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Andrés Domínguez: El Violinista De Mauthausen

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Andrés Domínguez El Violinista De Mauthausen

El Violinista De Mauthausen: краткое содержание, описание и аннотация

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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No había reproche ni desdén en las palabras del teniente. Tan solo era la manera fría y escueta que un militar tenía de contar lo sucedido.

Bishop asintió antes de dirigirse a la acera. Todavía no se había encargado nadie de cubrir el cadáver con una sábana. Dedicó una especie de vago saludo al policía alemán que se interponía entre el cuerpo tendido en la acera y los curiosos que no se decidían a abandonar la escena del crimen. Después del horror de seis años de guerra, a Bishop le sorprendía que a la gente todavía le quedasen ganas de contemplar a un tipo muerto en la calle. El charco de sangre llegaba hasta el asfalto, como una alfombra roja y viscosa. El hombre estaba boca abajo y su espalda no presentaba ningún signo de violencia. Tanta sangre alrededor solo podía significar que lo habían degollado. Bishop se agachó y, procurando no mancharse el traje ni el abrigo, le dio la vuelta al difunto. Tenía los ojos cerrados, y estaba seguro de que no se debía al gesto piadoso de quien le había rebanado la garganta esa noche. La piel ya estaba fría. Bishop tragó saliva y a duras penas contuvo una arcada. Él tampoco se había acostumbrado a tocar a un muerto después de seis años de guerra. Hay ciertas cosas a las que uno no llega nunca a habituarse.

Por la forma y la trayectoria del tajo estaba claro que quien le había rebanado el cuello era diestro, más alto que el fallecido, y que lo había pillado por sorpresa. Pero eso no era lo que más le importaba. Su trabajo no era descubrir quién lo había matado, sino haber evitado que lo matasen. Y había fallado, otra vez. Conocía a ese hombre. No es que fuera famoso, pero había visto su foto muchas veces durante el último año, durante los últimos meses de guerra. Los últimos doce meses los había pasado siguiendo su pista y la de algunos de sus compañeros. Si hubiera venido a buscarnos a nosotros, se lamentó Bishop, más por no haber conseguido hacer bien su trabajo que por lástima hacia el muerto, ahora estaría vivo. Lo pensó antes incluso de darse cuenta del pico del papel que le asomaba en el bolsillo de la chaqueta, como si alguien lo hubiera metido allí de mala manera o porque quisiera que quien encontrase el cadáver no tuviera sino la curiosidad de sacarlo y mirarlo para ver lo que ponía, tal vez la lista de la compra, un secreto de estado, un poema de amor que ya no llegaría a su destino o la última voluntad de quien sabe que se está jugando la vida. Estaba seguro Bishop de que quien lo hubiera degollado quería que supieran su identidad, que no tuvieran que marearse o quebrarse la cabeza o hacer preguntas para averiguar su nombre. No era solo un mensaje para ellos, sino también una advertencia para los que quisieran intentar lo mismo que él. Pero estaba seguro Bishop de que faltaba una carpeta o un sobre con documentos, secretos que se habían convertido en una mercancía valiosa, más valiosa incluso que las joyas o el dinero porque había gente que estaría dispuesta a pagar mucho por ellos, matar incluso.

Hasta podría llegar a sentir compasión por aquel hombre. Era más que posible que su motivación para arriesgar el cuello no hubiera sido la avaricia, al menos no solo la avaricia o las ganas de enriquecerse, sino algo tan sencillo como sobrevivir. Abrió su cartera con la certeza de conocer su nombre, la fotografía que tal vez ya no se parecería demasiado al rostro azulado del cadáver. George, murmuró, antes de leer. Hans Albert George. Alguno de los compañeros de este tipo que ahora estaba tirado en el suelo merecerían que les hubieran puesto una soga al cuello y le hubieran dado una patada al taburete bajo sus pies. El mundo no iba a ser peor sin ellos. Seguro que tampoco mejor, pero eso tampoco tenía remedio ya.

La nota la dejó para el final. Se quedó mirándolo un instante antes de cogerla, como si sus actos fueran el resultado de un ritual que ni él mismo alcanzaba a entender, en lugar de la muestra del hastío o el cansancio que ya le provocaba todo esto. Tres muertos como ese iban ya desde que lo destinaron a Berlín. Los tres con la misma profesión, los tres degollados, los tres con sus documentos de identidad en la cartera, en la calle, y los tres con la misma nota en el bolsillo. La cogió con dos dedos, como si fuera posible encontrar unas huellas que sirvieran para encontrar al culpable. No era más que un papel arrugado que alguien había escrito apresuradamente y había guardado en el bolsillo de la gabardina de un hombre que agonizaba, el asesino tal vez mirando a un lado y a otro para asegurarse de que nadie lo estaba viendo y pudiera recordar su cara para contárselo a la policía de Berlín o a ellos, que eran quienes más interés tenían en encontrarlos. En encontrarlos a todos.

