Daniel Muxica - El vientre convexo

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El vientre convexo: краткое содержание, описание и аннотация

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Un pequeño grupo peronista – los uturuncos – es el punto de partida real de la novela de Daniel Muxica, narrador y poeta argentino. El punto de partida y también el núcleo de la acción. Al funcionar como un ensayo de montoneros en una época de tolerancia cero, este "experimento nacional" proporciona ya algunas de las claves de lo que será el esplendor montonero de los tempranos setenta.

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Sonreí ante la forma peyorativa que le daba su humanismo a la abstracción matemática.

Intercambiamos fuego.

– ¿Le gusta la ópera?, allí nada es provisorio, en esos espectáculos nada es mortal, la monumentalidad mantiene la sensación de lo imperecedero. Sonríe usted, veo que nos estamos comprendiendo.

La conversación del profesor se volvía axiomática: cuando se vacía el campo se llena la ciudad, lo que se amplía en la imaginación de los poderosos se reduce en la geografía, y nada lo convencía, fuera el sistema político que fuera, de que tendríamos buenos gobiernos. Serrao no se entendía con la libertad de las ciudades, la reducción de espacios, y hablaba de ellas como prisiones de hacinamiento y pequeñez.

Decidió preparar unos mates.

– El Irupé es una construcción sin cosmética que contrasta con las escenografías de la Capital -agregó pensativo-; las grandes ciudades no son más que eso, escenografías hegelianas. En las casas de la Capital, a diferencia del Irupé, se puede ver a través de las ventanas la tragedia de Calderón traspasada por los melodramas de Chiappe; todo eso es muy lejano para nosotros. Aquí la comunicación con el exterior, es decir con la Capital, es a través de lenguaraces.

Luego de un breve silencio se lanzó a las carcajadas, encorvando la espalda y palmeándose las pantorrillas mientras se hamacaba sobre sus pies.

– No me haga caso, muchacho. El Irupé es la misma escenografía sólo que después del cataclismo…

– Mi nombre es…

– Mejor no me lo diga, joven: yo no soy yo pero soy mío; el nombre, como la marca en la yerra, hiere la materia.

Deme la mano, abuela, deme esa cosa, la naturaleza no da posibilidad de sacarlo y moldear afuera nuevamente, deme la mano, estoy cansada, ¿un niño demasiado grande?, ¿un niño morado?, dígale al padre que venga, que lo perdono; ¿compró ropa celeste?, la comadre limpia la transpiración, ¿qué escucha, abuela? me dice que va a ser escritor, ¿escucha?, sí, abuela, habla, será uno de esos que usan palabras desconocidas, de esos que aprenden y traicionan; va a ser un príncipe, va a tener un cuerpo acá, un cuerpo en el futuro; escritor, abuela, nos va a negar tres veces, seguro, pero igual voy a ser su modista; deme la mano, ¿me va a enseñar a acomodarlo bien en el pezón?; dele gracias a la comadre y el dinero que está debajo de la almohada, dígale que vuelva mañana, le prometí una gallina y al Cholo un varón, no se preocupe, a cada uno lo suyo, abuela, deme la mano, tengo gritos en el vacío, ecos adentro; está muy crecido para seguir ahí, creo que no voy a parir, no viene, nadie puede hacerlo salir; deme la mano, abuela, las contracciones son demasiado fuertes, eso que está ahí no viene, no hay manera de convencerlo, de vencerlo por palabra, de hacerle entender que mi panza no puede extenderse más, que hay un afuera, ¿será rengo?, ¿un godo, un dogo?, ábrame las piernas, abuela, entre la mano, ¡cuidado que no la muerda!, ¿habla?, ¿qué dice?, ¿estaqueo en emistiquios?, senda de palabra; abra, abuela, abra lo que habrá; dígale que tiene un futuro; ¿rompí la placenta?, la matrona dice que va a estar obligado, que no me preocupe, que ya va a desalojar, pero lleva meses y se mece allí, donde ninguno llega; antes me importaba quién salía, abuela, hoy no, hoy sólo quiero verlo, ¿estará incompleto?, no lo apabullen, quizás hay demasiados gritos, mucha tos, ¿estará atascado?, que venga el padre, abuela, que le pregunte de una vez por todas qué piensa hacer, que lo obligue a salir, o que lo ayude a recapacitar, ¿será discapacitado?, ¿un monstruo?, el Cholito me solía leer cuentos, ¿a esta cosa no deberá parirla un hombre?, apriete la mano, abuela, me desespera el eco; meses y pueden ser más, no hay manera de tentarlo, no hay manera de vencerlo; no deliro, no crea; voy a hacer una huelga de hambre para obligarlo; ese muchacho es un eclipse, es lunar, tiene una sola cara; no sé qué estoy esperando; creen que soy bruta, puta, pero la verdad es que me enamoré del Cholito, abuela, y lo dejé hacer, lo dejé permanecer pero no creí que lo que me pedía era por tanto tiempo; los tejidos se estiran cada vez más, siento que voy a estallar en mi propia oscuridad.

