El viaje hasta Francia ahora era más cómodo, y sobre todo menos arriesgado que cuando hubo de saltar en paracaídas, cuando los Estados Unidos ya habían declarado la guerra a Alemania, pero los aliados todavía no habían desembarcado en la Europa Continental. Podía haber esperado un día y haber volado desde el maltrecho aeródromo de Tempelhof, pero había preferido viajar esa misma noche, tener tiempo para poder pensar sentado cómodamente en el vagón. Ahora Robert Bishop contemplaba el paisaje húmedo, bosques de cuentos de hadas, ríos repletos de agua y montañas con túneles interminables, lugares que no parecían haberse enterado de los seis años de guerra que habían pasado.
Salvo por las banderas con las esvásticas, que ya no estaban, en París todo parecía igual que entonces. Los campos Elíseos, el Arco del Triunfo, la me de Rivoli, el Louvre, donde no era difícil ver a los oficiales de la Wehrmacht pasear con sus guías para recorrer el museo o haciéndose fotos junto a hermosas jovencitas francesas, como hombres solteros que estuvieran de vacaciones. Anna, al principio, no podía reprimir un gesto de asco cuando las veía, como si les dieran ganas de escupir, pero también pensó Bishop entonces que evidenciaba su desagrado para que él se diera cuenta de la repugnancia que le causaba lo que le había pedido que hiciera, dejar claro que lo haría porque era una orden, y porque gracias a eso salvaría muchas vidas y contribuiría a la derrota de los alemanes. Luego supo, demasiado tarde, que también había otros motivos para seguir adelante con la misión que le encomendaron, llevar esa doble vida peligrosa que la asqueaba, y al final resultaba difícil saber en qué lado se encontraba, dónde estaba el bien y dónde estaba el mal, quiénes eran los amigos y quiénes los enemigos, a qué principios había que atenerse, si es que, en tiempos de guerra, a alguien que hubiera pasado por lo mismo que ella pudieran que darle principios a los que agarrarse.
Era por la mañana cuando llegó a París, así que tenía todavía todo el día para llegar a su destino, antes de que se hiciera de noche incluso. Según el informe que le había entregado Marlowe, Anna llevaba nueve meses viviendo en la granja abandonada de un primo de su padre, doscientos kilómetros al sur de París, esperando quizá que alguno de sus antiguos compañeros viniese a matarla. Tenía por delante, pues, unas cuantas horas de carretera. Una lástima que el chófer fuera tan parlanchín. Apenas quince minutos después de haberlo conocido, ya le estaba pormenorizando el carácter de algunas jovencitas francesas con las que aseguraba haber tenido algún escarceo amoroso desde que llegó a París, su primer destino, al final de la guerra.
Estaba Bishop desacostumbrado a la camaradería masculina, a las conversaciones cuarteleras. Movió el respaldo del asiento, y se colocó el ala del sombrero sobre los ojos, como si tuviera sueño. Al principio tuvo que fingir, pero no tardó en darse cuenta de que estaba muy cansado. Apenas había dormido en el tren, pero ahora, por alguna razón que no entendía, y que tampoco necesitaba entender, las palabras del chófer le llegaban como un rumor cada vez más lejano, parecía que le estaba hablando en un idioma extraño a pesar de que era el suyo, sentía que su cuerpo se relajaba. Iba hacia el pasado del que llevaba tanto tiempo queriendo escapar, Y en lugar de rebelarse, su cuerpo parecía haberse resignado, se había cansado de luchar, de pelear contra lo inevitable, y ahora, cuando quedaban solo unas pocas horas de viaje hasta la granja donde la OSS le había confirmado que vivía Anna, como si no hubiera dormido en semanas, le regalaba un sueño profundo, placentero.
Cuando se despertó, sentía la boca pastosa, la lengua seca y los párpados le pesaban tanto que creía que nunca más podría abrir los ojos. Multiplicada por el cristal del parabrisas la luz se le antojaba intensa, anaranjada, como en los veranos de su niñez. No sabía cuánto faltaba exactamente para la granja de Anna, no había estado nunca allí, pero le gustaba pensar que lo adivinaba por el color de la hierba, el contorno de las colinas, la forma de los árboles o incluso la inmensidad del cielo en el campo o el olor de la tierra húmeda.
