Daniel Muxica - El vientre convexo
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El terror, como sistema permanente, conduce a la insurrección general.
1 – Por la huelga general para terminar con las humillaciones y vejaciones.
2 – Por la libertad de los presos gremiales, políticos y militares.
3 – Para que los sindicatos regresen a manos de auténticos trabajadores.
Por todo eso instamos a promover un estado de agitación general que permita llevar a la huelga general revolucionaria que terminará para siempre con la tiranía. Uturuncos (¿?), en algún lugar de La Pampa, mayo, 196(…).
El embajador estaba en el vestíbulo acompañado de Solórzano y le pidió al mayordomo que bajara a buscar al edecán; Ricardo Klement, el hombre que trabajaba en la Mercedes Benz y ampliaría el informe de los oficiales del ejército y la armada adeptos al golpe, tendría que haber llegado con él, pero no fue así; timbreó hasta el cansancio pero la mujer tampoco contestó, escuchó solamente el ladrido quejoso de los doberman como si esos días no los hubieran alimentado. ¿Qué le habría pasado? Se aproximaban los festejos de mayo, los presidentes Nardone del Uruguay, Dorticos de Cuba y el príncipe Bernardo de Holanda estarían en el palco oficial acompañando al Presidente; decidieron entonces levantar la reunión hasta nuevo aviso.
Una vez en el escritorio, se apresuró a comentar que debían ajustar los planes. Los sabotajes urbanos se habían intensificado. Para junio de 1961, según la misma fuente, ocurrieron ciento cuatro incendios de establecimientos fabriles, plantas industriales, vagones ferroviarios, campos de estancieros y buzones con correspondencia oficial, cuatrocientos cuarenta actos vandálicos, como obstrucción de vías férreas, pérdidas intencionales de combustible, derroches de agua corriente, destrucción de medidores eléctricos y de gas, cortes de cables telefónicos, telegráficos, y ataques a miembros de seguridad. La SIDE hablaba para ese momento de mil veintidós colocaciones de bombas, cargas explosivas y petardos, contabilizándose diecisiete muertos y ochenta y siete heridos.
El embajador resolvió comunicarse telefónicamente con la gente de Inteligencia. Algo no estaba funcionando como debía. La información lo dejó pasmado, un "judíos hijos de puta" cerró el informe que venía del otro lado de la línea, pero prefirió, en primera instancia, ocultar ese comentario; no había que levantar la perdiz; les dijo que las cosas se habían complicado un poco, era cuestión de tener paciencia y alertar a la gente del grupo; que lamentablemente no ubicaban a Klement, de seguro cuestiones personales, nada más; ¿en la fábrica?, no, tampoco estaba, pero no había de qué preocuparse, creen que salió de viaje por unos días, alguna urgencia familiar, mejor no molestarlo mucho, dejaremos pasar unos días y nos volveremos a reunir, ¿acá?, no; posiblemente en otro lado, a recaudo de los mirones…
– Farnesio quiere conocerlo -dijo Solórzano.
– ¿Conocerme?
Solórzano se dio cuenta de que no debía esperar respuesta, no había lugar para trepadores y menos en momentos como éste, no le interesaba ningún negocio sobre el Riachuelo y mucho menos con hombres que no provenían de su clase.
Ordenó al edecán que se retirara, lo llamaría a primera hora de la mañana para que fuera ya sabía adónde, debía hacerla venir como fuera, nada de justificativos, estaba cansado de no obtener respuesta; era un hombre viejo, tenía los medios y podía hacer lo que Herodes, por las buenas o por las malas: bien le hacía falta a esa mujer una prueba de su potestad.
– ¿Me puedo retirar, señor? -preguntó el edecán.
Arriba del Káiser Carabela, la radio encendida daba cuenta, en el noticiero de las ocho, que Ben Gurión anunció ante el Knesset que Adolf Eichmann, un ex militar nazi vinculado con la llamada "solución final", estaba bajo arresto en Israel para ser juzgado de conformidad con la ley de 1950 sobre los nazis y sus colaboradores. Agentes de la Mossad que actuaron como voluntarios, ingresados a la Argentina, lo habían secuestrado en un operativo incruento y anunciaron que Eichmann había firmado una declaración de propia voluntad, en la que expresaba "deseo tener paz interior, al fin".
