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Andrés Domínguez: El Violinista De Mauthausen

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Andrés Domínguez El Violinista De Mauthausen

El Violinista De Mauthausen: краткое содержание, описание и аннотация

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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Se dice que ya no puede esperar más, que tiene que subir, cuando trata de arrancar una calada al pitillo y no le queda más remedio que reconocer que se le han terminado las excusas, que el paquete de tabaco está vacío y que ya no puede demorarse más en la acera. Ha llamado al teléfono del piso varias veces, casi todas desde Austria, cuando lo liberaron. Pero nadie respondió jamás a ese número, y entonces se dijo que tal.vez lo habían cambiado o que ahora quizá podría ser de otra persona, o que el mundo podría haber evolucionado en cinco años mucho más de lo que él podía sospechar, que tal vez los teléfonos ya no funcionaban como antes de que lo encerrasen, de que lo apartasen del mundo y de que le pusieran un uniforme con un triángulo azul en el pecho. Incluso había escrito Rubén una carta y la había enviado para anunciar su llegada. La dirección y el teléfono de su casa los recordaba muy bien, se los había repetido cada día en el campo, tumbado en un jergón estrecho junto a otros dos presos, como animales los tres. A pesar del cansancio y del frío se esforzaba cada noche en recordar su nombre, Rubén, Rubén Castro, su nombre y su número de teléfono y su dirección, una letanía a la que agarrarse para seguir considerándose a sí mismo una persona y no un animal. Pero el teléfono que había marcado cuando lo liberaron no había respondido nunca a sus llamadas, y quizá aquella carta que envió desde Austria antes de empezar el viaje de regreso a Francia no había llegado tampoco a su destino, o quizá sí llegó pero la persona a quien iba dirigida se había mudado. Anna podría ya no estar aquí, y tal vez alguien a quien no iba dirigida la carta que Rubén le había escrito a Anna cuando lo liberaron la había abierto con extrañeza o con curiosidad, alguien que ahora vivía allí y se había sentado a leerla, alguien que se había enterado de su vida, de sus penas y de sus anhelos y tal vez había llorado al terminar o se había reído o se había mostrado indiferente o había pensado que las cosas que contaba no eran más que los desvaríos de un desequilibrado, o no la habría leído siquiera y había hecho una bola con ella y la había arrojado a la papelera sin poder devolverla a quien la había enviado ya que Rubén Castro no había escrito ninguna dirección en el remite porque no la tenía.

Quien hubiera recibido aquella carta que él había mandado desde Austria, Anna u otra persona que ahora vivía en este piso a cuya puerta Rubén vuelve a llamar, está a punto de abrir. Se ha vuelto a ajustar el nudo de la corbata y se ha pasado la palma de la mano por el pelo prematuramente ralo y encanecido antes de encontrarse con nadie.

A pesar de estar convencido de lo contrario, hasta el último momento ha conservado Rubén un hilo de esperanza. Se ha imaginado a Anna abriéndole la puerta del piso, mirándolo extrañada durante unos segundos, como si no lo reconociese o ya hubiera dejado atrás, hacía mucho tiempo, el último resquicio de esperanza, una minúscula dosis de ilusión por volverlo a ver con vida. A Rubén le gustaría que ahora, al llamar a la puerta de su casa, solo hubieran pasado unas horas y no cinco años desde que se fue, mirar a Anna y pedirle disculpas por haber ido a dar un paseo y haber olvidado las llaves. Es eso lo que tiene pensado decir si es ella quien le abre la puerta, si es capaz de articular palabra después de verla llevarse la mano a la boca con sorpresa y luego ponerse a llorar antes de echarse en sus brazos. Mi vida, perdóname, pero es que me he dejado las llaves olvidadas esta tarde cuando fui a dar un paseo. Rubén se repite la frase para darse coraje antes de golpear la puerta con los nudillos por segunda vez en el mismo día. Mi vida, perdóname, pero es que me he dejado las llaves olvidadas esta tarde cuando fui a dar un paseo.

