Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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El Violinista De Mauthausen: краткое содержание, описание и аннотация

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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– Hace tiempo que estoy queriendo hablar con usted -le dice el recién llegado, como si le adivinase el pensamiento. -Lo imaginaba -Anna arranca el primer sorbo de la copa de vino. Luego será él quien la imite-. Pues usted dirá.

– No me he acercado antes a usted porque he preferido esperar el momento oportuno para hacerlo en un lugar discreto, donde nadie pueda vernos o escucharnos. Los jardines de las Tullerías o los alrededores de la academia donde trabaja no me parecían los lugares más idóneos.

– Ni tampoco la plaza de la Bastilla, supongo y mucho menos la plaza de los Vosgos.

– Efectivamente. y tampoco la puerta del hotel Meurice.

– ¿Qué puedo hacer por usted, señor Bishop?

– En realidad sornas nosotros quienes podernos ayudarla.

Lo que más inquieta a Anna es el «nosotros». De pronto, aquel hombre que está sentado a su mesa, antes incluso de haberle propuesto nada, parece como si quisiera diluir su personalidad entre un grupo abstracto de gente a la que acaba de referirse como «nosotros».

– ¿Nosotros?

Robert Bishop. Pasa un dedo por el borde del vaso de vino antes de responder.

– La gente para la que trabajo.

– ¿La gente para la que trabaja?

Bishop vuelve a dejar el vaso en la mesa. Asiente levemente.

– Podernos avanzarle noticias sobre Rubén Castro.

Anna se queda con la cuchara a medio carnina entre el plato y la boca, el gesto suspendido un instante, como si el desconocido que la ha estado siguiendo y ha llamado a su puerta a la hora de comer hubiera venido a fotografiarla.

– ¿Dónde está? ¿Cómo está?

Las dos preguntas se le escapan de la boca atropelladamente. Luego se detiene. Quizá no sea ese el orden más adecuado.

– ¿Quién es usted?

Bishop se pone recto en la silla, como si se sintiese incómodo en la postura que estaba o como si fuera a decir algo importante.

– Mademoiselle Cavour, única hija de Henri F. Cavour y de Helga Petersen, tal vez yo sea la solución a sus problemas.

Anna traga saliva. La solución a todos sus problemas. Ojalá. Pero seguro que no es tan sencillo.

– ¿Dónde está Rubén? -ahora repite la misma pregunta que un momento antes, pero con más calma. -Creemos que está vivo.

– ¿Creemos? ¿Dónde está? ¿En París?

Anna espera que le diga que sí para levantarse, coger el bolso y acompañarlo para ir a ver a Rubén, pero su invitado sacude la cabeza y a ella le parece como si lo lamentase.

– No, en París no. Ni siquiera está en Francia. A los presos políticos como él se los han llevado a Alemania. Creemos que está en un campo de prisioneros, como la mayoría de los republicanos españoles.

A pesar de que lo imaginaba Anna se ha puesto a llorar sin darse cuenta, sin poder remediarlo, ni siquiera tiene ganas de fingir delante de un desconocido.

– ¿Cómo puede saber que está vivo? ¿Quién es usted?

– se seca Anna las lágrimas con el dorso de la mano- ¿Es inglés? ¿Americano?

– Soy ciudadano norteamericano -el hombre arranca otro sorbo al vaso-. Soy periodista. Escribo para varios periódicos de mi país.

Anna no está prestando atención. Ella solo quiere información sobre Rubén. Rubén es lo único que le importa. No los periódicos en los que escriba el hombre que está sentado en el salón de su casa.

– ¿Cómo puede ayudar a Rubén a salir? Robert Bishop se apresura a sacudir la cabeza.

– Ahora mismo pensar en sacar a Rubén de donde está no es posible. Me temo que es algo que ni siquiera podemos contemplar. Pero tal vez más adelante. Dependerá del curso de la guerra, de que Inglaterra resista y de que los americanos al final se involucren de una forma más firme, que le declaren la guerra a Alemania.

Anna vuelve a pasarse el dorso de la mano por los párpados. Le escuecen, pero ya están secos.

