Daniel Muxica - El vientre convexo
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– ¿Me voy a morir? -dije, algo cómico, amenguando la tensión de la pregunta.
– Eso es seguro -sonrió-, pero no se sabe cuándo, nadie puede prevenirse del destino, ni adelantarse hablando sobre las sutilezas de su naturaleza.
– La gente se muere antes de contar.
– La gente se muere siempre antes.
– Excepto los familiares -dije.
No pudo evitar reírse otra vez. Me dijo que la ironía era bella, pero que no era una circunstancia, que aprendiera a usarla. Sin preguntas esperé una explicación, el dedo de la Madame del Kimono señaló la cabeza de un niño que ha sido cortada por la guadaña; la cabeza de largos cabellos está, como la del rey, sin enterrar.
– Es preciso que la fuerza y la inteligencia sobrevivan -me dijo-, la inteligencia divina se halla siempre en estado infantil.
– ¿Esta carta es?…
– Esta carta no puede ser nombrada.
Deme la mano, abuela, por favor, no aguanto más; dice que quiere escribir, que se va a quedar allí hasta que termine, pero va a terminar conmigo, me pide hojas y una lapicera, fíjese, estoy hinchada, perdí la noción del tiempo, es muy doloroso, abuela, traiga a la matrona, dice que la escritura es destino no dicho, ¿usted lo entiende?, que sólo las mujeres sabemos escribir, que los varones describen, nada más; es un monstruo, un dios; háblele usted, abuela, dígale que se deje de pavadas, cuando llegue el Cholito todo va a ser distinto, ¿lo llamó?, no puede ser, abuela, quizá cambió el domicilio; no me diga eso, no puede haberse ido a Europa sin mí; el estómago se me cierra, los pulmones se contraen; si me dice eso me saca el aire; una placenta gigante, abuela, no me cabe en el cuerpo, es un hombre entero, la comadre va a preparar otra vez las ollas, es un demonio, un dolor constante, ¿estoy enferma?, me pide que le cuente lo que pasa afuera, ¿se da cuenta?, le hablo del barrio, le leo el diario; hablo de todo menos del padre, no me diga nada, abuela, no puede ser que se haya ido sin mí; es un suplicio, abuela, ¿cómo podría viajar con esta panza?, ¿cómo?, ¿con la mujer?, él me llevaba igual, abuela, no debí embarazarme; estoy transpirada, es un sudor frío, receloso, me duele la espalda; no debí embarazarme, se cansó de mí, ¿ingratitud?; la placenta, abuela, los líquidos mióticos, la bolsa no se rompe y resiste la hinchazón, ¿qué saldrá de allí?, el Cholito no puede desconfiar, abuela, es suyo, ningún otro semen tocaría en un lugar tan profundo; no haga ruido, no lo despierte, abuela; el otro día me pidió un traje y el libro de Barón Biza, ¿se da cuenta?; no lo despierte, abuela; quiero, puedo, necesito descansar.
El Checho no fue a la reunión de la hermandad pero nadie lo notó, apretaba fuerte en su puño la cadena de alpaca. No tenía muchas ideas, pero esta vez tuvo una, y no quiso desaprovecharla.
La Madame del Kimono no estaba. Se había ido a la Capital. Esperó que Anahí entrara en la cocina para colarse de forma subrepticia en la pieza; curioso, revisó sobre la mesa de los naipes y también debajo de la alfombra de la bailarina mazdea. Al pie de la cama vio la toallita nacarada, estaba turbado, indeciso. Sintió ruidos y se apresuró, ante lo inminente, a esconderse detrás de uno de los cortinados persas.
Miedoso, se asomó apenas, conteniendo la respiración. Anahí estaba ahí, semidesnuda, de pie en la palangana, dispuesta a darse un baño. La pequeñez de la toalla no le permitía taparse íntegramente; o bien se le destapaban los pezones, o bien se le veía parte del vello pubiano; estaba nervioso, temeroso de hacer algún ruido que lo delatara. ¿Podía ser tan hermosa?, no ejecutaba ningún chasquido ni movimiento que llamara a la incitación; estaba allí, con la toalla caída al costado de la palangana, agachándose, mezclando el agua caliente de la pava con el agua fría del jarrito; el agua se deslizaba desde el cuello hacia abajo y el Checho vio cómo se alisaban los vellos pubianos tocados por el líquido. Los rulos se enlaciaron, lo tupido, alisado por el agua, permitía ver mejor la piel y los labios inferiores.
