Luego Anna se levanta. Ya es la hora de comer. En lugar de sentirse aliviada por haber despistado a quien la sigue se lamenta por no haberse acercado a él directamente, haberle abierto camino. Tal vez haya perdido la oportunidad de tener noticias de Rubén, lo que lleva intentado cada día desde hace un mes en las dependencias principales de la Gestapo en París.
Cruza la plaza y emboca de nuevo la rue de Pas de la Mule para dirigirse a su casa. Es lo mejor. Si se trata de alguien de la Gestapo o cualquiera con intención de hacerle daño se lo hará igualmente, resuelve, y gracias a ese pensamiento consigue estar un poco más tranquila. No hay nada que pueda hacer, nada salvo dejarse ver esa mañana de domingo de mediados de otoño en París, el primer otoño que la ciudad está ocupada por los alemanes. Camina decidida hacia la plaza de la Bastilla y, antes de cruzar el bulevar Beaumarchais, se detiene unos segundos frente al monumento. En esa esquina es donde un rato antes ha tenido la sensación insoportable de que alguien la seguía. Tal vez hay alguien con los ojos puestos en su espalda mientras camina, pero ella no se apresura ahora. Más bien al contrario, incluso la afecta una leve punzada de decepción cuando llega a la esquina de la calle donde está su casa.
Le gustaría volverse, pero se abstiene de hacerlo, no por aprensión, sino porque no quiere espantar a quien pueda seguir sus pasos. Está claro que quien la sigue prefiere abordarla, si es que finalmente lo hace, en las cercanías de su casa. Pero al llegar al portal no puede evitar detenerse un instante y mirar a un lado y a otro, por si ve al mismo hombre que hace unos días fumaba un pitillo tranquilamente en una esquina de los jardines de las Tullerías mientras la observaba.
Pero no hay nadie en la calle. Ningún hombre que lleve sombrero quizá para ocultarse el rostro, tan solo una mujer joven que empuja el carrito de un niño. Chasquea la lengua y se mete en el edificio, sin detenerse, no quiere que Marlene la vea, abra la puerta y la invite a pasar a su casa. No tiene ganas. De los vecinos del bloque ha sido Marlene la única que de verdad ha mostrado interés en sus problemas. Los otros lo único que han hecho es mirar hacia otro lado cuando se la han cruzado por las escaleras, les da miedo que a ellos también pueda llevárselos la Gestapo, o es que piensan que si se han llevado detenido a Rubén es porque habrá hecho algo malo o porque tal vez desarrolla una actividad política clandestina. No es más que un español republicano exiliado, uno de tantos, o a lo mejor es mucho más sencillo y lo que ocurre es que a sus vecinos lo único que les pasa es que no quieren problemas.
Abre la puerta de su piso sin haberse encontrado con ningún vecino. Cuelga el bolso en el respaldo de una silla y se mete en la cocina para preparar algo de comer. Quiere hacer tiempo. Mientras se calienta la comida, se asoma por la ventana, una, dos, tres veces, por si hay alguien apostado en la calle, alguien que espera que ella vuelva a salir y así tener la oportunidad de encontrársela. Pero la suerte le resulta esquiva esa tarde, y ahora se pregunta si no hubiera sido mejor haberse quedado un rato más en la plaza de los Vosgos, sentada en el banco como quien espera una cita, hasta que un hombre al que no conoce, un hombre que lleva días buscándola hubiera decidido que por fin había llegado el momento de hablar con ella.
Pone la mesa, apenas tarda en hacerlo. El ánimo ensombrecido, igual que todos los días desde que se llevaron a Rubén, porque solo hay que poner cubiertos para uno. Desde que él no está, Anna casi siempre pica algo sola, de pie, en la cocina, pero ahora tiene la sensación tal vez absurda de que, si pone la mesa, como si tuviera un invitado, hará tiempo para que el hombre que la sigue aparezca en la calle. Ya ha puesto el mantel, media botella de vino, y no puede retrasar más el momento de empezar a comer. Con el plato en la mesa piensa qué día de la semana que empieza mañana se cruzará otra vez ese hombre en su carnina. Enciende la radio antes de sentarse, pero no ha probado todavía una cucharada de su almuerzo cuando escucha que alguien llama a la puerta.