Cuando ya había abierto los ojos del todo, el chófer le anunció que habían llegado. Era un sendero custodiado por una fila de árboles, junto a la carretera. Luego, menos de un kilómetro de camino llano hasta llegar a un arco de madera, le explicó. Desde allí, todo recto hasta la casa, pero le dijo al soldado que detuviera el coche. Prefería ir andando hasta la puerta, que Anna lo viese llegar. Era mejor caminar unos minutos. En el año largo que habían pasado desde la última vez, tantas veces como había pensado en ella, en cómo sería el momento en que volvieran a verse, no había sido capaz de encontrar una frase que decirle. Y ahora era tan estúpido que confiaba en que iba a ser capaz de componerla en los dos minutos que iba a tardar en recorrer el camino que había desde el arco de la entrada de la granja hasta la casa.
Todavía no era de noche, pero había una luz encendida dentro.
Quién le iba a decir a Bishop que vendría a buscarla catorce meses después de haberse visto por última vez en París y que tendría que convencerla de que fuese con él a Berlín para ayudarlo a encontrar a Franz Müller antes de que el enemigo de ayer lo matase o que el enemigo de mañana dispusiera de una información que no podían permitir que cayese en sus manos. Pero eso no le iba a importar mucho a Anna. No era su problema. Para ella la guerra había terminado y ya había cumplido con creces, a pesar de todo lo que pudieran achacarle.
Se quedaron un momento mirándose, cada uno a un lado del umbral, sin decir nada, dos fieras a punto de saltar. Un hombre que tal vez desea darle una bofetada y luego besarla, o al revés, o ambas cosas a la vez, si es que eso fuera posible. Una mujer que odia a un hombre al que hace más de un año que no ha vuelto a ver. Un hombre que, en el fondo de su corazón, espera secretamente que ella lo ame, a pesar de todo. Cuando estaba en la puerta de su casa, Bishop todavía guardaba la sorpresa que podía convencerla para ir a Berlín o hacerle mucho daño también. Pero no dijo nada. Ninguno de los dos dijo nada. Todavía tardaron en abrir la boca. Los dos. Robert Bishop no sería capaz de decir cuánto tiempo estuvieron así.
Fue Anna la primera en romper el silencio.
– Has venido, por fin.
No se apartó de la puerta. No movió la mano que tenía detrás de la cintura. Robert Bishop bajó los ojos, como si buscase la respuesta en el suelo.
– Era inevitable.
Sacudió la cabeza, muy despacio. Con calma. Lo que había vivido había transformado su carácter. Sin duda. Y no precisamente para bien.
– No vaya entregarme. Soy inocente. No hice más que lo me pedisteis que hiciera.
Ahora era ella la que bajó los ojos, como si le diera vergüenza o no le estuviera diciendo la verdad. Toda la verdad al menos.
– No he venido para detenerte. Estoy aquí para pedirte un favor.
Levantó Anna la cabeza, como si no comprendiera. Casi le apuntaba con la barbilla. Todavía ocultaba una mano detrás de su cuerpo.
– Puedes guardar el cuchillo. He venido en son de paz.
No va a ser necesario que lo utilices conmigo.
Iba a costar convencerla. Eran muchas las cosas que había perdido estos años. Bajó los ojos Anna otra vez, como si buscase la respuesta en la punta de sus zapatos.
– Merecerías que te abriese en canal, como un cerdo. Lo sabes.
Lo miró fijamente. Solo haría falta acercar una cerilla a sus ojos para que se convirtiesen en un lanzallamas. Robert Bishop estaba seguro de que ella pensaba que esa sería una bonita manera de vengarse de él, de ajustar cuentas con el pasado. No le respondió. Se quedó mirándola, esperando que llegase el momento en que lo dejara pasar y pudiera contarle para qué había venido a buscarla desde tan lejos.
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