Pero Anna no ha escuchado a Robert Bishop decir la última frase. Sigue pensando en que tal vez lo mejor que podría haber hecho Rubén en su vida fuese haber hecho caso a su padre, no haber salido de Sevilla. Pero, también, si no se hubiera marchado a París no la habría conocido a ella, aunque tampoco se lo habría llevado la Gestapo.
– ¿Me has entendido, Anna? ¿Te has enterado de lo que te he dicho?
Ella asiente, aunque todavía su cabeza está muy lejos de allí.
– Iré -dice, por fin, mirando a Bishop, antes de coger el periódico y levantarse-. No te preocupes que haré lo que me pides.
Se aleja del café sin mirar atrás. Carnina despacio Anna. Unos pocos minutos después se detiene a mirar la playa Zurriola, al otro lado de la ría. Es diciembre y apenas hay nadie, pero a ella le gustaría poder pasear cada día por ese lugar, los pies descalzos sobre la arena, si viviera en una ciudad como esta.
Abre el periódico por primera vez desde que sale de la terraza. El billete de tren es para dentro de cuatro horas. Le hubiera gustado quedarse más tiempo en San Sebastián, aunque hubiera sido un solo día. Tal vez volver hasta allí esa misma tarde y subir al monte Igueldo para ver la puesta de sol desde la cima. Pero tiene que coger un tren para hacer algo que le desagrada bastante. Y está segura de que esto en lo que se ha metido no ha hecho más que empezar. Visitar a los padres de Rubén es solo una de las muchas cosas incómodas que va a tener que hacer.
Esa mañana, cuando se vuelve y mira cómo el cielo se ensombrece tras la cima del monte Igueldo, Anna no puede imaginar todavía cómo va a ser capaz, de cuántas más cosas terribles le habrá de pedir Bishop porque es su obligación y porque se ha comprometido, y, lo que es peor, algo que no puede saber todavía, es que al final las llevará a cabo todas, punto por punto, a veces sin protestar siquiera.
Pasan los minutos y ya no se escuchan más que camiones que llegan desde el campo de prisioneros hasta la estación. Seguro que están llenando los otros vagones de presos también. Luego solo queda el silencio, y a medida que pasa el tiempo la luz que traspasa los tablones es cada vez más débil. Pero todavía es de día. Al menos eso es lo que parece cuando el tren arranca por fin. Algunos presos silban. Otros intentan aplaudir, pero no pueden en la estrechura del vagón.
– Al menos hoy no vamos a pasar frío.
– Sí, vamos a viajar calentitos, todos bien pegados, como si fuéramos novios.
El tren comienza su marcha, muy despacio. No sabría decir Rubén cuántos presos en total, pero unos cuantos vagones repletos como el suyo arrojarían un total de por lo menos mil presos en el convoy.
El viaje puede ser largo. Rubén cierra los ojos pero no puede dejar de escuchar las palabras del Kapo de Sandbostel que no tradujo a sus compañeros. No vais a volver a España. Van a llevaros a un campo de prisioneros donde muy pronto desearéis estar muertos. No sabe el destino del tren. Le cuesta respirar. Está en la mitad del vagón, cerca de una de las paredes, apoyado en la espalda enorme de Santiago pero demasiado lejos de una rendija. Se ahoga entre tantos compañeros, el aire viciado y las ventosidades inevitables por culpa de la tensión y del miedo. También tiene hambre, pero esta no es una sensación nueva. Lo peor es la sed, y Rubén se esfuerza en no pensar en el hambre y en la sed porque sabe que si no es capaz de soslayar el agujero del estómago y la sequedad de la boca el viaje será insoportable. Algunos compañeros han comentado que quizá, si es que no los llevan a España, su destino muy bien podría ser la frontera rusa, ahora que Hitler y Stalin han llegado a un acuerdo de no agresión. Santiago se lo ha preguntado a Rubén, apretados en el vagón, espalda contra espalda, sin poder girarse para verse la cara cuando hablan.
– ¿Crees que nos llevarán a Rusia?
