Daniel Muxica - El vientre convexo

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Un pequeño grupo peronista – los uturuncos – es el punto de partida real de la novela de Daniel Muxica, narrador y poeta argentino. El punto de partida y también el núcleo de la acción. Al funcionar como un ensayo de montoneros en una época de tolerancia cero, este "experimento nacional" proporciona ya algunas de las claves de lo que será el esplendor montonero de los tempranos setenta.

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– ¿Revisaron bien?

– Sí -dijeron al unísono.

– ¿Y…?

– Nada.

Pálidas, las caras de la ley suplicaban que no las hiciera volver. El Sherí comprendió que el honor de la fuerza estaba en juego. Era un papelón que alguno se cagara encima y él tampoco estaba dispuesto a correr ningún riesgo. En todo caso volverían de mañana con refuerzos; despejada la oscuridad, las cosas iban a ser distintas.

Durante la requisa Eusebio continuó leyendo la historieta de "Puño Fuerte", otra vez Pocho Libertas, el muchachito, golpeaba la cara del villano y escapaba con la joven heroína en el jeep que robó a los malhechores. El Sherí Campillo dejó en la puerta a uno de los policías como imaginaria. Cada uno, a su modo, vivía la ilusión del justiciero.

– ¿Se convirtió en gato? -le preguntó uno de los Sosa al otro.

– No. En lobizón.

En unos y otros el miedo seguía haciendo de las suyas.

XVII

La charla era por demás amena, una reunión reposada a la sombra de una glicina entrada en años con una mesa extendida debajo y la clásica parrilla que enfrentaba a una conejera de alambre; Zarza intentó explicarnos, a la Tetona, al profesor Serrao y a mí, los beneficios de la muña muña, mezclando el olor de la hierba con historias de la Guerra Civil Española. Pese al anecdotario del ejército del Ebro, estábamos invitados a un asado argentino con carne de exportación. El convite era de Gauderio. Zarza trajo de la botica una botella de agua D'Alibour que se convirtió en aguardiente; un alcohol tan exquisito que el profesor recobró entusiasmado el relato de sus últimas investigaciones sobre la batalla del Saucecito: ciento veintinueve hombres en el bando de Montes de Oca y apenas sesenta y ocho en el de Estanislao López, ¿se dan cuenta?, pero este último sabía que los montados decidían el combate; a las nueve de la mañana estaban los santafecinos formados encima de sus matungos cuando el invasor se dio cuenta de lo que sucedía con su caballería. Nada. Ni un pingo en pie. Papeles de esa hora cuentan que Montes de Oca, perseguido por lo que llamaba una injusticia doméstica, lanzó todo tipo de improperios al cielo, creyendo que éste le negaba la suerte. El vértigo del combate, en la exaltación del profesor, hizo que todos nos sintiéramos partícipes de la epopeya, como él la llamaba; el que no era ayudante de campo era soldado heroico o simple envenenador de pastos. Sólo la Te tona eligió la enfermería; piadosa con la descripción pensó, maternal, en apoyar la cabeza del coronel vencido entre sus pechos.

– El cielo no tuvo la culpa. No había culpables, se trataba de talento -finalizó Serrao.

– Y azar… -dije.

– ¡¿Azar?! -se enojó Zarza-, eso déjelo para su novelita.

– Lo que digo -amplió Serrao- es que había un pragmático de la guerra convencional y un hombre ingenioso que lo enfrentaba.

– Usted aprovecha cualquier oportunidad para atacarme, profesor.

– López soñó con su batalla. Montes de Oca la teorizaba.

El boticario y el profesor entraron de lleno en su discusión; la Tetona sin soñar, callada, esperaba que alguno la invitara a dormir la siesta; Gauderio se apartó conmigo para contemplar el tramado caprichoso de las glicinas. Necesitaba convencerme de que me llevara fuera del país el material denunciando los excesos de las Fuerzas Armadas; es imprescindible, dijo. Acepté de buena gana. No entendía por qué el profesor alimentaba el sueño de una batalla pasada, cuando la lucha era hoy; tampoco comprendía por qué el boticario, un hombre que se decía materialista dialéctico y a mucha honra, llamaba a sus apariciones "sobrantes de la materia" y a su mezcla de laboratorio "oro científico".

El mayordomo le abrió la puerta por séptima vez.

