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Andrés Domínguez: El Violinista De Mauthausen

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Andrés Domínguez El Violinista De Mauthausen

El Violinista De Mauthausen: краткое содержание, описание и аннотация

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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Hacía más de dos años que Robert Bishop no saltaba en paracaídas, pero cuando Marlowe le enseñó la lista y leyó aquel nombre sintió el mismo vacío en la boca del estómago que cuando se ajustaba las correas y comprobaba que el equipo estaba en orden. De algún modo iba a ser como saltar otra vez, de nuevo en territorio enemigo, aunque la guerra hubiera terminado cuatro meses antes. El mismo lugar, la misma mujer. El mismo miedo. Bishop lo pensó todo en un instante, pero no dijo nada.

Por la mañana se había levantado muy temprano. Como cada día, aún no había amanecido y ya se había desvelado. Antes de que sonase el despertador ya llevaba un rato tumbado en la cama, boca arriba, los ojos abiertos.

Desde la ventana del apartamento que le habían asignado a Bishop podía verse buena parte de la ciudad. Después de lavarse y vestirse, antes de bajar a la calle para que lo recogiera un chófer que lo llevaría a las oficinas de la OSS, se quedó un momento contemplando el panorama desigual de la capital del país que se había rendido. Algunos edificios habían quedado intactos, como si la guerra jamás hubiera pasado por la capital del Reich, pero en las mañanas despejadas como aquella era evidente el caos y la desolación de Berlín, la misma estampa que había contemplado en cada una de las ciudades que habían sufrido bombardeos durante la guerra. A veces se le antojaba Berlín a Robert Bishop como una boca enorme y desdentada, una boca con caries, con sangre y agujeros, o una escombrera descomunal en la que los franceses, los británicos, los norteamericanos y los rusos estuvieran excavando para encontrar un tesoro. Y, bien mirado, no eran sino tesoros lo que los hombres como él, cada uno en su bando, tenían la misión de encontrar.

Mientras esperaba el Jeep en la puerta del edificio reconvertido en apartamentos donde se alojaba, miró el cielo, plomizo, oscuro, una sombra triste que cubría una ciudad en ruinas, y respiró hondo. Su chófer llegó menos de dos minutos después. Al verlo esperando en la acera, como cada mañana, miró el reloj con disimulo, para asegurarse de que no había llegado tarde. Bishop no se había molestado en explicarle que se despertaba siempre muy temprano, que no soportaba quedarse demasiado tiempo encerrado en su habitación y prefería esperarlo en la calle.

– Buenos días, señor. En la oficina me han dado esto para usted.

Además de mirar el reloj esa mañana, el chófer le entregó un sobre.

Bishop lo abrió con desgana, y, antes de leer su contenido, se quedó un instante mirando al muchacho, que no parecía tener intención de mover el coche hasta que hubiera leído la nota.

