Daniel Muxica - El vientre convexo

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Un pequeño grupo peronista – los uturuncos – es el punto de partida real de la novela de Daniel Muxica, narrador y poeta argentino. El punto de partida y también el núcleo de la acción. Al funcionar como un ensayo de montoneros en una época de tolerancia cero, este "experimento nacional" proporciona ya algunas de las claves de lo que será el esplendor montonero de los tempranos setenta.

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Un abrazo enorme, esperando noticias suyas,

Grimaldo Schmidl

PD: El Irlandés tiene ideas medio locas. Ayer, sin ir más lejos, me dijo que si no encontrábamos el botín, podíamos aprovechar La Pepa y dedicarnos a la piratería.

CUARTA PARTE

Si el caballo piensa, no hay equitación.

EZEQUIEL MARTÍNEZ ESTRADA

XIX

Si hemos utilizado la violencia, ella no ha sido utilizada en forma indiscriminada, ni con la intención de causar víctimas, pues ninguno de nosotros es un criminal morboso, sino que todos somos combatientes políticos. Si hemos empleado la fuerza, ha sido por los durísimos y crueles términos en que estaba planteada la lucha después de tantos años de persecución y proscripción. Nosotros no hemos creado este clima sino que actuamos en un ambiente ya cargado intensamente por los odios y las violencias que todos los sectores del país han usado a su turno. Muchos compañeros han sufrido físicamente esa violencia secuestrados por "personas desconocidas". Parece que todos hubiéramos olvidado peligrosamente aquel llamado de Martín Fierro a la unidad nacional.

Amamos nuestra tierra en la majestad y en el silencio de sus montañas, en el rumor pujante de sus ríos, en la vastedad de sus fecundas pampas, en la magnificencia de su cielo, bandera inmensa de la patria con la cruz del sur, bandera argentina de la noche. Amamos nuestra tierra en el corazón puro y sincero de sus muchedumbres nativas, de sus gentes humildes a las que queremos ver para siempre libres de la injusticia, de la explotación y la miseria. Amamos tanto a nuestra tierra Argentina como para haberle ofrendado el duro y hermoso sacrificio de nuestra juventud, de toda nuestra capacidad y esfuerzo puestos al servicio de la noble idea de verla un día socialmente justa, económicamente libre y políticamente soberana. Uturuncos, en algún lugar de Valentín Alsina, 1963.

Pasadas las once de la noche, Eusebio corrió la cortina de cañamazo, luego de observar hacia afuera si el almacén continuaba vigilado.

– Decile a Gauderio que puede salir.

Julia fue como otras tantas veces al fondo, pegó tres chistidos delante de la puerta del galpón, un aire de seseos entrecortados y puntuales que establecían lo que Serrao llamaba un morse autóctono que según los nervios se ubicaba entre la lechuza y el pato sirirí.

Gauderio salió compungido.

– Eusebio está cerrando, podés venir.

Así me enteré de que se había establecido una red de casas seguras para desarrollar la resistencia. Se las llamaba las casas de las "tías" o los "tíos", viviendas de viejas y viejos militantes que se jugaban en los momentos difíciles. Se mencionaba con reconocimiento a la tía Segunda, el tío Federico, la tía Yarará, también una vieja viuda y su hija que les daban refugio. Ahora era el turno del tío Eusebio.

Eran días para vivir a salto de mata, en la clandestinidad y con la policía en los talones. Tener tras de sí a un hombre como Campillo no era moco de pavo.

La Roña, el profesor Serrao, Zarza y yo hablamos bajo, con miedo, y en este caso, deslizó el boticario, tener miedo era responsable.

– Qué les dije -intentó entusiasmarnos Gauderio-, ya están aquí; algunos compañeros los vieron por Luján, por Chascomús y mucho más cerca.

– ¿Estás seguro? -pregunté.

– Tengo ganas de comerme una vaca entera.

Los Uturuncos estaban allí. ¿Quién podía negarlo? La palabra de Gauderio empezó a inundar el salón y las mesas se ensanchaban de manera exorbitante, las banquetas de caña perdían su rastro de desvencijado y se convertían en estilizadas thonet y dos sillones Luis XV con gobelinos de época.

