No quería pensar Anna en las concesiones que Franz Müller había tenido que hacer a Bishop para conseguir que a Rubén lo soltasen esa mañana. Le gustaría agradecérselo, pero estaba segura de que jamás volvería a verlo.
Antes de salir para subir al avión, tuvo que contenerse para no cogerse de su brazo y subir los dos juntos la escalerilla. Pero se miraron los dos, como unos desconocidos, como si fuera en la pista del aeródromo la primera vez que se hubieran visto. Ojalá que fuera así, pensó Anna, que fuera esta la primera vez que se encontraban, que el pasado no hubiera sucedido, que tuvieran toda la vida por delante. Pero aunque Rubén caminaba a su lado, apenas la había saludado. Parecía aturdido todavía. Siente que él ya no querrá volver a estar con ella, le da miedo que ni siquiera aunque tenga toda la vida por delante, el hombre delgado que se dirige cansado hacia el avión vuelva a querer compartir su vida otra vez con ella, que nada de lo que había sucedido importase, que pudieran olvidarse de todo, de lo que ella había hecho, de lo que él había sufrido, ser capaces otra vez de bailar un vals sin música en el parque de Luxemburgo, sin importarles que la gente que los miraba los tomase por locos, como si ellos dos fuesen las únicas personas que existieran en el mundo.
Diez minutos después de salir del coche en el que lo había traído Bishop, Franz Müller se detuvo. En una esquina de Alexanderplatz aún quedaba un banco de madera lo bastante firme como para poder acomodarse sin correr el riesgo de que se hiciera pedazos. Se sentó, apoyó la espalda, respiró hondo y cerró los ojos. Hacía frío. Tal vez la nieve llegaría antes del invierno y la gente acabaría cortando los troncos de los árboles maltrechos de los parques para calentar las estufas. Pero él estaba acostumbrado a esa temperatura. Le gustaba. Y en Moscú, o a donde se lo llevaran, haría mucho más. No había sido una decisión difícil: cambiar secretos militares por personas y aceptar la oferta de los rusos para colaborar en la sombra con los americanos. No es que la vida que le aguardaba en América hubiera sido más sencilla que la que le esperaba a partir de ahora en la Unión Soviética. Estaba seguro de que los rusos también lo tratarían bien. Se habían vuelto todos locos, los rusos y los americanos, les habían entrado prisas por empezar una carrera que seguramente acabaría llevándolos de nuevo a una guerra. Él trabajaría en un despacho, con un equipo reducido de ingenieros, y algún día Bishop o alguien a sus órdenes se pondría en contacto con él, le pediría que le contara sus avances, le sugeriría que condujera a su equipo por el camino más largo o equivocado, aquel cuyo único destino es un callejón sin salida.
A Franz Müller, puesto que Anna no lo iba a acompañar, le daba igual un bando que otro. Tal vez los rusos le habrían hecho la misma oferta y, al final se habría pasado al bando norteamericano para contarles en el futuro los secretos militares a los rusos. Pero habían sido los americanos quienes habían traído a Berlín a Anna para buscarlo y convencerlo, los que tenían encerrado en una cárcel a Rubén.
Cambiar secretos por personas no era un mal trato, se dijo, de nuevo. Ya no tenía que preocuparse de ello. Pronto sus nuevos jefes vendrían a buscarlo y se lo llevarían muy lejos de allí. Lo que sucediera a partir de ahora no estaba en sus manos adivinarlo, y tampoco le preocupaba. En lugar de incertidumbre lo asaltaba una paz extraña, como si nada de lo que sucediese a partir de ahora pudiera afectarle.
Sin abrir los ojos del todo, sacó el violín de la funda. En cuanto acarició el instrumento, la madera bruñida, las cuerdas tensas, la superficie áspera del arco, dejó de sentir el frío en las manos. Sonrió, satisfecho. Lo que más había deseado en su vida Franz Müller era eso, no ser un ingeniero, sino un músico bohemio que toca en la calle sin preocuparse de lo que sucederá mañana. Se acomodó en el banco, la espalda recta, la cabeza ligeramente ladeada, lo justo para sujetar el violín, y cuando empezó a tocar sintió que volaba, muy lejos de allí, que la música lo transportaba, que nada, por muy malo que fuese, podría hacerle daño.
Abril de 2009
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