Anna volvió a negar con la cabeza.
– Lo abandonaste porque tenías miedo de regresar a Alemania. Era un país derrotado, viajabas con un ejército en retirada. -Él nunca me perdonará eso.
– Sí te lo perdonará. Y ahora volverás a Alemania porque también tienes miedo. Miedo de tus vecinos, de tus amigos, de la gente de París que te vio con él. Tarde o temprano querrán vengarse de ti, humillarte, torturarte por haber colaborado con los alemanes.
– Tendréis que rehabilitarme antes o después. Fue lo acordado.
Bishop asintió. No podía olvidar la promesa que él mismo le hizo. Cuando todo acabe y se sepa la verdad te convertirás en un mito, una heroína, como Juana de Arco. Juana de Arco murió en la hoguera, le respondió Anna. Espero que a mí no me suceda lo mismo. Bishop casi sonrió al recordarlo.
Ahora podría hablar de hogueras de nuevo, de redenciones y de perdones imposibles. Pero él también había cambiado. No hacía tanto tiempo que hablaron de Juana de Arco, pero ninguno de los dos volvería a ser el mismo de antes.
– Te rehabilitaremos en cuanto encontremos a Franz Müller en Berlín. No tardaremos mucho, apenas unos días. Tampoco tenemos más tiempo. Luego podrás volver aquí con todos los honores. El alcalde declarará un día de fiesta en tu honor. Tus vecinos querrán poner tu nombre a una calle.
Anna ni siquiera sonrió.
– No quiero honores, Robert. No podrás convencerme con eso.
– Lo sé.
– Tampoco podrás convencerme con amenazas. Me da igual que vengan a buscarme y me rapen la cabeza y me pongan una esvástica en el cráneo y me humillen y me torturen. Eso también deberías saberlo.
Bishop asintió. -Estaba seguro de ello.
– Solo quiero que cuando venga de Berlín, tú o tus jefes os encarguéis de contarle a todo el mundo que hice lo que hice porque me lo ordenasteis, porque me dijisteis que así ayudaría a ganar la guerra, a salvar vidas.
– De acuerdo. Pensábamos hacerlo.
Anna se quedó mirándolo, muy fijo, para que no hubiera dudas.
– Y una cosa más, Robert.
– Dime.
– No quiero que ni tú ni nadie enviado por ti vuelva a molestarme nunca más. Nunca.
Bishop se levantó, se estiró las arrugas del pantalón. Asintió, satisfecho.
– Nadie volverá a molestarte. Tienes mi palabra.
Anna lo atravesó con la mirada, sin levantarse. Bishop no era capaz de sostener sus ojos. Un hombre al que le avergonzaba empeñar su palabra. Cuántas veces había tenido que comprometerse y luego había tenido que romper la promesa. No hacía tanto tiempo que él creía en la importancia de dar la palabra. Un hombre sin palabra no puede llamarse a sí mismo como tal. Y Bishop ya había empeñado la suya varias veces en vano, lo había hecho a sabiendas de que no iba a poder cumplirla o que no le correspondía a él la última decisión. Ahora era lo mismo. Le estaba diciendo a Anna que nadie volvería a molestarla, pero ni siquiera él podía estar seguro.
– Vendré a buscarte por la mañana -le dijo, para despedirse, sin darle la mano o un beso, sin rozarla siquiera.
Anna asintió con la cabeza, otra vez la vista fija en la pared, como si el hombre que había venido del pasado no hubiera sido sino un fantasma, un mal recuerdo que esa noche no la dejaría conciliar el sueño, como tantas veces. Robert Bishop, el hombre que una vez se presentó en su casa para ayudarla y acabó condenándola para siempre a las llamas del infierno.
Bishop se marchó despacio, como si levitase sobre los tablones de madera, sin hacer ruido, y antes de perderse en el pasillo que lo llevaría a la salida se volvió para mirarla, sentada en la silla, la vista perdida en la pared, como si buscase la solución a un enigma. Miró la casa por última vez, la escalera, al otro lado del pasillo, que seguramente llevaba hasta la habitación de Anna. Al menos en su coraza exterior, Robert Bishop era un hombre inmune a los deseos carnales y más que capaz de soslayar los sentimientos que le estorbasen, pero no pudo evitar sentir una bola incómoda en la garganta. Pero el instinto de supervivencia ordenó que sus ojos saltasen a la cocina, como un resorte. Encima de la mesa había un cuchillo largo, afilado, y estaba seguro de que muy bien podría haber terminado clavado en su vientre.
