Otra vez los gritos de los Kapo antes de subir al tren. Las porras que chocan contra la chapa del camión, y luego los golpes a los primeros en bajar, en la espalda, en los brazos, en las piernas, en la cabeza. Rubén se lleva las manos a la cabeza para protegerse, pero no puede evitar los palos. Loss , loss , scbnell , schnell . Es lo único que escucha, casi todos los Kapo gritan lo mismo. L0ss , loss , scbnell , schnell . Venga, venga, rápido, rápido, con insultos entreverados. Nunca va a dejar de sorprender a Rubén la manera con que los Kapo, que no son sino presos también que gozan de algunos privilegios, se comportan con sus compañeros.
Al bajar del camión, apenas ha podido dar tres pasos. Antes de dar el siguiente y después de haber recibido una lluvia de golpes, Rubén se ve rodando por el suelo, y los compañeros, que son obligados a bajar del camión con la misma urgencia que él, le pasan por encima. Se hace un ovillo, contiene la respiración, se gira hacia un lado de mala manera, y cuando el mundo se vuelve borroso, un velo turbio que le pasa por delante de los ojos, piensa que todo ha terminado, que el destino ha querido que expíe sus culpas pisoteado por sus propios compañeros. Cierra los ojos, resignado, piensa que hasta aquí ha llegado y se pregunta si no debería encomendarse a Dios a pesar de que hace muchos años que ha dejado de creer en Él. Pero morir no debe de ser tan fácil, porque alguien lo coge por los sobacos y lo levanta. Alguien que debe de tener mucha fuerza. Rubén abre los ojos, está de pie y está vivo, pero el mundo sigue siendo una nube borrosa, como si se hubiera quedado a medio camino, con un pie a cada lado de la línea que separa a los vivos de los muertos. Los mismos brazos que lo han levantado del suelo ahora lo llevan hacia el vagón, casi lo arrastran en volandas. Siguen lloviendo las porras de los Kapo, y los gritos en alemán, que aunque tal vez solo él sea capaz de traducir, quizá todos puedan entender ya. Antes de que pueda darse cuenta está dentro de un vagón, apretujado junto a docenas de presos, más apretado todavía de lo que estaba en el camión, y la puerta se cierra enseguida, chirría tanto que se le han puesto los pelos de punta, y ahora el mundo además de borroso es una nube negra, un cajón oscuro donde un montón de hombres tiene tanto miedo que ni siquiera son capaces de hablar. Todavía hay alguien que lo sujeta para que no se caiga, y hasta ahora Rubén no está seguro de haberlo reconocido. Es Santiago, un valenciano enorme que ha compartido su mismo barracón durante las últimas dos semanas en Sandbostel. Le ha salvado la vida al levantarlo, pero aún le ha hecho otro favor incluso más grande también.
– Toma -le dice-. Aquí tienes esto, que se te habrá caído al bajar del camión.
Sin apenas poder mover los brazos Rubén agarra sus gafas. Levantar las manos para colocárselas entre tantas apreturas es tan difícil que tiene que intentarlo varias veces, y cuando lo consigue se da cuenta de que las patillas están torcidas, y que uno de los dos cristales tiene una grieta desde la montura hasta el centro. Pero se alegra de que el mundo vuelva a ser nítido, aunque oscuro todavía. Algunos presos se asoman por los resquicios de los tablones del vagón, unas rendijas por las que apenas se cuelan unos rayos de luz.
– ¿Qué pasa? -preguntan los que no ven- ¿Qué está pasando ahí fuera?
– Nos han metido en un camión de ganado.
– ¿Pero qué esperabas? ¿Que nos llevasen en un vagón de primera clase? ¿Y desde cuándo has sido tú un señorito?
Algunos presos se ríen. Rubén también. No está mal un poco de sentido del humor dadas las circunstancias. No lo puede decir exactamente, pero en el vagón debe de haber por lo menos setenta u ochenta presos. Todos de pie y apretujados, como sardinas en lata. Tanta gente que apenas pueden moverse. Imposible pensar en sentarse, en descansar. Pero el trayecto no puede durar demasiado. Es imposible que todos puedan pasar así demasiado tiempo.