Cambió el dial buscando música, extrajo un sobre con dinero que el embajador le entregó para ella y sacó cincuenta pesos. Los guardó en el bolsillo de su chaqueta impecable, blanca.
A la mañana siguiente la frenada del auto negro asustaría a los chicos que, desprevenidos, jugaban a la pelota en la calle.
El susto de la Anahí fue burla y estuvo en boca de los parroquianos hasta la hora de cerrar. Unos cuantos vasos vacíos en el piletón del almacén eran la muestra acabada de que, tras la orden del Sherí Campillo, los postigos fueron clausurados a desgano.
– ¿Qué leés? -dijo Julia a su marido que hojeaba una revista de historietas.
– "Puño Fuerte" -acotó Eusebio sin dejar la lectura.
Apretaba la revista entre sus manos concentrado en la historieta de Pocho Libertas, en el mismísimo cuadrito en que, sin despeinarse, le encaja un cross en la mandíbula al villano y aclara, en lenguaje neutro, que se trata de un trompis patriótico, un golpe de puño más allá de la acrobática caída del maldito, un juicio moral, una trompada ecuménica que la libertad toda le pega a una rata de albañal.
Golpearon en la persiana. El Sherí Campillo entró al bar acompañado por los Sosa. No buscaba al Checho, sino al otro; los reos pobres vuelven a sus lugares habituales. Eusebio y Julia disimulaban restándole importancia a la visita; el Sherí explicó que se trataba de una requisa, una rutina cuando se buscaba a alguien peligroso; las pericias confirmaron que ese rotoso quemó la barraca y no había juez, ni arte ni parte, para oponerse a que la justicia se cumpliera.
La cara de Eusebio se tensó, trataba de ganar tiempo e invitó al Sherí y a los Sosa con unos vasitos de vino.
– El horno no está para bollos -dijo el Sherí apretando el vaso de ginebra entre sus dedos con una fuerza inusitada-, además ellos no beben cuando están de servicio.
Los policías pasaron al otro lado del mostrador y se dirigieron, acompañados por Julia, a la cocina.
– ¿Anda armado? -preguntó uno de los Sosa.
– ¿Armado?
– Se dice que hace tantas cosas que…
Intimados a buscar al mismísimo demonio, la cara de los Sosa era un muestrario del miedo.
– Acompáñelos al fondo -exigió el Sherí Campillo a Julia.
Salió hablando en voz alta. La sombra, prevenida, esperaba el resguardo entre bolsas de harina. Una arpillera tapaba todo sin resquicios. Los Sosa avanzaron lentamente en la penumbra con una linterna de poca intensidad. Se hablaban entre sí para darse valor.
– ¿Qué hay allí? -le preguntó uno de ellos a Julia.
– El gallinero y el palomar.
La linterna apuntó sobre animales durmiendo o callados por el encandilamiento.
– Decí la verdad, dónde se esconde.
– Acá no escondemos a nadie.
– Hablá, el Sherí se va a poner quisquilloso.
Las voces eran a medias, respetando la noche; el más grandote la tomó por un brazo y le dijo que cantara, que se iba a arrepentir, que iban a ir todos a parar a la cárcel, que ese negro de mierda les dio vuelta la cabeza; la presión de los dedos amorataba la piel, las marcas serían más si continuaban con el encubrimiento.
Casi no avanzaron, los Sosa posaron sus miradas en un gato que hacía equilibrio en el filo de la pared.
– ¿Y allá?
– Un galpón.
– ¿Qué hay adentro?
– Cajones de cerveza, soda, sidra… bolsas de harina.
– Abrí la puerta -dijo uno.
– Prendé la luz -dijo el otro.
– No hay lamparita.
– Está bien, dejá.
Ninguno de los dos se animó a entrar; la linterna recorrió presurosa el interior: cajones, bolsas llenas, bolsas vacías, una cortadora de césped desarmada, una heladera de hielo, trastos; los perros de Eusebio comenzaron a aullar y todos sabían que el aullido prenunciaba la muerte de alguien en la vecindad. Fábula o atavismo, los uniformados retrocedieron. Ya dentro del almacén, el Sherí comprobó la palidez de sus hombres.
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