Frunció el ceño antes de leer el documento. Era un sobre con el sello de la oficina de la OSS. Lo leyó y dejó escapar el aire, despacio, por la nariz. Arrojó el cigarrillo a la acera húmeda y se quedó mirando la colilla, como si pudiera encontrar una respuesta en la boquilla que se consumía. Al otro lado de la acera, un crío también miraba el pitillo a medio terminar. En tiempos de escasez, los cigarrillos americanos se pagaban a buen precio en el mercado negro. Bishop sabía que en cuanto el Jeep arrancase el chaval correría a cogerlo. Tal vez sería aquella su única ocupación durante la mañana: buscar las colillas que los soldados aliados tiraban al suelo sucio de Berlín. Todavía se quedó mirando Bishop un momento al niño antes de ordenar a su chófer que lo llevase a la dirección que le habían apuntado en la nota, y antes de que arrancase hurgó debajo de su chaqueta para buscar el paquete de tabaco, sin estar del todo seguro de la razón por la que lo hacía: le apetecía fumar otra vez, pero también quería regalarle los cigarrillos que le quedaban al mozalbete que seguía quieto en la acera esperando a que se fueran, y se alegró por ello. A veces, cuando pensaba que su vida ya no tenía arreglo, se descubría pensando cosas buenas para los demás, como en ese momento y, entonces, igual que ahora, le afectaba una mezcla de extrañeza y de alivio. Al menos quedaba dentro de él algo del ser humano que había sido, pero tampoco estaba seguro de que esa sensación o esos buenos sentimientos le sirvieran para salir adelante. El coche ya había arrancado cuando consiguió encontrar el paquete de tabaco, y todavía se quedó unos segundos mirando la colilla que había arrojado al suelo, pensativo, por el espejo retrovisor, hasta que alguien la aplastó con la suela del zapato y siguió su camino. Con la mano rebuscando en el interior de su chaqueta giró la cabeza para encontrar al chico, pero ya se había marchado. Se removió en el asiento, incómodo, y luego le leyó en voz alta al chófer la dirección que venía escrita en la nota, marcando cada sílaba para que no hubiera duda, inseguro todavía de su dominio de la lengua alemana. Antes de doblar la esquina, volvió a mirar por el espejo y vio al niño agachado en la acera, seguro que recogiendo otra colilla que alguien había tirado. No giró la cara para asegurarse de que el chaval se había cobrado una buena pieza ni le dijo al chófer que parase, pero de repente se vio a sí mismo con esa edad, se imaginó una vida paralela a la que había vivido, una vida en la que a los doce años él también hubiera tenido que recoger colillas durante todo el día para poder llevarse un plato caliente a la boca, y de lo único que le entraron ganas fue de estar muy lejos de allí.

Cuatro meses después de que acabase la guerra parecía imposible que algún día la capital de Alemania pudiera recuperarse. Junto a calles que hubieran sido la envidia de cualquier escombrera había otras por las que parecía que la guerra no había pasado, avenidas por las que circulaban tranvías que llevaban a la gente a trabajar, berlineses que trataban de rehacer sus vidas aferrándose a las rutinas cotidianas: levantarse temprano, tomar tal vez un café, quien pudiera, a pesar de las restricciones.

Ya no quedaban signos externos del Gobierno nazi. Las esvásticas y las águilas imperiales habían desaparecido igual que los uniformes o las botas lustrosas de los oficiales de las SS. Pero cuando Bishop miraba un poco más adentro se daba cuenta de que aún quedaba mucho trabajo por hacer. Casi todo. Él no era más que un oficial de inteligencia enemigo en la capital de un país ocupado, y su obligación era desconfiar de todo el mundo, por muy cerca que dijeran sentirse de los vencedores. La nota que le había entregado el chófer era una prueba perfecta de ello. Bishop se la había guardado en el bolsillo y Había lo que se iba a encontrar cuando llegase a su destino. Todavía no había sentido ese agujero en la boca del estómago, eso sucedería después, pero la preocupación era algo que no podía Reparar de su trabajo, y mucho menos, por paradójico que pudiera parecer, en tiempos de paz.

Cuando llegaron había otros dos coches aparcados en la acera, uno de la policía berlinesa, y otro del ejército de los Estados Unidos, además de un puñado de curiosos arremolinados en la acera. Bishop no llevaba uniforme. Como en el París ocupado por los nazis, también había dejado de llevarlo desde que lo destinaron a Berlín, en julio. No llevar uniforme le resultaba más cómodo y menos intimidatorio para los demás, lo cual facilitaba su trabajo y le permitía moverse con más libertad por los sitios donde nadie lo conocía. A pesar de ir de paisano, los soldados se cuadraron al verlo llegar. Bishop respondió con un leve movimiento de cabeza y luego se quedó mirando al de mayor graduación, un teniente del ejército norteamericano que enseguida lo informó de la situación.

– La policía alemana se puso en contacto con nosotros esta mañana. Una llamada anónima los avisó de que habían encontrado el cadáver de un hombre abandonado en la acera. Cuando avisamos por radio para dar el nombre del muerto, me ordenaron que no tocásemos nada hasta que usted viniera.

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