Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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El Violinista De Mauthausen: краткое содержание, описание и аннотация

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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Rubén ya no podía esconderse más, no era capaz de seguir huyendo de sí mismo. Lo había hecho tres años antes, como el niño mimado que consigue escapar del castigo o la reprimenda mientras sus compañeros de clase se llevan siempre la peor parte. Pero esos tiempos habían quedado atrás. No es que se alegrase de que aquellos hombres de la Gestapo hubieran ido a detenerlo aquella tarde de domingo a su piso en París. No era tan estúpido ni tan ingenuo como para eso. Ojalá. Es lo que le gustaría ser, un niño, para poder convencerse de que adonde se lo llevaban iba a estar mejor. Pero tal vez aquella detención y aquel viaje en tren con sus compatriotas que habían tenido que cruzar los Pirineos con lo puesto después de la caída de Barcelona es lo que se merece por haber escapado a su destino y a su responsabilidad en España.

Y es todo una ironía tremenda, una paradoja enorme que, de no estar preso o de poder evitar pensar que probablemente las cosas no podrían ir sino peor, le hubieran encajado una sonrisa, una carcajada tal vez. Si los rumores son ciertos una vez que los reunieran a todos los españoles los iban a embarcar en un tren con destino a los Pirineos, y otra vez volvería a estar en su país, y, pasase las penalidades que pasase en cualquier prisión donde lo encerrasen junto a los otros republicanos exiliados, esta vez Rubén se había prometido no dejar que nadie pudiese ayudarlo gracias a la influencia o a los contactos de su padre. Tardase en salir de la prisión donde lo encerrasen en España el tiempo que tardase. Cuando estuviera libre, Rubén Castro volvería a ser un hombre que se respetaba a sí mismo, y que podría sentarse en cualquier vagón con otros compatriotas milicianos, o con quien fuese, y les sostendría la mirada, sin tener que bajar los ojos o desviar la vista al paisaje al otro lado de la ventanilla del tren porque le daba vergüenza.

Atraviesan Bélgica, pasan cerca de Holanda, pero no cree Rubén que haya entrado en el país, porque se ha fijado en los carteles, y aunque ahora Bélgica y Holanda y Francia y media Europa no son más que apéndices de Alemania aún es demasiado pronto, se permite esa pequeña broma en su fuero interno, y no han tenido tiempo los nazis de quitar los carteles en sus idiomas originales y ponerlos en el suyo. La conquista ha sido tan rápida, tan inesperada y tan fulminante que por fuerza la asimilación de lo sucedido tiene que ser más lenta. N o queda otro remedio. Rubén espera que eso no suceda nunca. Que la asimilación nunca se produzca, que nadie llegue a planteárselo siquiera, que Inglaterra resista y que los americanos se decidan a entrar en la guerra de una vez por todas.

Tres días hasta llegar al norte. Muy al norte. Rubén nunca ha estado tan lejos de su casa. Han dormido en el tren. Incluso les han permitido bajar en algunas estaciones. A veces durante el trayecto se ha preguntado si alguna de las cosas que había escuchado sobre los nazis o que le han contado sus compañeros del vagón no son sino infundios. Pero nadie puede mentir tanto ni tener esa capacidad de fabulación. Aún tardará unos días en comprobarlo por sí mismo, y tendrá más de cuatro años por delante para acordarse de lo ingenuo que fue durante aquel primer viaje, cuando piensa que muy bien puede ser cierto eso de que los nazis están reagrupando a todos los españoles exiliados en Francia que han detenido para entregárselos a Franco. Es lo mismo que él le había dicho a Anna cuando ella tenía miedo de que vinieran a detenerlo, que tal vez lo peor que podría pasarle era que se lo llevasen de vuelta a España, y que entonces más adelante ella podría irse allí a vivir con él, si es que a él no lo dejaban volver a París, pero esperaba que no hiciera falta eso siquiera, que ella no tuviera que irse a España o que él no se quedase aislado al otro lado de la frontera porque los alemanes aún seguían en París.

