Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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– Me encantaría que me sacaras a bailar ahora.

Como siempre, Anna parecía haberle leído el pensamiento. Rubén la tomó por la cintura, ella le pasó una mano alrededor del cuello, entrelazaron los dedos de las manos que les quedaban libres, cerraron los ojos y pensaron que el violinista estaba allí, tocando un vals solo para ellos. Títiri, títiri, titiri, titiri… Rubén murmuraba los acordes, y los dos se movían por la tierra del parque, un dos tres, un dos tres, un dos tres. Había gente alrededor. Rubén los había visto antes de cerrar los ojos, pero le daba igual que los mirasen, que los tomasen por locos, porque un violinista al que tal vez el fantasma de un genio había privado de la voz estaba tocando un vals para ellos. No hacía falta que el músico estuviera allí, no era necesario siquiera que tuvieran que escucharlo. Aquella mañana de domingo, Rubén pensó que podría ir bailando desde allí hasta la rue de la Ancienne Comedie y entrar bailando en el café Procope. Comer allí con Anna y luego tomar un metro hasta Montmartre, volver a bailar sin música con ella en la estación mientras esperaban la llegada del tren, sin importarle lo que pensara la gente que los miraba.

Cuando abrieron los ojos había algunos curiosos a su alrededor. A falta del violinista ellos se habían convertido inopinadamente en la atracción de aquella mañana de domingo en el parque. Se separaron despacio. Era como si de repente les hubiera dado vergüenza haber estado bailando sin música delante de unos cuantos extraños.

Pero esta vez no ha querido llegar Rubén Castro hasta los jardines de Luxemburgo. Hace mucho rato que ya es de noche. Pero tampoco sabe adónde ir. Cinco minutos después de vomitar la bilis, el vino y la sopa ha llegado al río. Lo atraviesa por la Íle de Saint Louis. Se acuerda de que siempre fue un lugar muy tranquilo. No sabe por qué, pero aprieta el paso, cada vez más, como si alguien lo persiguiera. N o tarda en llegar al otro extremo de la isla.

Sin haber cruzado todavía el puente de Saint Louis se detiene un momento a mirar la catedral de Notre Dame, las torres gemelas apenas iluminadas a esa hora por la débil luz de la luna. ¿Qué esperabas encontrar a tu vuelta? Han pasado cinco años desde que te detuvieron. Te pudiste haber marchado a tiempo, cuando aún no habían venido por ti, pero en un gesto que tuvo más de estupidez infantil que de verdadera valentía decidiste quedarte en París con Anna, que se habría marchado de la ciudad si se lo hubieras pedido.

Ahora mira Rubén Castro las aguas oscuras del Sena, y es como una tentación a la que no está seguro de poder resistirse. Pese a ello prefiere retrasar un poco el momento. Atraviesa el puente y rodea la catedral, sin prisas. Tal vez está buscando un motivo para no saltar todavía, algo que le proporcione una razón para no dejarse arrastrar por las aguas turbias del Sena. Vuelve por sus mismos pasos al puente. Hasta el río solo hay unos cuantos metros, no muchos. No se va a hacer daño en la caída, y la corriente no es tan fuerte como para que pueda engullirlo enseguida. Pero su ventaja radica en que no tiene fuerzas para aguantar mucho tiempo nadando. Le basta tener la voluntad suficiente para tirarse y esperar unos minutos hasta que sus escasas energías lo abandonen y el río se lo trague. Tampoco es una sensación nueva para Rubén. Es como estar al borde del abismo otra vez, como si en lugar de encontrarse en un puente sobre el Sena donde está a punto de saltar hubiera viajado en el tiempo otra vez esa noche y estuviese en lo alto de la cantera del campo de prisioneros, después de haber subido los ciento ochenta y seis escalones con un bloque de treinta kilos sujeto a su espalda. Era verano. Hacía tanto calor que, cuando estaba en el fondo de la cantera al lado de la forja en la que se fabricaban los punzones para picar la piedra, Rubén tenía la sensación de que se derretiría y sus restos se derramarían sobre la tierra como la cera de una vela consumida. Los SS les habían permitido quitarse las camisas de rayas.

