Daniel Muxica - El vientre convexo

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Un pequeño grupo peronista – los uturuncos – es el punto de partida real de la novela de Daniel Muxica, narrador y poeta argentino. El punto de partida y también el núcleo de la acción. Al funcionar como un ensayo de montoneros en una época de tolerancia cero, este "experimento nacional" proporciona ya algunas de las claves de lo que será el esplendor montonero de los tempranos setenta.

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– Pasó con Silvina -respondió Germano.

Hablaban entrecortados por la música. En una pequeña tarima alfombrada contra la pared rugosa en la que rebotaban dos focos rojos, la Yoli ejecutaba su striptease, serpenteando la lengua entre las tetas sostenidas en sus manos, se ponía bizca simulando un éxtasis tan fingido como improbable; abría y cerraba alternativamente las piernas; de espaldas, agachada, separaba con sus dedos, leves, las nalgas. El barman manejaba las luces desde la barra con direccionalidad genital; desde las sombras del salón las voces del público eran soeces, escatológicas. La Yoli bajó semidesnuda; buscaba la puerta del baño de mujeres. Otra de las chicas, en su lugar, repetía las contorsiones y los mohines; el único cambio, con suerte, era la ropa. Vestida, otra vez en el salón, la Yoli acudía a los llamados de los clientes.

– Cuánto cobrás una "francesa" -preguntó Saldívar, deteniéndola por el brazo.

– ¿Grupal? -contestó con una sonrisa, señalando a todos los de la mesa.

Se rieron de la ocurrencia, la Yoli siguió su camino y se chocó con el Pardo, a quien nada le despertaba interés y además estaba allí convocado para un trabajo.

El incendio de la barraca no era el primer atentado piromaníaco: en la zona de Alta Gracia, Córdoba, se había atentado contra la empresa extranjera Shell-Mex y ardieron tres millones de litros de nafta y cuatrocientos mil litros de gasoil, en Mar del Plata habían incendiado en forma intencional la planta de almacenaje de la dirección de Gas del Estado, destruyendo mil cuatrocientos tubos de gas.

– Hablan de prepotencia policial, ¿se da cuenta, Solórzano? -dijo el Sherí Campillo.

– Poco importa eso ahora, comisario. Hay que pensar en grande. La presencia del príncipe de Edimburgo -comentó Solórzano- es lo único que retrasa el derrocamiento de Frondizi. Me acaban de informar que se alzó Toranzo Montero, lo que hace que esta situación sea irreversible. Una vez consolidado el éxito de nuestra gente…

– El dueño de la barraca está dispuesto a colaborar con la hermandad -aclaró Farnesio sin que mediara entusiasmo por parte del invitado.

La explicación de Solórzano los retrotrajo a las elecciones de marzo, bautizadas como catástrofe para el oficialismo; completó el cuadro con una serie de estadísticas sobre votos, cantidades nominales de diputados y gobernadores que se habrían hecho cargo del país si las fuerzas armadas, noblemente sacrificadas en aras de la nación, no pactan este justo derrocamiento. ¿Cómo seguir actuando? Cada uno recibirá sus órdenes en el momento oportuno.

Farnesio hizo una seña y el Pardo se sumó a la reunión.

– ¿Qué vamos a hacer con Grimaldo? -preguntó, pecando de ingenuidad.

– Escribano, ¡¿usted en realidad piensa que esos cofres existen?! -espetó Solórzano riendo.

– ¿Y Gauderio? -saltó Saldívar, metiéndose el dedo meñique en el oído tratando de ampliar su campo auditivo.

– Nuestro informante -interrumpió el Sherí Campillo- dice que lo vio repartiendo volantes con otro tetas nuar cerca de la barraca, iban en un DKW. Uno de los Sosa quiso detenerlos pero salieron disparados.

– ¿En un DKW? Pero de dónde va a sacar plata para un auto ese muerto de hambre -interrumpió Farnesio-, sus milicos están sugestionados, comisario, no tiene un cobre partido por la mitad; si todo eso fuera verdad, los Uturuncos ya habrían recibido armas soviéticas y estarían a las puertas de la Capital.