Todo va a salir bien, mi vida. No te preocupes, que no me va a pasar nada. La miraba y se preguntaba enseguida Rubén si ella no pensaba lo mismo que él cuando su madre le decía de niño que estaba segura de que a su Rubén no le iba a pasar nunca nada malo porque ella sabía que un ángel de la guarda lo protegería. Sea verdad o mentira, lo que su madre le contaba de pequeño o lo que Anna creyese de sus falsas afirmaciones de seguridad, la cuestión es que está vivo y que, aunque no va a negar que ha pasado miedo, y que está convencido de que aún habrá de pasar mucho más miedo, lo cierto es que, hasta el momento, todavía no ha llegado a temer de verdad por su vida.

La primera sensación en Sandbostel, al bajar del tren, es que hace mucho frío. No es más que primeros de noviembre, pero, en cuanto pone los pies en el andén, Rubén siente que las puntas de los dedos se le congelan, igual que si los hubiera clavado como garfios en un bloque de hielo. Las últimas falanges las tiene blancas, como si no le pertenecieran. Se guarda las manos en los bolsillos, tiritando, y apenas puede evitar el empujón de un soldado de las SS que le ordena colocarse en la fila.

No han sido siempre los mismos soldados los que lo han vigilado durante el trayecto. Algunos han sido relevados por otros en las estaciones. Rubén no ha hablado con ninguno, y está seguro de que de ellos tampoco habrían querido conversar con sus prisioneros. Los ha escuchado hablar, aunque no los entendía del todo. Durante el tiempo que había pasado con Anna había practicado el alemán, pero parecía que no el suficiente. En la estación de Sandbostel, al norte de Alemania, Rubén se dice que espera no pasar allí el tiempo necesario para perfeccionarlo del todo.

Se pregunta cuánto tardarán en volverles a dar algo de comida. Hace más de doce horas que se le ha terminado la exigua ración de mantequilla de baja calidad y la hogaza de pan duro que le habían entregado antes de subir al tren en París. La mantequilla olía tan mal y el pan estaba tan duro que había estado a punto de despreciarlo. Pero los guardó, por fortuna, no tanto porque pensase que acabarían pareciéndole un manjar exquisito, sino porque le daba vergüenza que alguno de los españoles que venían de Chartres lo viera desperdiciar la comida. Algunos de ellos se los habían tragado en cuanto se los dieron, como si fuera la primera vez que probaban bocado en su vida. Tal vez, pensó Rubén, aquello no podía estar tan malo. Es que él no sabe todavía lo que es tener hambre de verdad. Ahora siente un agujero en el estómago, un clavo que le atraviesa desde el ombligo hasta la espalda. Piensa que tiene más hambre de la que jamás ha tenido en su vida. No es capaz de imaginar todavía que en el futuro la necesidad será tan grande como para desear comerse sus propios excrementos.

En Sandbostel no son buenas la condiciones. A los españoles republicanos se los ha alojado a todos juntos en un barracón cuyo jefe es un Kapo con muy mala leche, preso por delitos de sangre. La comida consiste en un cuenco con sopa por la mañana, otro a mediodía, y una minúscula rebanada de pan por la tarde con algo que parece ser, al menos eso es lo que le dicen algunos, una aún más minúscula rodaja de chorizo. Hace mucho frío, pero los españoles todavía pueden conservar sus ropas, sus pantalones gruesos de franela y alguna chaqueta, las gorras que les protegen del viento del mar del Norte, que cuando sopla hacia el sur, consigue que la Appelplatz del campo se convierta en un páramo por el que desfilan los presos con las manos metidas en los bolsillos, los hombros encogidos y los pasos cortos para conservar el calor, como si fueran pingüinos. Alguno de los compañeros ha dicho que es como si estuvieran de permiso, que, si en lugar de otoño fuera verano, aquello sería lo más parecido a unas vacaciones que ha tenido jamás. Otro le ha dicho, socarrón, que lo que están haciendo los SS es engordados para cuando llegue el día de la matanza que estén bien rollizos, como los cerdos en el campo.

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