Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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A Anna le había contado en París que, durante esa época, había estado trabajando en algunas orquestas de Austria, pero que llegó un momento en el que se cansó de llevar una vida bohemia y se dijo que ya era hora de sentar la cabeza y volver a Alemania y retomar su carrera como ingeniero. Pero siete años es mucho tiempo, y aquella etapa oscura de la vida de Franz Müller nunca había dejado de intrigarle. No era nazi, ni simpatizaba con ellos tampoco a pesar de conservar su amistad de antaño con Dieter Block. Robert Bishop había pensado que, tal vez durante aquellos años en los que su vida se había convertido en un misterio, había estado una temporada en Moscú también, quién sabe, lo mismo se había afiliado en secreto al partido comunista, y por eso había querido marcharse de Alemania. Si así fuera, tal vez no habría mucho que hacer para intentar atraerlo a los Estados Unidos. Tal vez estuviera Franz Müller esperando el momento oportuno de pasarse al lado soviético, de negociar unas condiciones favorables, quizá para él y para alguien más. Pero eso no podía averiguarlo sin tener que dar muchas explicaciones o hacer demasiadas preguntas incómodas que despertarían la curiosidad de los rusos, cuando a lo mejor ni siquiera estaban al tanto de que Müller estaba vivo. Si sus temores tenían fundamento no había mucho que pudiera hacer por evitar que se fuera a Moscú, ni siquiera Anna podría convencerlo de ello. Pero lo mejor era no especular. Por mucho que quisiera encontrar a Franz Müller, y estaba seguro de que el asunto se resolvería pronto, no podía hacer otra cosa que esperar.

Lo primero que hizo cuando sintió unos nudillos llamar a su puerta fue mirar la botella de bourbon, la prueba incriminatoria que a veces, cuando la enfrentaba, parecía que le decía que era un borracho. No te quieras justificar con tus problemas de conciencia, Robert Bishop. Reconoce de una vez que ya hace mucho tiempo que no puedes pasar sin una botella y que ya no hay vuelta atrás, que jamás en tu vida podrás volver a conciliar un sueño aceptable sin haberte tragado al menos cuatro vasos. Luego se acordó de Anna, otra vez, siempre Anna, y pensó cómo se habría sentido ella en París cuando él se presentaba en su casa muy tarde y golpeaba con suavidad la puerta de su piso para que no se enterasen los vecinos, siempre el mismo toque al que ya la tenía acostumbrada, tres golpes muy seguidos, otros tres más espaciados, luego otros tres muy seguidos, como los tres primeros. Y muchas veces Robert Bishop había tenido que esforzarse en que no se le notase que esperaba que alguna noche ella le abriera la puerta, con la bata suelta, cogiera su mano y lo besara en la boca, con tanta pasión que pareciera que en realidad quería morder sus labios, que sus lenguas se mezclasen en un baile desquiciado, que ella le revolviera el pelo de la nuca y que lo llevase a la cama en la que él no había dejado de preguntarse cuánto tiempo hacía que no había dormido un hombre. Todavía no le había pedido que se acostase con Franz Müller si era necesario para sonsacarle algún secreto de guerra, y ya estaba celoso Robert Bishop, a quien no debían corresponderle esos celos porque jamás había sucedido nada entre Anna y él Y porque, además, ella siempre le preguntaba por Rubén Castro cuando se encontraban, con la impaciencia de una niña que no puede esperar para abrir un regalo lo apremiaba para que le diera noticias de su prometido, si sabían el nombre del campo de prisioneros adonde se lo habían llevado, cuándo podría regresar, si estaba vivo, sobre todo eso, si estaba vivo.

No era suya aquella mujer, pero había empezado a desearla desde la primera vez que la vio a escondidas, cuando todavía no había hablado con ella y estaba planteándose reclutarla para su causa. La había visto acudir cada día a la puerta del hotel Meurice, fiel como un perro que espera junto a la tumba de su amo con la esperanza de que se levante pronto y que los dos puedan volver a casa juntos. Y cuando supo que tenía que pedirle que fuera tan amable como pudiera con un ingeniero alemán al que había conocido en París, a punto estuvo de decirle también que podía negarse si no quería, que no tenía por qué hacer una cosa así, pero, después de una lucha agotadora consigo mismo, acabó resolviendo que sus deseos o sus sentimientos no debían interponerse en su trabajo, que nunca habían interferido y que ahora no tendría por qué ser diferente. El agente de la OSS Robert Bishop siempre se había señalado por su frialdad y por su profesionalidad a la hora de encarar una misión.