El sudor le chorreaba en la cara, desde el gorro. Aquella había sido una de las veces que subir la escalera se le había antojado de veras la última de todas. Casi tres años habían pasado desde que lo detuvieron y Rubén Castro había pasado por dos campos: Sandbostel, en el norte de Alemania, y luego ese de Austria, junto a otros miles de españoles.

Al principio lo destinaron a una carpintería, en una fábrica del pueblo en la que por su trabajo los SS cobraban un sueldo. Era un esclavo. Desde que se lo llevaron de su apartamento era como un muerto, el fantasma que seguirá siendo cuando vuelva a París para buscar a Anna, pero él todavía no puede saberlo, cuando el campo sea liberado por los americanos, cuando vuelva a ser un hombre libre al que le resultará tan difícil encontrar las ganas de recuperar su vida. Un muerto es lo que es ahora Rubén Castro y un muerto de verdad es lo que quiere ser aquella mañana en lo alto de Wiener Graben. Saltar es lo que quiere. Volar cincuenta o sesenta metros hasta estrellarse contra el suelo. Ha visto cómo los SS han empujado a algunos prisioneros por pura diversión, o como otros compañeros suyos han aprovechado un descuido de los vigilantes para arrojarse ellos mismos al vacío, sin soltar la piedra descomunal que llevan sujeta a la espalda en una especie de mochila de madera. Ha visto tantas cosas terribles desde que lo encerraron que piensa que lo único que ha aprendido es que la imaginación de las personas no tiene límites cuando de hacer daño con impunidad se trata.

Esa mañana de verano, ni él mismo sabía cómo estaba vivo todavía, cómo había conseguido llegar hasta su tercer año de cautiverio sin que el hambre, el trabajo forzado, las palizas, las enfermedades o los castigos hubieran acabado con él. Nunca había sido un hombre fuerte, y por alguna razón que no entendía había visto caer a otros mucho más fuertes que él, mejor preparados para sobrevivir al cautiverio. Pero ya no podía más. A él no iban a tener que empujarlo cantera abajo. Ni siquiera se iba a aligerar de peso. Lo mejor sería saltar con el bloque de granito. Pesaba tan poco que se le antojaba que, si se lanzaba al vacío sin la piedra, podría caer como una pluma, quedar suspendido en el aire, llegar hasta el fondo de la cantera mecido, sin hacerse daño. Solo iba a tener que salirse de la fila al llegar arriba. Él estaba en la parte de la derecha, apelotonado entre docenas de prisioneros que acarreaban piedras como él. No tendría que dar más de dos pasos hacia el abismo y dejarse caer, como un fardo. No serían más que unos segundos. Esperaba no sentir nada. Solo quedaban treinta escalones para llegar arriba. Rubén, igual que sus compañeros, contaba todos los peldaños cada vez que subía la escalera. Ciento ochenta y seis en total. Ahora solo le faltan treinta. Veintinueve. Apenas dos minutos. Luego veinte o treinta metros más subiendo la cuesta hasta llegar al borde del barranco y podría dejarse caer. Ninguno de sus compañeros tendría tiempo de impedírselo. Los SS tal vez ni siquiera se darían cuenta hasta que no se hubiera estrellado en el fondo de la cantera. A lo mejor pensarían que se había caído, que era otro desgraciado al que las fuerzas lo habían abandonado. Solo diez escalones le faltan ya. Medio minuto. Cuarenta y cinco segundos a lo sumo y ya habrá llegado al final de la escalera. Se esfuerza en pensar en Anna. Desde ayer ya ni siquiera tiene su retrato. Se siente un cobarde por no resistir aunque sea solo un día más, nada más que un día para poder verla. Y entonces escucha la música de un violín que toca un vals y piensa que acaso la antesala de la muerte es un espejismo, que en la despedida, antes de saltar, va a escuchar otra vez la misma música que escuchó ayer a la hora del almuerzo, la misma que había tarareado con los ojos cerrados cuando bailaba un vals con Anna en París después de que le pidiera que se casara con él.

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