No pudo evitar la erección, creyó que el choque de su pene contra la cortina lo delataría; una verdadera desgracia, más que una desgracia, una vergüenza; se metió la mano en el pantalón y trató de colocar el escroto hacia arriba para engancharlo con el cinturón; trámite doloroso, pero mucho peor era que Anahí descubriera su cuerpo escuálido, su indecencia. Anahí continuó el baño sin percatarse de su presencia; se pasaba el jabón por el vientre y los muslos, se entretenía acariciando un lunar en el vientre. El furtivo espectador escondía la cabeza con vergüenza. Pensó en la virgen. Vio el agua roja, luego incolora y roja otra vez, el color de la tormenta divina, cruzó sus manos y empezó a rezar un padrenuestro. ¿Es el pecado o le habrá bajado?, lo que baja va al infierno, avemaría lo que baja; es la virgen, el agua volvió a su transparencia natural y se hicieron nítidos los montículos del pecho, los pezones son marrones; no, la virgen los tiene dorados, el agua los tiñe de rojo; el cuerpo trigueño coloreado, luminoso, se apoderó de su pensamiento; ¡ay diosito!, flor abierta por el jabón en la entrepierna, no tiene labios, tiene alas, mariposas moradas por el frío, ¿debe alcanzarle la toalla?, tiene pánico, ¿acaso ve todo y finge?, ¿de qué color era el agua? Estiró el cuerpo para mirar mejor espiando por el rabillo del ojo; temía ser percibido, pero la ansiedad era más; ¡ay diosito, mi niñita! Bondad, misericordia, necesidad, ¡ay diosito! Anahí agachada vio detrás del cortinado un zapato que asomaba su indigencia.
– ¡Aaaaaaaah!
– No grites, no grites, por favor, vine a dejarte esto.
Los gritos le perforaban el tímpano. Arrancó la cortina, avanzó con la tela tapándose la cara y extendió una mano con la pulsera de alpaca.
– Vine a traerte esto… no grites…
Era un fantasma. Anahí temblaba paralizada por el miedo, se calló. El Checho acercó la pulsera, pero la niña saltó. Dejó el regalo sobre la mesa; quería salir rápido, tropezó con la palangana, trazando hasta la calle una carrera de choques y vuelcos como en una película muda. Una carrera nerviosa, dolorida.
– No grites.
Fuera de la pieza, envuelta en los cortinados, la sombra de un beduino huía sin poder evitar que en el Irupé se percataran de su presencia; tiró las telas al piso para correr diez cuadras desenfrenadas y alejarse lo más rápido que pudo. ¿Se habrá dado cuenta de quién era?, nunca había sido tan audaz, nunca había tenido el corazón tan agitado, ¿el corazón?, el aire rebotaba en el pecho sin pasar de un lado a otro.
Estoy vivo, pensó. El buraco se había cerrado.
Las pasiones del cielo declinaban entre vivos y muertos según las estrellas. El Irlandés contó que un cuerpo ahogado sólo sube a la superficie si se descompone. La crudeza del invierno demostraba que un accidente allá abajo difícilmente permitiría asomar la cabeza por largo tiempo.
Don Grimaldo escuchó con atención mientras revisaba su cartografía con la vana esperanza de encontrar algún dato que lo orientara. Luego subió al bote y remó, solitario, alejándose de la draga; parecía concentrado en el estudio de la zona, pero lo único que hacía era mirar el reflejo oscurecido de su rostro en el agua. Pasó varias horas alejado de La Pepa: las estrellas, más que una ubicación, eran una certeza, un detallado acontecimiento marítimo, científico, que mostraba su reflejo en las ondas del agua. Removía eras geológicas, ¿cómo se desentrañaría el enigma? La ambición podía convertir la búsqueda en una aventura minúscula. ¿Quién lo puso ahí?, ¿su voluntad?, ¿el azar? Remó hacia la draga pensando en el extraño orden que Dios le asignó a las cosas. El arcón no era invisible, sin duda, pero, ¿sería visible? Arrimó el bote oteando en el cielo algunas de las pasiones declinantes, ¿dónde buscar? Quizás ese puente no era el fin de nada, sino el principio de todo. Debía decidir si subir por el Riachuelo hacia adentro o buscar, resuelto, en el río de la Plata; ir aguas arriba, camino de El Dorado, o hacia abajo, a mar abierto, donde La Pepa, una inocua barcaza, sería una cáscara de nuez como las que alguna vez vinieron por ese mar.
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