Daniel Muxica - El vientre convexo
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– Calmate y fumá conmigo uno de estos habanos iguales a los que el Comandante le regala a Churchill -le dijo Serrao-, los placeres están más allá de la ideología y la mística.
– Sólo el placer acepta cómplices -amplió Zarza.
Lutero olvidó su pelea con Gauderio y aceptó la invitación; se ahogaba en una bocanada interminable que le ardía en el paladar.
– No lo toree al profesor Zarza -intervine riendo.
– ¿Un poco más de Extravis? -invitó Zarza, que no se perdía ninguno de los encantamientos gastronómicos.
A esa altura la revolución se manifestaba en los botones prominentes que marcaban la pechera de la Tetona.
– ¿Supo algo de la mujer? -me preguntó el Lutero, sin despegar los ojos de los pezones.
– Lo único que sé hasta hoy -le dije- es que su amigo Saldívar no es simplemente un trabajador de la construcción y que Gauderio no es simplemente un negro liberto.
Una foto de Sartre con saco y corbata acompañado de un gato en un típico café parisino me terminó de sacar la resaca de la noche anterior. Era una foto ridícula, salvo que el filósofo quisiera resultar snob. La foto, al menos, dejaba datos precisos. De datos era lo que carecía mi búsqueda. Pensé en ella, nada era preciso y no por el mutismo, sino por el desconocimiento de los demás, que era mucho. Los acontecimientos cotidianos, vertiginosos, me habían desviado del objetivo central de mi estadía. Se me imponía saber si la historia era todo o sólo un aspecto del destino humano, si la víscera individual estaba o no por encima de la vida colectiva. Le monde c'est ta maman, me dije riendo. Busqué mantener cierta racionalidad a la hora de elegir mis actos del día y sentir menos absurda mi condición. El antes y el después son fórmulas que separan; la circunstancia, siempre azarosa, se convertía en debilidad mágica. Podía sentir correr el tiempo, captarme como una unidad de concepción.
Estar aquí era el lugar del pasado. El saco negro del filósofo en la fotografía fijó en mis ojos el estilo de corte de un traje y la textura de la tela que sentí más familiar al acariciarla entre mis dedos. Las presunciones no elucidadas oscurecen el problema del recuerdo; si el pasado era un trazo en el presente, el guarda seguiría arriando los rieles del trolebús, Gauderio pondría mesas ya puestas y la navegación de Grimaldo gozaría de cierta inmovilidad.
¿Y las cartas de la Madame?, ella esperaba mi pregunta para que se activara otra vez el mundo. Volví por un momento a las faldas negras de la abuela camino al Hospital de Niños, la caricia sobre mi cabeza se repetiría eternamente.
Sólo a veces tomaba registro de estas cosas; si el recuerdo era esbozo y localización memoriosa, la ausencia de Esther era imposibilidad.
El trato con el Salmuera no funcionó. La niña no era una prostituta, cumplía una tarea sanadora distinta de la que ejecutaban las muchachas bajo su mirada vigilante y amenazadora en la boite.
– Se la compro.
La cabeza de la Madame del Kimono giró negativa. Salmuera se dispuso a tirar una cifra…
– Quinientos.
Él mismo se encargará de que el doctor Germano la revise para garantizar la virginidad de la niña, es una operación rápida y sencilla; ella va al consultorio con la niña, puede estar presente, la abren de piernitas para un tacto, pero más delicado, claro, como le hacen a las otras pupilas: si comprueba que la telita está en su lugar, el trato está cerrado.
– Novecientos.
Se encarga de hablar con el doctor Germano para que se enguante la mano, es una conchita tan pequeña, sobre todo sin uso; va a controlar que no se tiente, por su profesión es un poco perverso; pero eso no viene al caso; se va a encargar personalmente, habla con seriedad; no habrá abuso ni impunidad profesional, no es más que una revisación médica y él es el más interesado en que la telita esté intacta…
– Mil.