Desdobló la nota, despacio, todavía en cuclillas en el suelo. Decía lo mismo que las otras, a mano, en alemán. Bishop tradujo, mentalmente, sin decir nada. «Todo aquel que sienta el espíritu alemán, a nosotros se unirá. Todo aquel que enarbole una bandera blanca, un puñal en el cuerpo encontrará». Quien hubiera sido el autor de estos versos tal vez no pasaría a la historia de la poesía ni le darían el premio Nobel de Literatura, pero el mensaje era bastante claro.

Se levantó y le entregó los documentos al policía berlinés que seguía haciendo las veces de barrera entre los curiosos y el cadáver. No era deferencia o cortesía profesional, sino que, simplemente, no los necesitaba. No era la primera nota con ese ripio que encontraba abandonada en un cadáver, y el nombre del muerto ya lo había memorizado mucho antes de que la guerra terminase y de que él pudiera imaginar que acabaría desangrado a un tiro de piedra de la Postdamerplatz, en el sector norteamericano. Había leído un dossier completo sobre su vida y su trabajo, el de él y el de muchos de los que trabajaban con él. A algunos pudieron localizarlos a tiempo. Otros se escaparon o no quisieron colaborar con ellos y, ahora, los que no habían demostrado de una forma lo bastante clara su patriotismo estaban terminando degollados en la calle. Peor para ellos. Para ser sincero, a Robert Bishop le daba lo mismo. No sentía apego por ninguno de estos tipos, es más, creía que si a alguno le rebanaban el cuello de oreja a oreja el asesino incluso le haría un favor al mundo. Pero sus jefes no opinaban lo mismo. Las órdenes eran encontrarlos a todos antes de que lo hicieran quienes los consideraban unos traidores y los matasen o que los localizasen los rusos y pudieran pasar al bando equivocado. Y la cuestión era que al final Robert Bishop solo cumplía órdenes.

El policía alemán le dio las gracias al recoger los documentos que le entregó y le sostuvo la mirada. Bishop acostumbraba a tratar a los alemanes con desconfianza, sobre todo si llevaban uniforme. Nadie podría asegurarle que ese hombre que ahora examinaba con detenimiento los documentos no se alegraba igual que él pero por otro motivo de que alguien hubiera degollado al tipo cuya sangre pisaban. Pero así estaban las cosas. Y no dejaba de parecerle bastante cínico pensar que estaban en tiempos de paz con las suelas de los zapatos manchado de sangre. Pero también eran tiempos extraños estos. Antes de subir al Jeep se fijó, incómodo, en las marcas rojas que sus pisadas habían dejado en la acera, como un rastro que lo persiguiera, huellas de las que no podía desprenderse, como si él fuera el último responsable de ese asesinato.

«Todo aquel que sienta el espíritu alemán, a nosotros se unirá. Todo aquel que enarbole una bandera blanca, un puñal en el cuerpo encontrará». Murmuró para sí Bishop el ripio de parvulario cuando se dirigieron a las oficinas de la 055. Ya sabía lo que Marlowe le iba a decir, y tendría razón. Cada vez había más muertos y cada vez les quedaba menos tiempo.

A Robert Bishop le gustaba el chófer que le habían asignado en Berlín porque era un chaval callado, siempre conducía de una forma tranquila, sumido en sus propios pensamientos, atento al tráfico a veces complicado entre los escombros de una ciudad devastada. Apenas había arrancado el Jeep, tuvieron que detenerse detrás de un camión en cuya cuba rebosaban los cascotes. A la derecha, a lo lejos, se podía adivinar el edificio del Reichstag, que todavía conservaba su majestad en mitad de la escombrera en la que se ha convertido la ciudad. Las paredes estaban llenas de agujeros, habían desaparecido las águilas y las esvásticas, pero en Berlín no costaba ver, en cada edificio oficial que se mantenía en pie y que había sido ocupado por los aliados, banderas con barras y estrellas, tricolores, Union Jacks o martillos dorados que se cruzaban con hoces sobre fondo rojo.

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