Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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El Violinista De Mauthausen: краткое содержание, описание и аннотация

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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Se para Marlene un instante, parece estar pensando con cuidado lo siguiente que va a decir. Ahora es ella la que mira la calle. Es como si de pronto hubiera perdido el apetito. De la sopa se levanta un hilillo de humo agradable, pero la mujer ha dejado la cuchara en el plato y a Rubén le da la sensación de que no la va a volver a coger. A él le pasa lo mismo. Debería comer, tiene mucha hambre, pero tampoco se siente capaz ahora mismo de seguir haciéndolo.

– ¿Se acostumbró Anna? ¿Qué quieres decir con eso? Marlene deja de mirar por la ventana, lentamente, y se lo queda mirando. Es como si de pronto hubiera regresado al pasado, un viaje rápido a un tiempo que ha quedado atrás no hace tanto.

– Supongo que tienes derecho a saberlo todo.

– Para eso he venido desde Austria hasta París. Para encontrar a Anna, para saber qué ha pasado durante todos estos años. Cinco años -concluye, bajando la voz, como si hablase para sí-. Cinco.

– ¿Qué quieres que te diga? Marlene le sostiene la mirada.

– Es lo único que quiero. Saber la verdad. Saber por qué nadie quiere hablarme de Anna, por qué la gente a la que he preguntado por ella ha evitado decirme algo. ¿Acaso piensan que no lo podré soportar? ¿Tan duro es lo que ocultan? ¿Tan trágico? No te puedes imaginar cómo es el lugar de donde vengo. Nadie que no haya estado allí puede imaginarlo siquiera.

Ahora Marlene baja los ojos y asiente, como si comprendiera. Parece buscar en la sopa que se enfría la respuesta o el valor necesario para contarle a Rubén lo que sabe, o peor, lo que se imagina o es un secreto a voces entre quienes tuvieron algún trato con Anna cuando los alemanes ocupaban París.

– Es posible que Anna cambiase después de que te detuvieran -va a intentar decírselo con el mayor tacto posible, pero está segura de que al hombre al que ha invitado a cenar en su casa le va a resultar igual de doloroso-. La gente cambia, como te digo. Ha de adaptarse a los tiempos si quiere sobrevivir, y Anna tal vez hizo lo que tenía que hacer, porque no le quedó más remedio. Quién sabe. Yo no lo comparto. No puedo compartirlo. Y la mayoría de quienes la conocían o te habían conocido a ti o habían sido amigos tuyos tampoco. Es algo imposible de aceptar. Sobre todo después de que te hubieran detenido. No fue al principio, desde luego, si es que se puede decir esto en su descargo, si es que cabe alguna clase de disculpa en lo que hizo. Creo que lo fue hasta finales del 42 por lo menos, o quizá ya estábamos en el 43.

Rubén ya ha dejado definitivamente la sopa. Ha vuelto a quitarse las gafas y a frotarse los ojos. Después de haber llegado hasta aquí y de haber pedido que le contaran lo que había pasado le gustaría taparse los oídos y echar a correr. Correr hasta que le fallasen las fuerzas y le reventasen los pulmones. Correr, sí. Marcharse tan lejos como sus débiles piernas fueran capaces de llevarlo. Pero Marlene se lo va a contar todo.

– A mí, cuando me lo contaron, no me lo creí. Te lo juro.

La había visto con algún hombre antes, Rubén. Lo siento. No me gusta ser yo quien te lo diga, pero es la verdad. Había pasado mucho tiempo desde que te detuvieron, más de un año, y es posible que creyese que estabas muerto, o a lo mejor le habían dicho que ya no volverías nunca. Fuera lo que fuese, ella jamás se lo contó a nadie. Pero fue a finales del 42, o en el 43, como te decía, cuando se la empezó a ver con un alemán. Decían que era un ingeniero, sin embargo otros aseguraban que era militar, pero cuando él venía por aquí lo hacía de paisano, sin ningún coche oficial, como si fuera un parisino más que se pone un traje y viene a recoger a su novia para ir a cenar.

Marlene se queda callada un instante después de decir novia pero luego se encoge de hombros. ¿Qué gesto puede hacer delante de un hombre al que le está contando que la mujer de la que está enamorado lo ha traicionado?