Rubén ha visto cómo le han adjudicado, a su pesar, el papel de intelectual del barracón, y ahora lo sigue siendo en el tren. Pero su opinión tiene un peso que le incomoda. Ha cargado con una responsabilidad que no le corresponde:
– Es posible -responde. Y se encogería de hombros si pudiese para subrayar su razonamiento-. Es posible. Rusia no es un mal sitio, a pesar de todo. Lo malo es que habrá que acostumbrarse al frío.
– Pero bueno -dice Santiago, firme, la cabeza rígida. Es tan alto que su coronilla casi toca el techo-. Al menos ya nos hemos ido acostumbrando al frío en el norte de Alemania. No creo que sea mucho peor en Rusia.
Rubén calla. Lo que les espera puede ser mucho peor. Según el Kapo va a ser mucho peor.
Es de madrugada cuando el tren se detiene. Los que han podido se han quedado dormidos, de pie, apoyados los unos en los otros.
– Deberíamos hacer turnos para descansar. Sentarse todos es imposible.
– Pero si ni siquiera podemos estar de pie.
– Podríamos hacerlo a ratos. Si nos apretamos un poco más contra la pared del vagón, una fila podría sentarse cinco minutos, y luego otra fila, y otra, y así sucesivamente.
– Eso, todos apretados mientras los otros se sientan.
– Probémoslo.
Rubén tiene la mala suerte de que su fila sea la que ha de esperar el último turno para poder sentarse. La espalda de Santiago lo protege de ser aplastado, pero arrinconado como está le sigue costando respirar. El espacio del vagón es el que es, y hay demasiados hombres dentro. No es el único que se ahoga. Son muchos, todos los que están en su fila.
– No puedo respirar -dice uno-. Que se pongan de pie los que se han sentado.
No hay espacio. Rubén no puede ver nada desde la pared, pero parece que los del otro extremo se levantan a pesar del cansancio. Están todos agotados. Todos. Los que se han sentado y los que no. Pero escuchan voces, alguno que protesta, uno que no quiere levantarse todavía. Les dice a sus compañeros que esperen, que aún no han pasado los cinco minutos que habían acordado.
– Dos minutos más -suplica, y en el vagón es como si estallase un terremoto. Los presos empujándose para coger un buen sitio, puñetazos a duras penas porque casi no se pueden estirar los brazos. Dura poco, por fortuna. El que no quería levantarse ha sido convencido a golpes. Luego todo el mundo se calla.
A Rubén se le ha ocurrido que el tren fuera a salirse de las vías por culpa de la pelea. A lo mejor, piensa, en todos los vagones está pasando lo mismo y el tren puede descarrilar de verdad. ¿Será eso mejor que llegar a su destino? ¿No será peor e! infierno que les espera? Algunos de los presos todavía creen que los van a devolver a España. Muchos más están convencidos de que los van a entregar a los rusos. Y Rubén sigue callado. Mientras no diga nada piensa también que todavía es posible que las amenazas del Kapo de Sandboste! no sean ciertas, que aún no los lleven al infierno, que los hayan retenido en un campo de prisioneros de! norte de Alemania para reagruparlos y más tarde llevarlos a todos en un tren hacia e! sur, a la frontera con España, o que a lo mejor e! tren se desviará luego hacia e! este y e! destino final sea Rusia. Se esfuerza en pensarlo Rubén, una forma de seguir vivo, de mantener la esperanza ahí dentro. España es mejor que e! infierno adonde los mandan. Solo hay que aguantar. Aguantar un poco más. No tiene hambre. No hace frío. El aire es puro, como e! de un olivar en invierno en España, y Rubén no está en e! vagón, sino en París, junto a Anna. Cierra los ojos, apoya la cabeza en la espalda de! gigante valenciano y tiene la sensación de haberse quedado dormido. Nunca se ha quedado dormido de pie. Ni siquiera sabe si eso es posible, dormir de pie, como los caballos. Pero tampoco nunca ha estado tan cansado en su vida. Y cuando pase e! tiempo se acordará de este viaje, de! agotamiento que siente ahora, y lo único que deseará será estar otra vez en ese tren, que no llegue nunca a su destino, que e! infierno no empiece, mejor seguir en ese tren donde no se puede respirar, donde e! único aire que le llega a los pulmones sea una mezcla de sudor, de ventosidades y de orines y de excrementos, porque algunos de sus compañeros no han podido evitar vaciarse e! vientre o la vejiga encima.
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