Camina despacio, de nuevo, hacia el corazón de la ¡le de la Cité. Junto a la entrada principal de Notre Dame hay un músico tocando un acordeón. Se queda quieto un momento el preso recién liberado del campo de concentración. Si ha tocado algo, él no lo ha escuchado desde el otro lado de la isla. Rubén sonríe un instante. ¿Sabes? Una vez un músico me salvó la vida. Por eso estoy aquí. Porque creo que se lo debo. Está a punto de decírselo, pero se queda callado, viendo cómo se mece suavemente al ritmo del instrumento.
Todavía no ha pasado por la oficina del partido para decirles que ha regresado del mundo de las tinieblas. Ellos son los únicos que pueden prestarle ayuda, los únicos a los que puede acudir. Eso lo hará mañana. Apenas lleva dinero, pero busca una moneda en el bolsillo y la deja caer en el sombrero que el músico ha puesto boca arriba, a sus pies, junto a las otras monedas que ha recaudado esa noche. El acordeonista inclina la cabeza y alegra los acordes durante unos segundos para darle las gracias.
Luego empieza a caminar sin rumbo fijo. Se pierde en la noche, muy despacio. Lo único que sabe es que le queda un largo camino por delante. Demasiado largo tal vez.
El hombre que volvía a Francia no era el mismo que saltó en paracaídas en territorio enemigo por primera vez después de haber estado destinado en París bajo la tapadera de periodista que escribía para varios diarios norteamericanos. Había pasado un año y medio, y eso no era demasiado tiempo en la vida de nadie. En dieciocho meses uno no podía cambiar tanto, pero para Robert Bishop era como si hubiera pasado mucho más tiempo, peor todavía, como si hubiera muerto durante ese periodo y ahora fuera otra persona la que viajaba al pasado, a Francia, en busca de Anna para convencerla de que volviese a Alemania con él.
Robert Bishop había saltado en paracaídas muchas veces en los entrenamientos. Los tres meses que pasó en Carolina del Norte, en el campamento, y luego sobre la campiña inglesa. Lo había hecho con sol y con lluvia, de día y de noche, pero ninguna sensación era la misma que volar a oscuras sobre territorio enemigo, la luz diminuta de una granja que se ve desde el cielo, el frío en los huesos, más frío que en Inglaterra o en Estados Unidos porque ahora había peligro de verdad y cualquier error podría costarle la vida. Saltar un minuto antes o un minuto después podía suponer la diferencia entre caer cerca de quienes lo esperaban o en manos de unos soldados que no pondrían reparos en entregarlo a quien correspondiese para torturarlo: quién eres, de dónde vienes, qué has venido a hacer aquí.
Antes de cada misión memorizaba el mapa que llevaba guardado en la mochila. Una de las primeras cosas que le enseñaron en los entrenamientos era que, en el trayecto que va desde el avión hasta el suelo, hay cosas que un soldado-puede perder, desde el fusil hasta la cantimplora o la munición. Él mismo había podido comprobarlo, con arresto incluido. En su primer salto en territorio ocupado no llevaba ningún fusil. Incluso vestía de civil. Un pantalón de franela, camisa blanca, chaqueta de paño oscuro, incluso una gorra llevaba guardada, pero el frío antes de saltar era mayor que durante los entrenamientos.
Y ahora es igual que saltar en paracaídas, piensa en ello otra vez. La sensación es idéntica, el mismo vacío en la boca del estómago, el miedo que uno no puede evitar por muchos saltos o por muchas horas de entrenamiento.
Es lo mismo mientras mira distraídamente el paisaje oscuro al otro lado de la ventanilla del tren. Siete meses antes había recorrido el mismo camino que ahora pero en sentido opuesto, de una Francia liberada a una Alemania que se debatía en los últimos estertores, como un pez moribundo que da los últimos coletazos cuando lo sacan del agua. Todavía era territorio enemigo donde entraron, un grupo de hombres no muy numeroso, apenas una docena, buscando a los científicos que aún trabajaban para el Reich. Dos grupos de hombres, uno para buscar a los físicos que habían sacado adelante el programa atómico del III Reich -Werner Heisenberg, Van Weizsacker y algunos más- y otro dispuesto a entrar en una fábrica donde trabajaban algunos de los ingenieros más talentosos de Alemania.