No lo malinterprete, sólo quiere estar presente para protegerla, sepa entender, no para verla con las piernitas abiertas, ni para acercar su mano a ese lugar sagrado; se siente en condiciones de saber si la niña es virgen sin tocarla, pero para la transparencia del negocio, mejor la ciencia…
– Mil ciento cincuenta.
No tiene de qué preocuparse, él paga la consulta, puede quedarse con el dinero pactado en su totalidad, tampoco debe hacerse cargo de la revisación mensual ni de los gastos de permanganato o penicilina, una droga nueva, le comentó Germano, que cura cualquier complicación; Dios no quiera que alguna pudrición la perjudique; ya sabe, aunque uno toma sus recaudos… la platita es limpia…
– Mil trescientos.
Piénselo, la oferta es buena de verdad, ella es muy aprendida; le puede enseñar, no crea que es un ogro, por el contrario, es un hombre contraído al trabajo, un profesional, un papi, así lo llaman; un verdadero papá, que sabe lograr las cosas más singulares de las chicas que regentea; es más, no hay de su parte disfrute alguno, lo suyo es un trabajo profesional. Lo que hace no está nada mal, pero con él, seguro, la niña mejorará sus dotes…
– Mil cuatrocientos veinte.
Es más, si pactan, pueden hacer trabajos a medias, no en la boite, claro; tiene contacto con personas por demás influyentes, gente de la Capital, algunos vinculados directamente con el poder; de todas maneras, cualquier trato lo haría después de la revisación, una desfloración de este tipo se paga muy pero muy bien, qué le va a explicar, ella sabe de qué se trata, también se puede hablar de participación en las ganancias, él se encarga de conseguir un lugar más lujoso, un trato por demás honesto, puede dejarle algo adelantado, para que solucione algunos problemas y le compre a la niña lo que le haga falta…
– Mil quinientos…
Puede confesar la verdad, esta niña, usted lo sabe muy bien, está para más, para mucho más, cree que si aprende a hacer ese chasquido con los labios de abajo, es un producto por demás exótico, demasiado para el lugar; hay pocos que pueden apreciarlo bien, él sabe de caballeros que pagarían el doble o el triple por una sesión, que dicho sea de paso, hoy por hoy, la niña hace a un precio regalado y para gente que no lo merece; gente que saborea como bueno el vino rebajado que vende Eusebio. No tienen paladar para lo exquisito.
– Dos mil. Y es la última oferta.
XV
Era el tercer corte. La carta era fácil de desentrañar: la imagen de un esqueleto con guadaña que corta manos y cabezas sobre la tierra.
– ¿Estás preparado para la transición?
Me sentía mal, el olor del incienso era insoportable, necesitaba aire puro, quise abandonar la habitación pero algo me retenía. No era momento de mudanzas. Me ofreció un té. Apoyó el mazo de cartas sobre la mesa y extendió su mano tullida, una caricia que se deslizaba por el pelo con extraña pericia.
– Hay una suerte detenida, una suerte que no decide, es un estado de cosas cristalizado -escuché, mientras el incienso continuaba perforándome las fosas nasales-, pero las flores también salen de los camposantos; estás en plena transformación, la ausencia que buscas siempre va a ser ausencia, no te preocupes, es un estado donde el cuerpo modifica el estado de los cuerpos que se hallan en su presencia; ¿ves la carta?, ni las manos ni los pies están cortados, la acción continúa, la progresión continúa, el hombre avanza de una a otra encarnación; toda fecundidad viene de las ciencias adquiridas en el plano físico; prestá atención al dibujo, ¿ves la mano?; el mango de la guadaña es amarillo porque la muerte viene de una voluntad divina e inteligente. No está mal -dijo la Madame del Kimono-, ¿tenés algún problema de salud?
– No.
– Tenés que ser fuerte y pasar esta prueba, la carta habla de un cambio de conciencia.
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