– Dígale al señor que la traje.

Todos los paseos hechos con el edecán camino a la Capital le resultaron tormentosos, obtenía respuestas pésimas; ¿por qué tanta desconfianza?, ¿la va a atender? Debía esperar, el embajador estaba reunido discutiendo cosas importantes.

El mayordomo le ofreció un té, ella declinó la invitación con una sonrisa un tanto desvanecida. El edecán golpeó la puerta del escritorio y esperó que llegara el permiso. Cuando se abrió, escuchó la voz del Cholito que dominaba la conversación: no alcanza con retirar al embajador, necesitamos algo más contundente, esto es un atropello, señor ministro, no se puede dar una solución tan abrupta y tan estúpida; Rossene se reunió con Taboada, es cierto, pero se debían más explicaciones, que se las pida el mequetrefe que tenemos como Presidente, no pueden avasallarnos así nomás, no es posible que el Estado argentino dé por terminado tan fácilmente el entredicho; las Naciones Unidas aprobarán un rápido arreglo, pero el incidente daña seriamente la soberanía nacional.

– La Madame lo espera, señor.

– ¿Le entregó el sobre?

– Sí, señor.

– Pregúntele si acepta mi última oferta -inquirió, pidiendo disculpas a los caballeros por la interrupción.

– La Madame insiste en que no quiere dinero, señor.

– ¿Y qué quiere?

– Legitimidad.

– ¿Legitimidad?

– Eso dice. Insiste en verlo.

Legitimidad le sonó a herencia. No era el momento de ventilar nada, trataba temas importantes para los designios del país, no podía distraerse en cuestiones familiares y mucho menos con una vieja caprichosa que le negaba, sistemática, toda información.

– La recibiré únicamente cuando acepte el trato.

– Se lo diré.

– Puede retirarse.

Al retirarse el edecán llamó al mayordomo para pedirle una ronda de café. En la conversación se siguió pergeñando cuáles eran las "reparaciones adecuadas".

La Madame escuchó, no ya en la voz que venía del escritorio, una propuesta de dinero. Creyó estar frente a Salmuera. En voz baja, angustiada, le dijo al edecán que lo suyo no era vender.

"Cuando uno dice la verdad anda vestido con su mortaja", se dijo, sin recordar si el dicho era de origen ucraniano o qué. De madrugada, enfundado en un gabán negro, don Grimaldo le pidió a Ramón que lo ayudara a cargar provisiones para la embarcación. Dos bolsas de harina, treinta paquetes de arroz y otros tantos de fideos y porotos, cuarenta latas de corned beef, diez de leche condensada, dos bolsas de papas, ocho kilos de café, doce kilos de azúcar, gran cantidad de chocolate, nueve panes de jabón y cincuenta botellas de grapa. ¿Para qué tanta comida? Pese al desconcierto el marinero cumplió la orden, mientras él repasaba un botiquín. Ramón aseguró las provisiones con cuerdas, la suspensión del Rastrojero se bajaba debido al peso.

Uno de los problemas clave en la predicción de los vientos consiste en averiguar en qué sitios se producen los ascensos de aire húmedo que dan lugar a la formación de nubes; tanto las cartas de superficie como las de altura permiten a la tripulación conocer anticipadamente, con suficiente antelación, si la nubosidad se intensifica o se disipa, continuó don Grimaldo, cambiando el sentimiento animista que lo llevó a esta excursión por un lenguaje de marino experto. Si el viaje iba a ser largo, el lenguaje profesional mantendría a los subordinados tranquilos y confiados. La suya debía ser la voz del capitán, no la del aventurero.

– El tiempo está a favor -recalcó-, los dioses están a favor, la subsidencia en la atmósfera…

Ramón refregó sus manos amarillentas y algo velludas a modo de amasijo.

– El tiempo no va a llenar mi petaca -repuso el Irlandés.

– El tiempo va a llenar tus bolsillos y tu bodega -respondió de mala manera don Grimaldo, sextante en mano, alisando sobre la mesa del camarote un papel dibujado que intentaba ser un mapa.

Se trataba de navegación costera, por ahora bastaba con medir el ángulo relativo; la marcación era de las más usuales en líneas de posición costera; líneas de conjunción astronómica, rectas al sol, permitían a los navegantes determinar el único punto notable. Don Grimaldo decía haberlas encontrado.

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