Daniel Muxica - El vientre convexo
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– ¿Cómo anda, Serrao?
– Profesor… -sentencia.
– Me dijo Farnesio que lo venga a ver.
– ¿Quién?
Una tarjeta queda sobre la mesa y la respiración del Pepe Saldívar se vuelve más distendida. Serrao nos presenta, pero Saldívar interrumpe precisando que ya me conoce.
– Lo vi hace unos días en lo del Eusebio.
– ¿Farnesio? -pregunta Serrao volviendo a lo suyo.
– El hombre es escribano público y asesor del Ministerio del Interior, trabaja directamente en el Plan Conintes.
– ¿Un plan continental…?
– Déjese de pavadas, Serrao: "Conmoción Interior". ¿Entiende? Aunque esté vestido con esta pinta, no me confunda con esos negros de mierda, no mueva la cabeza, profesor, son "tetes nuar", por eso están proscriptos. ¿Gauderio?, no es por él que estoy acá; de ese cocoliche, Farnesio y su gente saben más que usted y que yo.
A Gauderio le debe un zumbido, que se le instaló en la oreja derecha y que cada día le resulta más difícil soportar.
– Una mecha de taladro -dice, ojeando los cigarrillos importados que dejé sobre la mesa-; a tipos como ése la autoridad no les significa nada. No me confunda, Serrao, tengo la camisa arrugada y la corbata un poco sucia, nada más; si usted nos hace un favor, nosotros, quiero decir…
– No entiendo.
– Farnesio se lo pagaría muy bien.
El mediodía pega en la ventana de la casilla, Saldívar hace visera con las manos sobre los ojos entrecerrados para mirar al profesor, exagera y se aprovecha de esa situación.
– Farnesio sabe que usted anda con don Grimaldo y don Grimaldo anda en algo… -dijo frunciendo el ceño -; ahí tiene la tarjeta, profesor, llámelo…
Dicho esto giró hacia mí y a boca de jarro descerrajó el nombre de la mujer.
– Esther, ¿no?
– Sí -respondí sorprendido.
– Yo no preguntaría tanto, es un nombre muy judío como para no estar fichada… quizá por unos pesos…
Se abrochó el gabán y alisó las solapas, abundantes manchas trazaban un paisaje tan desagradable como la visita; le extendió la mano al profesor sin que éste le correspondiera el gesto.
– El "tete nuar" es lo de menos -dijo, invocando a Gauderio-; cuando le conté a Farnesio lo de la otra noche, me dijo que no me preocupara, que un milagro siempre termina en una crucifixión.
Se nos acusa de ser terroristas, de emplear métodos guerrilleros de inspiración comunista a través de las doctrinas de Mao Tsé Tung. Y respondemos que, como los miembros del Honorable Consejo no ignoran, la guerra de guerrillas no es un invento comunista, sino que es vieja, como el arte de la guerra. Ya Vercingetórix, el gran caudillo galo, combatió a las legiones romanas de Julio César con este método. Es que siempre que un pueblo se ve invadido por fuerzas extranjeras superiores, recurre a la lucha popular por excelencia: la guerra de guerrillas. En nuestra patria, el general Martín Güemes y sus dragones infernales guerrillearon en forma eficaz y magistral contra el invasor godo. ¡Y qué son, si no la más perfecta y acabada expresión de la guerra de guerrillas, aquellas heroicas y bravías montoneras que siguieron a José de Artigas, al general Quiroga, al general Francisco Ramírez, al brigadier Juan Facundo Quiroga, al general Ángel Vicente Peñaloza, al general Felipe Varela, al coronel Santos Guayama, al general Ricardo López Jordán y a tantos esforzados caudillos para defender a punta de chuza y tacuara la integridad de nuestros territorios y las autonomías provinciales! Debe buscarse entonces la inspiración de nuestros métodos guerrilleros no en los libros de Mao Tsé Tung, sino en la Guerra Gaucha, de Leopoldo Lugones. Uturuncos (¿?), El Lachal (¿?), 19…
O uno creía en la causa de los pobres o, como decía el profesor, Gauderio tenía mucho poder de convencimiento. Me ofrecí por única vez para recibir los panfletos. Fumaba en la parada cuando una mujer, que era mi contacto, bajó del tranvía y dejó en mis manos un paquete; era mi primera prueba en una misión, me recomendó calma y sobre todo entereza. Recordé un comentario de Zarza sobre los republicanos catalanes. Antes del combate se alentaban con estas tres palabras: "ánimo, valor y miedo". Debía llevar lo recibido a la barraca, se lo entregaría, subrepticiamente, al Vasco; la cosa estaba difícil, la visita de los cubanos le puso los pelos de punta a más de uno en el gobierno central.