Tiene que aguzar el oído. Incluso piensa que puede no ser más que una alucinación. Se levanta para desconectar la radio. Aunque tiene una corazonada, no es lo más recomendable tener la radio encendida cuando llaman a la puerta. A veces la frecuencia se cambia sola, y, en lugar de música, por el altavoz puede salir de pronto la voz de Churchill animando a los británicos a resistir con coraje los bombardeos alemanes. Se queda quieta, de pie, en el pequeño salón de su piso, la radio apagada, el hilillo de humo que sale de la verdura hervida, y durante unos segundos que se le antojan infinitos contiene la respiración. Incluso piensa que se está volviendo loca.
Nada, ni un ruido. Tal vez solo ha sido producto de su imaginación. A lo mejor no ha llamado nadie y, lo que es peor: ¿y si tampoco la ha seguido nadie? ¿Y si es que no había nadie en la esquina de los jardines de las Tullerías? ¿Y si se estaba volviendo loca y lo único que veía eran fantasmas? Respira hondo, para relajarse, para escuchar mejor, pero el corazón le bombea sangre con tanta fuerza que lo siente latir en los oídos. Espera un momento. Vuelve a mirar por la ventana. No hay nadie en la calle. Ni un alma. Apoya la cabeza en el cristal. Tiene que controlar sus emociones. Desde que se llevaron a Rubén no ha habido una sola noche en la que haya podido conciliar un sueño decente y, evidentemente, lo que le está sucediendo ahora no es más que una consecuencia de todo eso. Se vuelve despacio. Ahora vas a encender la radio otra vez, se dice. Vas a escuchar algo agradable y vas a terminar de comer tranquilamente, te vas a beber media botella de vino y luego vas a dormir un buen rato.
Una música suave se apodera del apartamento cuando Anna gira el interruptor otra vez, pero, antes de sentarse, de nuevo vuelve a escuchar unos nudillos golpear la puerta del piso. Ahora no se lo piensa. Abre la puerta, sin echar un vistazo primero por la mirilla, y en el umbral hay un hombre al que está segura de haber visto más de una vez durante los últimos diez días. El sombrero ahora lo lleva en la mano, pero Anna tiene la certeza de que es el mismo tipo que la seguía esta mañana, el mismo al que ha esperado sin ningún resultado en la plaza de los Vosgos.
– Buenas tardes -se presenta, y Anna enseguida detecta en sus palabras un leve acento británico o quizá norteamericano-. Me gustaría hablar con usted, si tiene un momento.
Anna asiente, levemente. Desde luego, murmura. Se aparta para que pueda entrar y, antes de cerrar la puerta mira a un lado y a otro para asegurarse de que nadie los ha visto. Está segura de que la conversación que va a tener con él no es de las que pueden contarse a los vecinos ni a los amigos.
Ahora el hombre está sentado a su mesa. Anna desvía la punzada de nostalgia que siente al verlo en la silla en la que debería estar Rubén. Aún no ha tomado un sorbo del vaso de vino que le ha servido. Antes ha rechazado amablemente el plato de verduras hervidas que le ha ofrecido. Sigue siendo un desconocido, pero le ha dicho su nombre antes de sentarse. Aún no ha bebido del vaso porque está esperando a que ella lo haga del suyo primero. Es un tipo educado. Eso salta a la vista. Robert Bishop es su nombre. Anna no sabe si es inglés o norteamericano. Su inglés no es tan bueno todavía como para darse cuenta tan pronto, y él habla un francés notable, aunque resulta obvio que aún no ha podido desprenderse del todo de su acento. Pero lo más lógico es que ese hombre que está en su casa sea un ciudadano norteamericano. De momento, y aunque mucha gente espera que suceda pronto, los Estados Unidos no le han declarado la guerra a Alemania. Y hay quien piensa que tal vez no ocurrirá nunca. Pero Anna no hace preguntas. Prefiere dejar que sea él quien hable. Al cabo, es el tal Robert Bishop quien la lleva siguiendo desde hace días.
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