La búsqueda veintidós resultó un tanto nerviosa. El motor de la draga, aunque pequeño, emitía ruidos increíblemente fuertes, sobre todo a las 4.30, hora en que movilizan el lecho del río, removiendo barro y basura de tiempo inmemorial. Tres horas y media más tarde, don Grimaldo mandó a detener los motores y decidió que el buzo bajara a investigar.

Las inmersiones promediaron los veinte minutos, el Irlandés asomó la escafandra y repitió el gesto negativo; Ramón, que tripulaba como timonero, jugaba pertinaz con una ramita haciendo círculos que se difumaban en el agua; el estado de ánimo de don Grimaldo no permitía ningún contradicho. Las bajadas perdían promedio y decidieron que ésa era la última de la mañana; el sol estaba alto, un rito perpendicular que hacía más soportable la humedad a la que estaban expuestos. Mientras ayudaban a subir al buzo, un nuevo sentimiento de derrota se instaló en el grupo.

– Acá no hay un carajo -dijo el Irlandés en un falso castellano, mientras se desprendía el traje.

– Imposible -gritó don Grimaldo-, eso es imposible.

– ¿Cree que estoy ciego?

– Creo que se olvidó cómo se busca, los planos son bien claros -se excitó don Grimaldo, desplegando un enorme mapa trazado a mano alzada donde no sólo marcaba el puente, sino que seguía el estuario hasta el límite del río de la Plata con el océano.

El mapa, resultado de sus insomnios sobre la mesa del sótano, igualaba la arbitrariedad de los artistas y los locos; el papel, sucio, con lamparones de aceite, manchas de vino y quemaduras de colillas de cigarro, era fruto de experiencias orográficas tan vagas como subjetivas y que sólo la imaginación febril de don Grimaldo podía haber dibujado. El mapa lo llevó a asegurar que el Riachuelo terminaba subterráneamente en la bahía de Samborombón, casi en San Clemente del Tuyú. La posible subterraneidad de esas aguas, en vez de calmar, cargó a la tripulación con más incertidumbre. Intentó convencerlos, extrayendo un sextante y una brújula que colocó sobre el plano, marcando otro punto distante.

– Llevo más de quince años bajando -dijo el Irlandés.

– Pero usted siempre bajó a buscar mierda.

Al atardecer, el clima húmedo se hizo sentir, la falsa draga internada sola en mitad del río dibujaba la silueta de tres marionetas refiladas por una luminosidad cada vez menos intensa. ¿Alejarse del puente suponía un error?, ¿una prueba de Dios? Había trabajado sin pliego de instrucciones, a ciegas, sólo la fe en su dibujo daba sustento a esta testaruda continuidad. Los sentimientos dieron paso a los presentimientos: era posible que la búsqueda llevara más tiempo de lo previsto. Al finalizar el día sacaron piezas y correderas, elevando una enorme plomada incrustada en el barro del fondo, que determinaba la exacta profundidad de ese líquido marrón y coagulado.

Don Grimaldo se sabía sensato, es decir, tenía orgullo.

– Buscamos un tesoro, Irlandés, un tesoro.

Sin prestar mucha atención, como un insensible prestidigitador, el Irlandés extrajo de entre sus ropas una petaca de gin y se la extendió sin mirarlo.

Quince días antes de esa barrida de las aguas don Grimaldo había recibido una visita inesperada.

– ¿Grimaldo Schmidl?

Sentado en su sillón colonial del comedor y envuelto en una capa amarilla con cuello y ruedo de armiño gastado, dejó que Farnesio, el escribano, sin un solo gesto de cortesía, barriera el último mapa salido de su imaginación.

– Sé que anda detrás de unos cofres…

– ¿…?

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