– No veo entonces cómo puede ayudar a Rubén -ahora es ella la que toma un trago de vino-. Y tampoco veo la manera en que yo puedo ayudarles a usted y a las personas para las que trabaja.

Robert Bishop casi apunta una sonrisa. Está preparado para esa pregunta.

– Lo primero, deje de ir cada día al cuartel general de la Gestapo. Hasta ahora los nazis han sido amables con usted, por condescendencia, porque es usted una mujer, por amabilidad o tal vez porque usted es medio alemana. Pero un día pueden cansarse de sus protestas o de verla cada mañana en los jardines de las Tullerías y meterla en una celda.

Anna sacude la cabeza.

– Yo no he hecho nada malo ni ilegal. Tan solo he ido a interesarme por el paradero de una persona a la que se llevaron de su casa. No pueden detenerme por eso, y tampoco por pasear por la rue de Rivoli.

Ahora la sonrisa de Bishop es más evidente. Sacude la cabeza, chasquea la lengua.

– Mademoiselle Cavour, por favor. Seguro que no es usted tan ingenua.

– Soy ciudadana francesa. Mi padre era francés. Llevo casi toda la vida viviendo en París.

– Vivía usted con un republicano español que tiene el carnet del partido comunista.

– Hitler y Stalin son ahora aliados -de pronto se había puesto a la defensiva. El hombre que está sentado a su mesa, en la misma silla que Rubén había ocupado cada día antes de que se lo llevaran, ocupando un sitio que no le corresponde, no es sino un desconocido.

– Ese razonamiento podría servirle para un oficial de segunda clase de la Gestapo, y eso si tiene la suerte de encontrarlo de buen humor.

Anna se lo queda mirando. De repente se ha puesto tensa. Le duele la espalda.

– Tranquila. No se preocupe. De mí no tiene nada que temer. En mi profesión uno acaba enterándose de todo. Incluso de lo que se habla en las dependencias de la Gestapo. Pero le repito que estoy aquí para ayudarla.

Anna no sabe qué pensar.

– ¿Ayudarme a qué? Ya me ha dicho que no puede sacar a Rubén de donde está. Y también que ni siquiera puede estar seguro de donde se encuentra.

– Mademoiselle Cavour, créame. Ahora mismo nadie podría informarle de la situación de Rubén mejor que yo. Y todo lo que puedo decirle de Rubén se lo he dicho ya. Estamos viviendo unos tiempos difíciles.

– Eso no es ninguna novedad. Robert Bishop asiente.

– Pero los tiempos que se avecinan pueden ser aún peores. ¿Quién sabe cuántos años pueden seguir los alemanes ocupando París? ¿Dos? ¿Cinco? -hace una pausa, se queda mirándola- ¿Diez? Ahora mismo eso es imposible de saber. La única certeza es que va para largo. El único país que ha resistido es Inglaterra. Al menos hasta ahora.

Anna respira hondo. Lleva un rato hablando con un hombre del que no tiene por qué fiarse.

– ¿Por qué me cuenta todo esto? ¿Acaso quiere incluirme en un reportaje para uno de esos periódicos en los que escribe? ¿Son todos los periodistas tan directos como usted? ¿Hablan todos tan a la ligera con quienes no conocen? Pero no. Usted lo sabe todo sobre mí. Sabe incluso los nombres de mis padres. Sabe donde trabajo, donde vivo, y hasta está al corriente de mis visitas diarias al cuartel general de la Gestapo.

– Pero le aseguro que puede usted confiar en mí.

Anna baja los ojos. Hace mucho que la comida del plato está fría. Ya ni se acuerda de si tenía apetito. Tal vez ni siquiera tenía hambre cuando se preparó el almuerzo o lo hizo antes por costumbre que por apetito.

– ¿Sabe una cosa? Tampoco me creo que sea usted periodista.

Bishop sonríe otra vez. Se lleva la mano al interior de la chaqueta, buscando la cartera.

– Puedo enseñarle mi carnet de prensa. Anna sacude la cabeza.

– No hace falta. Dígame, señor Robert Bishop, si es que ese es su nombre verdadero -está a punto de abrir la boca, pero Anna le corta con un gesto-. No, no se moleste en convencerme de que sí lo es. ¿Qué es lo que puedo hacer por usted?

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