Daniel Muxica - El vientre convexo

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Un pequeño grupo peronista – los uturuncos – es el punto de partida real de la novela de Daniel Muxica, narrador y poeta argentino. El punto de partida y también el núcleo de la acción. Al funcionar como un ensayo de montoneros en una época de tolerancia cero, este "experimento nacional" proporciona ya algunas de las claves de lo que será el esplendor montonero de los tempranos setenta.

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La incertidumbre no es de ahora. Me siento extirpado. Una determinación íntima me decidió a volver por el camino menos racional. Sólo cuento con una anatomía inventada, no tengo datos ni registros corporales. Tengo un nombre: Esther; pero cada vez que lo mencioné, la Madame ni se inmutó. Hay momentos en que ni siento, ni oigo, ni veo nada de lo que ella dice en esas cartas; me cuesta mucho aceptar la lógica que utiliza para hablar, aunque la suavidad de su voz me da confianza, hay en ella algo de leyenda piadosa.

¿Me encontraba en el lugar apropiado? Este mundo, desconocido, se me hacía familiar. Intenté describirlo por asociaciones, un rompecabezas en el que la única pieza era yo. ¿Se trataba de una historia más, de una astilla inmaterial en el corazón?, ¿cuántas preguntas me harían temblar por goce o por angustia? Era difícil conjurar la inseguridad del espíritu. La ausencia de Esther me llevaría, como necesidad, del otro lado del viejo puente; se trataba de percepciones, evoqué una imagen única que, sin embargo, no alcanzó. Los recuerdos ya no tenían registro.

Hay un inmenso cuadro muerto. Mi cuerpo está vestido con suntuoso atavío, detrás se ve una pequeña playa, en ella hay un montículo de modernos desperdicios que me sustraen, lejano, a la tumba de un niño.

La carta recién tirada era la sombra de una nave. La mezcla de los olores me marea, el incienso y el tabaco producían un efecto desagradable, el aire no pasaba por las fosas nasales, abrí la boca con dificultad, un viento oloroso apenas acarició la superficie de la lengua, la respiración se hizo entrecortada. Estaba nervioso y ella se dio cuenta. Sobre el tapiz bordó de la mesa se seguían desplegando los naipes: El Loco, El Diablo, El Sumo Sacerdote. La Madame del Kimono se humedeció el dedo mayor con la punta de la lengua, para facilitar el deslizamiento de las cartas; descubría, no sin intriga, otro arcano mayor que acomodó prolijamente ante mis ojos.

– Es La Luna, ¿ves?

La Magna Mater se concretaba como una realidad física. Era la Madre de todos, la de muchos pechos, donante de lluvia. El diluvio era su obra porque ella era la inundación. Diosa del amor sexual, no del matrimonio, ningún macho gobernó su conducta. Recordé a María la egipcia, la que, en su afán de negar con su peregrinaje a Tierra Santa, obtuvo el pasaje ofreciéndose como prostituta a los marineros del barco con rumbo a esa costa. Era Afrodita brillante y Hecate menguando.

– Esta luna está marcada por la oscuridad del eclipse, tenés mucha oscuridad anímica porque todo lo que buscás está lejos. Tu carta dice que tenés mucha confusión en la cabeza. ¿Ves el color azul?, es una invención puramente psíquica.

– Mi madre vive acá.

– En caso de conversaciones, mentiras -dijo la Madame del Kimono bajando los ojos.

En ella hay un gesto incipiente; las cosas, devueltas del puro espacio, vuelven a su origen.

– Tu voluntad debe intentar más vínculos, éstos no alcanzan; el error es interpretar las fuerzas invisibles que rigen el cosmos visible, eso es lo que más te debilita y más te confunde. En esta carta, La Luna, están todas las recreaciones imaginativas del hombre; la Tierra está aquí rodeada de lo que conviene a su tarea; en esta carta está el flujo y el reflujo de tus pasiones, tiene en su dibujo lágrimas cayendo al suelo. ¿Estás seguro de que deseas encontrar a alguien?, algo detiene tu pregunta, yo que vos abandonaría la búsqueda.

Perdí la cuenta de las veces que estuve en lo de la Madame del Kimono. Todos los sueños parecen concebirse en la oscuridad, bajo la influencia de las agitaciones del alma, el instinto es la causa del espejismo, hay un sentido elemental que se pronuncia en el mismo momento en que la carta cae sobre la mesa. La carta abandona el silencio cuando presiona el aire en su caída, el tapiz es un césped suave para la carta que se anuncia; la Madame del Kimono tiene una sonrisa despojada, liviana, una sonrisa que vuela por sobre el precipicio.