El frío parecía concentrarse en esa esquina, el informe verbal de la mujer continuó: ya se dispuso la entrega de la CGT, así que, seguro, el Lobo, Rosendo y otros compañeros nos representarán, pero no hay que confiarse, se sigue en estado de alerta; Zabala Ortiz se bajó de los aviones que bombardearon Plaza de Mayo y se subió al discurso antiimperialista; pero el más peligroso es Toranzo Montero, que en otro intento golpista anda por el sur y se tuvo que mandar la gendarmería para ayudar a la policía provincial.
Nervioso, intentaba guardar los panfletos en el bolsillo del sobretodo, temblaba atemorizado. Ella se rió, dijo que me sacara los guantes, que así iba a ser más fácil.
– ¿Y los Uturuncos?
– Han incendiado una gomería en Concepción, pero falló la toma del cuartel de bomberos. La última acción fue registrada en Tafí del Valle: si logran quebrar el cerco seguramente se dirigirán a la selva, el impenetrable chaqueño -me explicó-, Gauderio dice que quizás elijan venir, por el camino de Mate Cosido o del Gaucho Lega, con ellos nunca se sabe…
– ¿Llegarán?
– No hay tiempo que perder -continuó sin responderme-, debemos movernos rápido. El comandante Puma sabrá en qué momento lanzar alguna nueva proclama.
Casi veinte minutos después, en las vías, a escaso medio metro de la plazoleta, se detenía otro tranvía; con agilidad felina se colgó del pescante camino al viaducto de Sarandí. Tenía la sensación de estar cometiendo una travesura. Con convicción inexplicable y el vagón alejándose, me gritó que debíamos encontrarnos al mediodía con Gauderio en el bar del Eusebio. La cita era allí, las disposiciones de seguridad eran las de siempre.
El calor nos iba abandonando de a poco, el sol sobre las chapas horneaba y el almacén del Eusebio no era la excepción. El mostrador en forma de U separaba el despacho de bebidas del almacén; desde las puertas, cada una destinada a distinto menester, se promovían olores tan cotidianos como inusuales por su mezcla; las mesas, dispuestas estratégicamente por su dueño, eran todos los mediodías punto obligatorio para los trabajadores de la curtiembre. Charlaban en voz alta mientras trituraban los sándwiches de salchichón o mortadela hechos por Julia con anticipación.
Ese mediodía éramos pocos. Pedí un café y planté un libro delante de mis ojos, pero no podía concentrarme. Eusebio tosía. Me acordé de Kafka: ¿cuánto tiempo habrá escupido sangre?, ¿cómo podía hacer una asociación de esa naturaleza?, ¿cómo podía emparentar las toses hemorrágicas de un escritor con las de un almacenero atragantado?; estaba nervioso, temía no poder disimularlo, en tiempos de acción la escritura no es el mejor de los oficios. Me decidí a cambiar de mesa y sentarme junto al Vasco, seguramente llegaba con noticias frescas.
– ¿Estás seguro de que va a venir…? -pregunté incrédulo.
Las horas se decantaban tensas; cuando entró la Roña, se notó en la cara de Julia que no era bienvenida. La Roña era tartamuda y tenía fama de peleadora, vivía sola en una de las casillas del Irupé; cuando se emborrachaba le daba por arrancar ciruelas, tirarlas sobre las chapas del techo del profesor y bailar descalza, hasta que tambaleando llegaba al gallinero para echarse a dormir; Saldívar aprovechaba ese estado y la refregaba, inconsciente, cuadrupeando entre las rebarbas del maíz y la mierda seca. Serrao lo confirmó, diciendo, entre la risa general, que los gallos del Irupé en vez de cacarear, jadean.
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