El Salmuera se acercó a la mesa interrumpiendo la conversación, los invitó a pasar con cualquiera de sus pupilas, ¿Silvina?, ¿ la Yoli?, ¿Elvira?; Solórzano declinó la invitación sin amabilidad y le pidió al Pardo que lo acompañara; Farnesio y el Sherí Campillo -decidido a entender el ofrecimiento como una "contribución voluntaria" con las fuerzas de seguridad, por demás legal- se internaron juntos en uno de los cuartos y permanecieron acostados, con los ojos abiertos. Una humedad muy suave entre las piernas delataba la presencia de dos anguilas, la succión era perfecta; Farnesio miró al Sherí buscando una explicación más convincente sobre su situación personal, pero el comisario, con los ojos cerrados, se concentraba en otra cosa; pensó entonces en Gauderio con todo el desprecio que le era posible y una flaccidez no deseada comenzó a preocupar a la pupila que lo atendía.

– ¿Un auto? -murmuró Farnesio, pensando en su Káiser Carabela.

– No se extrañe, Farnesio, vaya a saber uno; pero dicen que ese negro hace cada cosa con las palabras que…

Después de hablar con Solórzano, el Pardo caminó solo hasta su casa recordando las plumas que el disparo hizo brillar, una explosión que le cegó el sol, una luz impune de colores terracota y negro flotando sin lugar fijo.

El frío alejó a los bichos. A puertas cerradas, el olor de la fritanga, reconcentrado, impregnaba el ambiente. Lutero tenía un mal día. Con el gorro calado hasta las orejas, se disponía a envolver la bufanda escocesa un tanto sucia alrededor del cuello cuando Gauderio lo invitó a compartir la cena.

– Acá tiene -dijo, estirándole un vaso de vino.

Lutero era el mote que le puso Serrao, por ser hijo natural del sacerdote, pero también lo llamaba "el hijo laico"; decía que el muchacho tenía el rostro por demás pálido y una expresión de rencor teológico, un conjuro de amenazas que parecía formar parte del plan universal de Dios, aunque la necedad no lo eximía ni de sus miedos ni de sus excesos.

– Quédese -invitó Gauderio.

El incentivo no le sacó sonrisa, pero ponderó con un gesto el sabor seco del tinto que le supo igual al chasquido de lengua de Anahí.

– La pobreza y el frío no se llevan bien -dijo Gauderio.

– La pobreza no se lleva bien con nada -respondió el Lutero.

Gauderio extendió el convite para la cena y con el desconcierto de la Tetona, la Rupe y el Vasco, le pidió a Julia que preparara la mesa y trajera los platos.

– Me tengo que ir.

– Quédese, hombre -insistió Gauderio sin levantar la mirada.

– Quédate -repitió Eusebio, mientras su mujer extendía un elegantísimo mantel de abopohí blanco con bordados en el mismo tono sobre tres mesas.

Lutero miraba desconcertado, ¿de dónde habían salido esas cosas? En el centro, un pavo grande descansaba sobre una bandeja de plata en cuyo lecho se desflecaban papeles celestes y blancos, decorando con apios, rodajas de ananás, sólidos rectángulos de queso y dados de manzana, la carne blanca.

– Cuando habla de los Uturuncos no repara en gastos -ofició irónico Serrao.

En el extremo, un enorme jamón desgrasado, condimentado con especias de Esmirna y adornado con soberbias ramitas de perejil, se oponía a otras tres bandejas, una con gelatina amarilla, otra con jalea de ciruela y una honda, desbordando mazamorra, con la que la Tetona manchó su pechera. Gauderio ocupó la cabecera sin vacilar, hundió el tenedor trinchando con fiereza en la carne blanca; habló con pericia: "Ya llegará nuestro día", dijo.

Nada le gustaba más que estar en la cabecera de una buena charla con una mesa bien abastecida. ¿Ala o pechuga? Dos antiguas licoreras de cristal, una con jerez y otra con oporto, esperaban el momento de ser vaciadas. Varios litros de cerveza negra y una botella de Extravis, un aguardiente catamarqueño de punzante y delicado sabor, hicieron de las suyas entre los comensales.

El Lutero, preocupado por la milagrería, temía que le pasara como a Saldívar y el murmullo lo tentara a no sabía qué cosas. El profesor le dijo que en ese caso había que hacer como Ulises y atarse a la pata de la mesa.

– ¿Como quién? -preguntó la Tetona comiendo mousse de limón.

Lutero, borracho, con ojos de conejo encandilado, acodándose en la mesa, acusó a Gauderio de paganismo, desafiándolo a que dijera la palabra "blanco" e, ipso facto, cambiara de color.

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