– Seguro que nos llevan hasta otra estación más grande, a lo mejor Hamburgo, y allí nos volverán a distribuir.
– No nos han dado comida, ni agua. No podemos ir muy lejos.
Cuando faltaban dos semanas para que comenzasen las navidades, le había pedido unas vacaciones a la directora de la academia. Su jefa no le puso pegas. Entendía que los últimos meses habían sido muy duros para ella. Madame Froissard le correspondió con un gesto desacostumbradamente cariñoso. Había llegado a conocer a Rubén y sabía que Anna no tenía ninguna familia: sus padres habían muerto, y no tenía ni hermanos. No era extraño que quisiera viajar a España esos días para estar con la familia de su prometido, a quienes todavía no conocía, según Anna le había contado. Habían pasado más de tres años desde que Rubén abandonó España y desde entonces no había podido regresar, ni tampoco su familia había podido visitarlo en París. Madame Froissard se mostró comprensiva, pues, con la situación. Le deseó suerte y le dio un beso su último día de trabajo antes de entregarle un sobre con el salario completo de diciembre a pesar de que solo había trabajado dos semanas.
En el mismo tren que viajaba a los Pirineos, pero en un vagón de primera clase, también iba sentado Robert Bishop. Sin embargo, Anna no se encontró con él en ningún momento del trayecto. Todavía no había sido adiestrada en su desempeño como agente, y aunque después de regresar de aquellas vacaciones forzadas nunca vería las cosas del mismo modo, ya era del todo consciente de que habría sido demasiado arriesgado que alguien la hubiera visto sentada junto a Robert Bishop en el tren. Antes de que su entrenamiento intensivo comenzase, Anna había empezado a actuar como una espía, o es que el periodo de entrenamiento había empezado ya, pero ella todavía no lo sabía.
Tuvieron que atravesar la frontera y llegar hasta San Sebastián para que Robert Bishop y ella se sentasen juntos en un café, desde cuya terraza se podía ver la cúpula del hotel María Cristina, al otro lado de la ría, y un buen trozo de playa y de mar, y pudieran hablar cara a cara, sin preocuparse de que alguien de la Gestapo o de la Abwher estuviese pendiente de su conversación. Pero Robert Bishop no estaba nunca relajado.
Cuando llegó al café, ella ya estaba esperándolo.
Anna se había alojado en el hotel de Londres, un lujo que ella no se podía permitir, pero tal vez sí el servicio secreto británico o norteamericano, todavía no estaba segura de para quién trabajaba Robert Bishop. El billete desde París no lo había comprado en primera clase por si alguien la vigilaba y sabía que ella no podía afrontar un dispendio semejante, pero ahora disfrutaba de una habitación con vistas al Cantábrico revuelto de diciembre y a la isla de Santa Clara.
Había paseado toda la mañana por la ciudad, hasta llegar diez minutos antes de la hora convenida a su cita con Bishop. Aunque lo había vuelto a ver en otras cinco ocasiones, desde aquel día que se presentó en su casa, el agente norteamericano -Anna ya nunca había vuelto a pensar en Bishop como en un periodista, de hecho, cuando recordaba el día que habló con él por primera vez terminaba concluyendo que ni siquiera entonces se creyó que fuera periodista- seguía siendo para ella tan oscuro como el mayor de los enigmas.
Desde que estuvo en su piso la primera vez, pasaron otras tres semanas hasta que volvieron a encontrarse y, durante aquel tiempo no pasó un solo día sin que Anna mirase demasiadas veces a un lado y a otro, se parase en mitad de la calle o fingiese arreglarse el pelo en un escaparate por si pillaba desprevenido a Bishop mientras la estaba siguiendo. Pero lo que había pasado cuando el norteamericano se fue de su casa y ella se asomó a la ventana no era sino la confirmación de lo que había pensado: o era un fantasma o no resultaba posible averiguar si estaba cerca, si él no quería que su presencia fuera evidente.
Читать дальше