– Un astro puro a tus trabajos sobrevive -me dice con una voz desconocida-, vas a escribir algo sucio como el Riachuelo, vas a escribir algo sobre mí.

Sonríe. No es fácil escribir sobre estas aguas tan desprestigiadas, concentrarse transido por el olor rancio de esta orilla estancada. La carta no habla por boca de la Madame, hay una voz antigua siempre anterior.

– ¿Madre?

– Hay que sustituir un corazón muy pero muy viejo para pensar como un niño -dijo La Luna.

Las Pipinas, invierno de 1962

Estimado profesor:

Estamos dejando la bahía de Samborombón. El Irlandés es un tipo de hierro. Cargamos provisiones y en el almacén de ramos generales encontré un compatriota, el doctor Klüpfel, que se presentó como editor y después de contarle nuestra peripecia me pidió publicar el diario de navegación que estoy escribiendo. Un hombre culto, por demás interesante, que tiene sus contactos en Stuttgart y cuenta, según dijo, con dos excelentes traductores, un tal Johannes Mondschein y otro Valentín Langmantel; pensé que siendo usted tan leído quizá supiera algo de ellos.

Lo cierto es que llegamos aquí en catorce días pertrechados de los bastimentos necesarios y con el espíritu templado después de una tormenta que puso a La Pepa al borde del colapso. Nos da miedo pisar la costa, el Irlandés se peleó con unos estibadores y lo andan buscando. Esta noche, aunque no lo crea, un disparo de escopeta alcanzó el depósito de barro de la popa y otro la mesana que, por si no lo sabe, es el último mástil que se halla en popa. Nosotros en proa, agachados y puestos a resguardo, comenzamos el alejamiento vigilando una pequeña barquilla que parecía transportar un piquete de esos hombres. Falsa alarma. Así que de madrugada, una vez reparados los daños de la nave, zarpamos rápidamente, tratando de alejarnos.

Nos alejamos dos o tres leguas del camino por un fuerte ventarrón y casi volvemos al mismo puerto. Con mar calmo y tranquilidad sobre cubierta nos aprestamos a viajar hacia la Península Valdés, estimando detenernos en puntos específicos para ejecutar el removimiento con las anclas y las bajadas de mi compañero. En nuestro recorrido debemos dar con una isla habitada solamente por pájaros. Los primeros días de navegación nos permiten ver unos peces voladores y algunas toninas, así como peces de menor envergadura que nos sirvieron de alimento gracias a mi ballesta. ¿Nunca pescó con ballesta? No somos los únicos en navegar estas aguas, pero sin dudas somos los únicos en llevar adelante una búsqueda en la que, por otra parte, nadie cree.

En este tiempo a quien más extrañé fue a la Tetona, la soledad me trajo pensamientos lujuriosos y cierto pudor, por la presencia del Irlandés, no me ha permitido masturbarme. El alcohol y los naipes son la mayor diversión.

Entrada la noche, la brisa y las estrellas titilantes hacen el resto. Hay momentos en que el silencio es tan profundo que da miedo, cierto atavismo infantil, si se quiere, pero ese silencio es una purga del alma y uno teme, entonces sí, como Checho, que el corazón se le pierda en la inmensidad.

Más allá del pudor, es muy bueno contar con el Irlandés. Terminó siendo un hombre bonachón y de convicciones tan fuertes como las mías. Hoy resulta un día plácido. A las flechas de la ballesta les atamos una cuerda que permite recuperarlas, así que aquello que sólo era un acto de necesidad ahora también es un entretenimiento. Me gustaría lanzar una flecha desde aquí hasta la Tetona y traerla, como una inmensa sardina, hasta el camarote. No se asuste, profesor, es sólo calentura. Así que mejor que acertar en el corazón, sería ensartarla en otra parte del cuerpo. Creo que usted tanto como yo se preguntará si La Pepa va a soportar este viaje. En estos momentos el Irlandés está asando en cubierta un pescado que desconozco. Aquí las cuestiones del conocimiento se vuelven básicas, aquello que sirve para la supervivencia es el objetivo, así que poco estimamos los gustos y sabores. En un pedazo de quebracho, el Irlandés comenzó a tallar el mascarón de proa, un as de oro. Aunque en poco se parece a aquel que se ve en las cartas españolas, es muy bonito. Cualquier tarea nos ayuda a soportar el ostracismo.

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