– El sillón de Rivadavia, ¡que aparezca el sillón de Rivadavia! -repitió alegremente Serrao, mientras la luz rebotaba sobre filos de distintos colores en las facetas esmeriladas y pulidas de su copa de cristal de Baccarat.

– Ésta no es una fiesta proletaria, Gauderio -dijo Zarza.

– Ésta es la fiesta del derecho -contestó Gauderio.

– Para un pragmático como el boticario, proletario es solamente aquello que conocemos. La fantasía es burguesa -ironizó el profesor Serrao.

El jolgorio continuó sobre las mesas. Pimientos verdes rellenos de queso, tintos varietales cosecha 52 y carne de exportación; un Shorthorn, campeón 1962 en la Sociedad Rural, estaba allí, en el fondo, asándose a la vieja usanza con carbones y maderas en el lugar de las vísceras; el hambre hacía que el movimiento de la vajilla fuese más rápido, Eusebio pasaba una fuente de porcelana de Sèvres con costillas, mientras la Roña ponía en la mesa un blanco friulano digno de apagar cualquier incendio, que acababa con la mitología de las solteras, preparando el paladar para un humeante plato de papas a la crema bien salpimentadas. La Tetona recibía un plato de carne blanca, adornado por plumones de ñandú, ralladura de zanahoria y remolacha; se lo pasaba a Zarza, no sin antes devolverle una mirada llena de picardía.

Nadie quería cambiar la charla. Los Uturuncos eran los proveedores de toda esa parafernalia gastronómica de rebordes orgiásticos; mollejas asadas al vino blanco, riñoncitos a la provenzal, papa hervida mezclada con huevo duro y perejil y una exquisita entraña ante la que Eusebio se relamía. No todos los olores resultaban conocidos, pero había un aire familiar a metal ácido en el caramelo que rodeaba los flanes, las frutillas, las natillas y el arroz con leche, que se acompañaba con una cucharada o dos de canela; las narices ensancharon sus fosas en cada aspiración, la mirra y el orégano se rehogaban en las baldosas y un cimbreo en la brea de las junturas daba comienzo al baile.

– Señores, ¡el maricón nacional! -gritó Serrao, haciendo de bastonero.

Un gaucho, dos gauchos, tres, cuatro, mil, cien mil Uturuncos de florido chiripá; todos comenzaron a bailar; del techo colgaban caireles, en las paredes, desde fotos sepia los héroes de la Patagonia y la Semana Trágica sonreían, mientras Gauderio escribía en la pared: "Los infinitamente muertos, ellos hicieron nacer un símbolo". ¿De dónde había sacado esa frase? Serrao me hizo reconocer a Rilke. Las mesas se agrandaron, las ventanas ensanchaban cualquier horizonte; cada uno de los comensales elegía su ropaje, había una gama fantástica de trajes; Zarza se vistió de torero, la Roña de princesa turca, la Tetona con un pantalón pescador y una polera de banlon ajustada. Zarandearon la danza riendo de las órdenes del bastonero. Julia se abanicaba tapando y destapando el resplandor de una luna más llena y más húmeda que nunca. ¿Se viene la lluvia?, preguntó Julia. No importa, habrá capotes, le contesté. Las mujeres eran ninfas y los repasadores banderines celestes y blancos agitándose espumosos en la suspensión del éter. Eusebio escupió la dentadura postiza en un grito.

Llegó el brindis, el cristal de las copas era una marea de campanas. Me acerqué a chocar con Gauderio, estaba emocionado.

– Por vos.

– No, por los Uturuncos -replicó-. Por la patria.

Sus ojos siguieron el recorrido de la escarapela que se desprendió de mi camisa y cayó al piso.

– ¿Se vuelve? -me preguntó.

– No sé.

El futuro está en directa correspondencia con las posibilidades de presencia, las que seguramente modificaré. El futuro contiene la eventualidad, ella es autónoma; el porvenir del que me habló Gauderio me sonaba en cierto modo indiferente, externo, una nada donde se volvía temporal lo trascendente.

– Tenés que irte ahora -le dijo Serrao a Gauderio-, tenés que irte ya, aprovechá el barullo…

Cerca de las seis de la mañana, entre los vahos y el cansancio, Eusebio notó que Gauderio ya no estaba.

– Se fue -me dijo Serrao, como único comentario.

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