– Al principio fue discreta, pero luego, a medida que pasó el tiempo, dejó de importarle que la vieran con ese hombre por la calle, pasear cogida de su brazo por el bulevar Beaumarchais, cuentan que algunas veces él vestido de uniforme incluso, con la gorra de plato, las botas lustrosas y los pantalones bombachos, pero eso no te lo puedo asegurar. La gente es muy exagerada con los chismes. Un día recogió sus cosas del piso, sin que la viera nadie, desde luego, y ya no volvió nunca por aquí. Sus amigos habían dejado de hablarle. Yo también, Rubén. Lo siento, pero yo también le retiré el saludo. Es lo que cualquier persona decente hubiera hecho. Dejar de hablarle. Podía haber sido peor. Hubo quien aseguró que la mataría en cuanto tuviera una oportunidad. Se había convertido en una traidora. A ella, que vivía con un republicano español antes de que los alemanes ocupasen París, la sangre que había heredado de su madre le había jugado una mala pasada y la había convertido en una traidora. Fíjate. Anna. La misma Anna que tú habías conocido, con sus ideas, con sus convicciones de izquierda, sentada en una terraza del bulevar Beaumarchais con un científico alemán y sus amigos nazis.

Rubén quiere salir a correr, volar por la ventana si pudiera. Taparse los oídos le gustaría. Se traga el vino que le queda en el vaso de un trago, al beber se le escapa un hilillo de líquido por la comisura. Siente que le falta el aire de repente. Coge la botella y la vacía de nuevo en el vaso. Lo hace sin mirar a Marlene, es como si estuviera solo y la voz de un fantasma le contase lo que había pasado, encajando algunas piezas de un puzle que después de completarlo piensa que tal vez hubiera sido mejor no haberse preocupado de verlo terminado. Pero ya no hay vuelta atrás. El último vaso de vino le ha hecho entrar en calor.

– ¿Dónde está Anna ahora? -le pregunta-. Necesito saber dónde está.

– No lo sé, Rubén. Me gustaría decírtelo, pero no puedo, y no te creas, más de uno quisiera saber dónde está Anna para pedirle cuentas. Se dicen cosas terribles sobre ella. Quién podría decir cuáles son verdad y cuáles mentira. Parece ser que al principio de la ocupación, no mucho tiempo después de que te detuvieran, empezó a colaborar con la Resistencia, pero con el tiempo terminó cambiando de bando. Quién sabe. Tal vez cambiaron sus ideas o sus intereses o se sintió confusa y perdió el norte. Puede que la obligaran. Eso solo ella puede saberlo. Lo que a mí me han contado es que traicionó a sus compañeros, que murió gente por su culpa. Pero ni siquiera eso lo tengo claro. A pesar de todo, me gusta pensar que tuvo algún motivo para comportarse de esa forma, a veces creo que incluso me gustaría sentarme a tomar un café con ella y que me contara por qué se comportó así, por qué hizo lo que hizo. ¿Quieres saber dónde está? Ya te digo, en eso no puedo ayudarte. Ojalá pudiera.

Le ha cogido la mano desde su lado de la mesa. Rubén piensa que lo que Marlene quiere es que no beba más. La gente cambia con el tiempo, le ha dicho, y él ha pasado cinco años fuera, en el infierno, y tal vez Marlene tema que al final acabe poniéndose violento, que se vuelva loco, si es que no lo está ya, después de lo que ha pasado y de lo que ella acaba de contarle.

Pero Rubén también está confundido. Y aturdido, y cansado. Mira la botella de vino, aún por la mitad, como una tentación.

– Anna se fue de París antes de que llegaran los aliados.

Te hubiera gustado estar aquí, Rubén, el año pasado, en agosto. Los españoles fueron los primeros en entrar en la ciudad, con el general Leclerc al mando. Aquel día fue una fiesta. El día más feliz de mi vida.

Rubén ya sabía que los españoles fueron los primeros que entraron en París, pero ahora mismo eso le da igual. Incluso le sería indiferente que le contaran que los hombres de la 101 aerotransportada se habían lanzado en paracaídas sobre Madrid para echar a Franco del Pardo. Ahora solo piensa en Anna. No es capaz de verla cogida del brazo de un alemán, da igual que sea un oficial de la Wehrmacht, un científico o un SS. No puede ser. Ella no. Tiene que ser otra. Anna no, sino alguien que se le parece.

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