Pero no es Anna quien lo recibe en el piso, y Rubén siente. incluso una especie de alivio secreto al ver el rostro del hombre mayor, casi un anciano, que lo mira con gesto hosco al otro lado del umbral. Inclina brevemente la cabeza para saludarlo. Desde que ha salido del campo no es capaz de acostumbrarse a mirar a nadie que no conoce directamente a los ojos. Demasiados fantasmas lo acompañan. Sostiene el sombrero en el pecho, por el ala, como si pudiera protegerse, girándolo despacio.

– Buenas noches -le dice-. Perdone que le moleste, pero estoy buscando a una mujer que se llama Anna Cavour. Vivía en este piso hace algunos años, antes de la guerra.

No es hasta entonces cuando mira a los ojos del hombre que lo observa desde la que había sido su casa con el ceño fruncido. Viste un batín de cuadros y unas pantuflas. Es muy mayor, y seguramente vive solo. Si no, no habría abierto la puerta él. Es probable que no oyese el timbre del teléfono o que hubiera dado de baja el número y por eso nadie contestaba a sus llamadas, las que hizo desde Austria y las otras dos que ha hecho esta tarde, desde una cabina, luego de salir de la academia adonde había ido para buscar a Anna. Puede que ese anciano haya leído la carta que mandó desde Austria. Lo mejor será ser sincero con él.

– Yo vivía con ella aquí, en este piso. Hace cinco años que no he vuelto a París. Los nazis me llevaron preso.

El viejo sigue mirándolo, como si calibrase la veracidad de sus palabras. Su piel pálida, el pelo casi blanco, la extrema delgadez, los ojos hundidos tras las gafas diminutas. Rubén podría tener cuarenta años menos que el hombre que ahora habita el piso donde había vivido con Anna, pero, a primera vista, para alguien que no fuera demasiado observador, podría parecer que tenían los dos la misma edad.

– ¿Es usted español?

Rubén asiente. Han pasado más de ocho años desde que salió de España pero su acento todavía lo delata. Se permite alegrarse un instante por ello, por conservar un rasgo de sus orígenes.

– Vine a París antes de que terminase la guerra en España. Trabajé aquí durante tres años, pero luego vinieron los nazis y me detuvieron.

No espera Rubén ninguna clase de hospitalidad por parte de un anciano a cuya puerta acaba de llamar para preguntarle por una mujer que ha vivido allí antes que él. Pero al menos no le ha cerrado la puerta y lo está escuchando, y eso ya es bastante más de lo que está acostumbrado o espera de nadie.

Y cuando cruza el umbral es un extraño en una casa que habitó en otro tiempo, en otro mundo que ahora se le antoja tan lejano como si nunca le hubiera pertenecido. Los muebles no son los mismos, hay un sofá nuevo en el salón, y una mesa con dos sillas dispuestas de una forma diferente a como Anna y él las tenían. El sofá ahora está frente a la ventana: seguro que al anciano le gusta comer mientras ve la calle. Se pregunta cómo será ahora la habitación en la que Anna y él dormían, si ese hombre también utilizaría la misma cama grande y cómoda que ellos habían compartido durante poco más de un año, apenas un suspiro, qué poco tiempo, se ha lamentado Rubén cada vez que lo ha recordado cuando estaba preso.

Es su misma casa, pero al mismo tiempo tampoco lo es. El olor es distinto. Puede ser el de una persona mayor, pero desde luego no es el olor de la mujer a la que ha venido a buscar, ni el aroma que llega desde la cocina es el mismo de los platos ricos que Anna y él preparaban cuando vivían allí. Se le vienen demasiados recuerdos a la cabeza, pero respira hondo, cierra los ojos, para contenerlos. Ahora no, se dice. Ahora no es el momento de derrumbarse.

Se ha sentado Rubén a la mesa sin darse cuenta, y todavía no ha cogido el vaso de vino que ha aparecido de repente,· como si hubiera brotado de la madera por arte de magia. El hombre que ahora ocupa la que antes había sido su casa arranca un pequeño sorbo a otro vaso de vino.

– Así que español-lo escucha decir.

Rubén asiente. Español, sí. Como si eso significase algo. -Llegué aquí en el3 7, pocos meses después de que empezase la guerra civil en España. Me instalé en París. Encontré un trabajo decente, enseñaba latín en un instituto y me enamoré de una mujer estupenda, pero luego los alemanes llegaron a París y se complicó todo.

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