparado se tornó rojo y luego de un amarillo intenso, hasta desvanecerse como una pequeña puesta de sol en azul y anaranjado, que se apagaba mientras la llama consumía la madera.
– ¿Ves ese río? -señaló con su mano artrítica-, es ese río ancho con sus ondulaciones plomizas que viran del azul profundo al verde petróleo, con marrones atigrados tan parecidos y tan distintos.
Me hablaba de agua, de líquido en su estado más vulnerable, decía algo de un líquido quieto, de una docilidad oriental.
– No preguntar es estar quieto -agregó-. El Diablo representa un principio de actividad espiritual que trata de penetrar la materia. El Diablo necesita cubrirse con ella para materializarse, es la única manera de ceder a sus instintos. No busques donde no hay, no busques lo que no hay. Vas a escribir algo que te va a salvar. Pero tené cuidado, imaginás una familia pero hay aquí violencia designada por sus conexiones, mirá bien los cuernos de la carta. La antorcha del Diablo ilumina el mundo de la ilusión. Es poco lo que tengo para decirte. Vos creés que no naciste, porque no los conocés, pero eso no debe preocuparte. Vos vas a ser parido verdaderamente en la escritura.
El humo de la caldera se mecía en el ambiente. No sentí ánimo para preguntar nada, no quería mostrar mis sentimientos, mis aspectos menos sólidos.
– Buscás una madre.
– …
– Buscas una vagina para volver.
Intuía que de no hablar, era obvio que no podría hacerlo nunca sobre ésta o ninguna otra cuestión.
– Si no preguntás vas a ser maldecido.
XIV
Según Gauderio, los Uturuncos quemaron una linera y antes de guarecerse nuevamente en el Cochuna despojaron a los dueños de una camioneta asegurándoles que eran guerrilleros, no bandidos, y que les devolverían sus relojes el día de la liberación. Los Uturuncos no estaban derrotados. En el monte, los guerrilleros caminaban y esperaban, en la ruta 65 habían atacado a tiros a un jeep de la policía que huyó sin intentar respuesta; pero Pedro Velárdez, quien conducía el camión, abandonó a sus compañeros y se entregó a la policía dando detalles precisos de los movimientos: Loco Perón y René, dos jóvenes menores de edad, se entregaron sin resistir al ser descubiertos. Aunque la información era confusa, todos creían en sus palabras sin más trámite.
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