Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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Robert Bishop se echa un poco hacia atrás en el respaldo de la silla y luego se pone recto, como si le doliese la espalda. Ahora se inclina un poco sobre la mesa, la mira a los ojos y baja la voz, como si, después de haber estado siguiendo sus pasos durante días, ahora fuese a confesarle el mayor de los secretos.

– Mademoiselle Cavour -le dice, mirándola a los ojos, muy fijo-. Quiero que usted trabaje para mí.

Anna levanta las cejas de una manera exagerada. No tiene intención alguna de ocultar su perplejidad.

– ¿Que trabaje para usted? No me diga que me ha seguido hasta mi casa para ofrecerme un trabajo como reportera.

Robert Bishop debería haber sonreído al menos ante el comentario jocoso de Anna, pero no mueve ni un músculo. No hay el menor atisbo de sonrisa en su cara. Ver una sonrisa en el rostro de Robert Bishop es imposible, pero ella no puede saberlo todavía.

– ¿Qué tendría que hacer? ¿Para qué quiere que trabaje con usted?

– Al principio me basta con que se reúna de vez en cuando conmigo y me cuente algunas cosas -ahora Bishop ha vuelto a apoyarse en el respaldo de la silla-. En mi profesión es muy importante la información, por insignificante que pueda parecer.

Ahora a Anna sí le parece que al menos un poco de ironía sí se esconde tras sus palabras, pero, otra de las cosas que aprenderá con el tiempo, es que con Robert Bishop nunca se sabe cuándo está de broma, si está de broma alguna vez siquiera. Su carácter serio, reservado y meticuloso lo va a ir conociendo durante los próximos meses. Porque aún no se lo ha dicho, pero su respuesta es sí. El hombre que está sentado ahora en el salón de su casa y que arranca el último sorbo al vaso de vino antes de levantarse es un espía. No le cabe duda a Anna.

Siente que esto no le está pasando a ella. Le gustaría pensar que se trata de una novela o una película de esas que tanto le gustan a Rubén. Pero Rubén está preso, tal vez en Alemania, como la ha informado Bishop, y ella no puede ni debe permitirse ningún pensamiento frívolo. Nunca ha imaginado que conocería a un espía, ni siquiera lo ha deseado, y la única razón por la que va a decir que sí al hombre que se ha presentado en su casa es porque le ha dicho que puede proporcionarle información sobre Rubén. Lo demás no importa.

Están los dos de pie. Casi sin darse cuenta, como si fuera otra persona la que se hubiera apoderado de ella durante la comida, Anna ha estirado el brazo y se sorprende estrechando la mano del hombre que está a punto de marcharse.

– De acuerdo. Colaboraré con usted. No estoy segura de en qué puedo serle útil, pero lo haré.

El hombre asiente. Inclina la cabeza un poco. Por un momento Anna cree que está a punto de besarle la mano.

– Hace usted lo correcto, mademoiselle. No le quepa duda de ello. Dentro de unos días volveremos a encontrarnos.

– ¿Dónde?

– No se preocupe. Yo la buscaré.

Aún no se ha marchado Robert Bishop de su casa cuando Anna le dice lo que es más importante para ella:

– La próxima vez que nos veamos quiero que me traiga alguna noticia sobre Rubén.

Y el hombre que tal vez sea un espía pero no se lo ha dicho todavía, y Anna piensa que tal vez no se lo dirá jamás, baja los ojos antes de abrir la puerta. Con el pomo todavía en la mano a ella le parece que el tiempo se ha quedado suspendido de repente. Tal vez no ha sido buena idea decirle esa última frase que ha sonado como un ultimátum, pero no lo ha podido evitar. N o se ha podido callar.

– Necesito saber que al menos está bien -matiza.