Pensaba en eso mirando la botella, y la primera vez que sonaron los nudillos en su puerta pensó que estaba soñando o en ese estado tan placentero en el que se instalaba después de haber consumido la dosis nocturna de alcohol, ese momento en el que aún no estaba dormido pero tampoco despierto del todo, cuando volvió a escuchar los golpes en la puerta, y otra vez se preguntó cómo se habría sentido Anna cuando él iba a buscarla a su piso de madrugada para darle instrucciones o para recibir información sobre sus averiguaciones, o acaso alguna vez solo con el pretexto inconfesable de verla de nuevo.

Robert Bishop se incorporó en el sofá y se quedó sentado unos segundos, aturdido, esperando que el cerebro que le bailaba en alcohol recuperase el lugar que le correspondía dentro del cráneo. Le dolía la cabeza y, antes de escuchar los nudillos otra vez y levantarse, pensó que estaba soñando, que en lugar de en el Berlín rendido se encontraba en el París ocupado por los nazis. Frunció el ceño y se le apuntó en los labios una mueca de disgusto cuando volvió a escuchar los golpes en la puerta de nuevo sin esa cadencia que había esperado. No pudo evitar sentirse un imbécil, porque medio dormido había llegado a pensar que tal vez podría ser Anna la que llamaba a su puerta, que venía para hablar con él, que no podía esperar hasta mañana para hacerlo, y en la duermevela le daba igual que viniera a decirle que había hablado con Franz Müller y lo había convencido de que se fuera a los Estados Unidos, que llamaba a su puerta para confesarle que hacía mucho tiempo que estaba enamorada de él, que lo odiaba por haberla obligado a acostarse con Franz Müller cuando sabía que él estaba loco por ella. Que lo besaría en los labios como si quisiera morderle cuando abriese la puerta, que le revolvería el pelo de la nuca, que sus lenguas se mezclarían mientras se quitaban la ropa.

La puerta no tiene mirilla, pero Robert Bishop se encuentra tan aturdido que piensa que aunque la hubiera tenido no habría sido capaz de encajar el ojo en el pequeño orificio para ver quién llamaba. Pero, antes de abrir, nota algo pesado, familiar, metálico, en su mano, que lo hace sentirse seguro, que lo tranquiliza porque sabe que si se trata de alguien que quiere hacerle daño podrá defenderse, encajarle un tiro en la cara quizá a pesar de que le tiemble el pulso o de que no sea capaz de ver más que sombras borrosas al otro lado del umbral. Cuando abre la puerta piensa que debe de seguir soñando, peor aún, que se trata de una pesadilla, porque las facciones de esa cara las ha visto tantas veces que siente que ya nunca podrá olvidarla, que lo acompañarán durante el sueño o la vigilia todos los días de su vida.

FRANZ

Hacía frío en la pista del aeródromo de Tempelhof. El techo de chapa era un resguardo demasiado precario para el final del otoño. Aún no había nevado en Berlín, pero los copos de nieve que blanquearían los árboles que habían sobrevivido a la guerra aparecerían muy pronto, y tal vez podrían maquillar la triste postal de la ciudad destrozada.

El mismo chófer y el mismo Jeep que la habían llevado a la cárcel el día antes la habían traído hasta el aeropuerto.

Anna se había pasado toda la noche en vela esperando un milagro. Que Rubén llamase a su puerta esa noche, que la abrazara, la besara y le contara que lo habían liberado, daba igual cómo pero que todo hubiera sido posible. Pero los milagros no existen, o al menos nunca suceden cuando una los espera. Eso era algo que ella siempre había sospechado, pero que había aprendido de verdad durante los últimos años.

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