Y lo peor de todo, lo que más le inquietaba, era estar convencido de que se lo merecía.
Primero se va a sentir culpable, luego se va a preguntar qué hace allí, más tarde se va a querer matar y al final se preguntará por qué ha sobrevivido.
Todo lo que sucede después de que se lo lleve la Gestapo para Rubén es como un cursillo acelerado. Igual que si hubiera tenido que ir actualizando conocimientos o ponerse al día en su trabajo. A la misma estación de París, desde donde ha salido el tren, habían llegado también otros compatriotas republicanos que venían del sur, la mayoría de Chartres. Rubén se entera de que han pasado los dos últimos meses trabajando en un régimen de semilibertad, en una granja cuyos propietarios habían de rendir cuentas a los SS. Él estaba entonces en París, había intentado alistarse meses antes de que los alemanes entrasen por Bélgica, les cuenta a sus nuevos compañeros, pero ya no fue posible. Todo fue tan rápido.
Se sienta Rubén en el tren y cierra los ojos, seguro de que los otros españoles lo están mirando. Sus manos delicadas, como de poeta o de pianista, apenas tienen nada que ver con las manos endurecidas de callos y de heridas por la vida y por la guerra de los demás. Su piel, tan pálida que parece que nunca podrá tostarse ni aunque pasara el resto de su vida tumbado al sol, las gafas diminutas suspendidas en la nariz. Ninguno le ha preguntado en qué lugar del frente estuvo en la guerra en España. Para qué. Es tan obvio que lo más cerca que ha estado de una trinchera ha sido en las fotos que acompañaban a los reportajes que había visto en los periódicos desde su exilio apacible en París que ni siquiera se molestan en preguntarle.
Son cuatro días de viaje y, extrañamente, ni Rubén ni ninguno de los españoles que viajan con él son maltratados, al menos no peor de lo que se espera que sean tratados unos prisioneros. A Rubén se le acusa por sus ideas. Por sus ideas y por haber escrito en un periódico en el que se criticaba abiertamente la ocupación en París por parte de las tropas alemanas. Se había limitado a poner por escrito lo que todos pensaban en silencio o comentaban en privado. No había insultado a nadie, no había dirigido sus críticas contra ninguna persona en concreto, pero igual que le había sucedido en Sevilla en el 37, decir lo que pensaba había terminado acarreándole problemas. El asunto, dado que hasta ahora los alemanes se habían comportado con ellos de un modo aceptable, no dejaba de tener su ironía, bastante retorcida, si se paraba a pensarlo. Había tenido que marcharse de España por escribir en un panfleto contra el alcalde de Sevilla y por haber preguntado también por la lista de sus compañeros profesores de instituto desaparecidos. Ahora, en París, había preguntado por sus amigos judíos a los que no había vuelto a ver. Desaparecían un día y nadie sabía más de ellos. Rubén fue a casa de algunos, pero los vecinos habían mirado para otro lado por miedo o tal vez porque también se alegraban de que se los hubieran llevado y fingieron que no sabían nada. Que quienes habían sido sus vecinos durante meses, años, habían dejado de asomarse a la puerta un buen día y ya está. Eso era todo. Como si fuera tan sencillo, como si alguien pudiera tener la caradura o la desvergüenza de convencerse de que no había pasado nada. Rubén lo escribió en un periódico modesto, una publicación casi artesanal. Fue el último número que salió a la venta. Ya había sido bastante raro que el director hubiera aceptado publicarle ese artículo. Quizá también estaba harto, como Rubén, de esconderse, de mirar para otro lado, de sentir vergüenza cada mañana cuando enfrentaba su rostro en el espejo y lo que le daba más miedo era que llegase un día en que, de tanto cerrar los ojos y agachar la cabeza al levantarse una mañana ya no se reconociera.
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