Robert Bishop asiente, un gesto apenas terminado, antes de abrir la puerta. No dice una palabra. Cierra la hoja tras él (con suavidad, como si no quisiera que los vecinos del bloque escuchasen que se iba. Anna tarda un poco en asomarse a la ventana, pero no mucho más que un momento, y cuando quiere encontrarlo al otro lado del cristal le resulta imposible ver a nadie en la calle. Mira a la derecha y a la izquierda. Levanta el cristal basculante de la ventana para asomarse, por si todavía está en el portal, pero no hay rastro de Robert Bishop. Anna se repliega despacio al interior de su apartamento y, antes de cerrar la ventana, vuelve a mirar a un lado y a otro de la calle. Es como si el americano no hubiera existido nunca, como si la visita no hubiera sido más que un producto de su imaginación. Si creyese en los fantasmas, pensaría que Robert Bishop, o como quiera que se llamase, no había sido más que un espejismo que se le ha cruzado delante de los ojos desde hace diez días por culpa del cansancio y la tensión que lleva acumulados desde que se llevaron a Rubén. Un cansancio y una tensión que habían estado haciendo mella en ella hasta casi volverla loca. O hasta volverla loca.

Se sienta en la silla. Luego recogerá su plato, la botella y los dos vasos de vino. Que haya otro vaso en la mesa es la prueba de que Robert Bishop ha estado en su casa, que lo que acaba de pasar no ha sido una alucinación.

Si el hombre que acababa de marcharse hubiera querido, se habría dejado ver en la calle. Anna piensa que si había descubierto que él la seguía durante estos días ha sido porque él ha preferido dejar patente su interés en encontrarse con ella, que a lo mejor quería dejarse ver, preparar el terreno para cuando le propusiera que trabajase para él.

Ahora solo espera que la próxima vez que se lo encuentre le traiga alguna información sobre Rubén.

Buenas noticias.

Ojalá.

RUBÉN

Cinco años antes había paseado del brazo de Anna por esa misma plaza. Los domingos, a veces, caminaban hasta la boca de metro, en verano, para ir al bosque de Boulogne o cruzaban el río para pasear por el barrio Latino y llegar hasta los jardines de Luxemburgo o seguir un poco más lejos, hasta Montparnasse. Rubén recordaba muy bien la última vez que habían dado ese paseo. Cómo podría olvidarlo. Un domingo por la mañana, primavera. Los alemanes todavía no habían llegado a París. Incluso si uno era optimista podía pensar que tal vez nunca lo harían, que a lo mejor la locura se detendría. Nadie era capaz de imaginar entonces que sucedería todo lo que vino después. Ni los más pesimistas. Anna y él tampoco. Ya habían celebrado su primer aniversario juntos. Rubén le iba a pedir a Anna que se casara con él. Llevaba un anillo en el bolsillo. Había jugueteado con él durante todo el paseo.

Al atravesar el Sena se detuvieron unos minutos en el puente de Notre Dame. Allí fue donde estuvo tentado de sacarlo la primera vez. Pero siguieron caminando, atravesaron la Íle de la Cité, cruzaron sin prisas el barrio Latino. Rubén pensaba hacer tiempo para llevar a Anna, después de pedirle que se casara con él, al café Procope, sentarse los dos juntos en la cristalera, y tal vez darle el anillo allí, si es que aún no había encontrado el momento oportuno para hacerlo durante el paseo. Había conocido Rubén a otras mujeres, pero con Anna era diferente. Gracias a ella, había podido sobrellevar mejor la vida gris de profesor español exiliado en París por culpa de la guerra. Pero a Rubén le daba un poco de miedo regalarle el anillo. Los habían presentado unos amigos comunes. El joven profesor español de latín y la guapa parisina de padre francés y madre alemana congeniaron enseguida. No tardaron en hacerse muy amigos. Anna no hablaba español y Rubén no sabía una palabra de alemán. Quedaron en que cada uno enseñase al otro el idioma que no sabía. Mientras tanto, hablaban en francés. A ella le hacía gracia su acento español. A él le gustaba cómo se reía.

– Hablas muy bien francés, pero no has perdido tu acento español. Me gusta. Espero que no lo pierdas nunca.

Fue entonces cuando se besaron. Apenas hacía una semana que los habían presentado. Estaban sentados a una mesa, frente a la cristalera del café Procope, y Rubén quería llevarla ese domingo otra vez a ese mismo lugar para pedirle que se casara con él.

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