Bishop formó parte del grupo que se infiltró en Alemania para llegar hasta Mittelweke. Allí, debajo de una montaña, había una fábrica donde se montaban las VI y las V2, las bombas teledirigidas con las que los nazis habían estado jugando a los dardos en Londres. Había unos cuantos ingenieros cotizados, y Werner van Braun, la pieza que todos se querían cobrar, se entregó sin resistencia, con un brazo roto y escayolado de una manera tan aparatosa que incluso parecía cómico verlo allí, dando la bienvenida a los agentes norteamericanos de la OSS, como si llevase toda la guerra esperando que llegasen para liberarlo. Van Braun siempre le había parecido a Bishop un cínico. Había cientos de hombres esclavizados para él y para los otros ingenieros en la fábrica y ahora se mostraba dispuesto a cooperar como si no hubiera pasado nada.
No pudieron capturarlos a todos. Al final hicieron cuentas, y entre los dos grupos infiltrados en Alemania se les habían escapado diez hombres de los que querían capturar: tres físicos, tres químicos y cuatro ingenieros. Desde que terminó la guerra, su única misión había sido encontrarlos. Para la OSS era muy importante interrogarlos, averiguar cuánto sabían o qué secretos conocían, pero era más importante aún que no fueran con sus secretos y sus conocimientos y sus inventos al lugar que no debían. De los cuatro ingenieros que Bishop se tenía que encargar de buscar, ninguno había vuelto a su casa después de la guerra. Nadie sabía nada de ellos. Puede que hubieran muerto o que ya se hubieran pasado con sus secretos al bando equivocado. La capacidad que la gente tiene de cambiar de colores nunca dejaría de sorprender a Robert Bishop. Esperaba que si no los encontraban le asignasen cualquier otra misión, que lo devolvieran a casa durante una temporada para descansar, pero ya habían aparecido muertos tres y ahora tenía que hacer lo imposible para encontrar el último de los nombres de la lista. El cadáver de Hans Albert George había aparecido junto a la Postdamerplatz de Berlín. Demasiado cerca de la zona soviética como para no sospechar lo que andaba haciendo por allí. El cuello rebanado de oreja a oreja. La documentación intacta en el bolsillo, el dinero en la cartera, y ese ripio ridículo: «Todo aquel que sienta el espíritu alemán, a nosotros se unirá; todo aquel que enarbole la bandera blanca un puñal en su cuerpo encontrará». Muchas veces el peor enemigo está en tu mismo bando.
Aún no estaba claro que hubiera un movimiento de resistencia nazi organizado después de la guerra. No parecía que fuesen más que unos cuantos chavales exaltados a los que les gustaba ser llamados Werwolf, Hombre lobo, un nombre que a Bishop se le antojaba tan épico como absurdo. Algún sabotaje, un altercado que a veces se les había ido de las manos y había terminado con algún muerto, pero estos que mataron a Hans Albert George en Berlín tenían muy claro que no querían que vendiera información a los rusos. Tampoco es que quienes lo asesinaron hubieran preferido que hubiera ido con sus secretos a los americanos, seguro que no. A Bishop no le cabía duda de que lo habrían liquidado de la misma forma.
Viéndolo con la perspectiva del tiempo, Bishop pensaba que tal vez fuera el momento de reconocer, aunque tal vez solo en su fuero interno, ese lugar donde guardaba las cosas para sí y de las que nadie se enteraría nunca, que quizá sus actos estaban dirigidos por todo lo que había pasado desde que se encontró con Anna la primera vez. No la había vuelto a ver, y disponía de una información que ella no podía saber, así que no estaba de más que reconocer que el nombre de Franz Müller estaba entre la lista de los ingenieros a los que debían localizar era una motivación, tal vez extraña y morbosa. A lo mejor con eso bastaba para convencer a Anna.
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