Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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El Violinista De Mauthausen: краткое содержание, описание и аннотация

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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– ¿Y el agua? -le pregunta el otro preso a Rubén, sin soltar el cubo, como si fuera el espectador de un truco de magia fallido o que todavía no ha sucedido- ¿Y el agua? ¿Qué pasa con el agua?

Rubén todavía está mirando el foco, la mano libre a modo de visera para protegerse los ojos. Espera que, a pesar de todo, lo único que hayan pretendido los soldados haya sido reírse de ellos, porque al final les darán agua, al menos agua sí. La luz sigue encendida cuando los soldados cierran la puerta.

– ¿Y el agua? ¿Qué pasa con el agua?

Ahora no es solo el que sujetaba el cubo con él quien se lo pregunta, sino algunas voces desde el fondo del vagón. -¿Y el agua? ¿Dónde está el agua?

El tren empieza a moverse, lentamente, y el preso que lo ha ayudado ha soltado el cubo y le ha dado una patada, desesperado.

– No ha dado tiempo a que nos traigan agua -responde Rubén-. Antes de que hayan podido llenar el cubo el tren ha arrancado.

Es una mentira piadosa. Espera que no la tomen con él, no por haberles mentido, sino por no haber llegado a tiempo desde el rincón para pedirles agua a los soldados. Desde donde está le va a ser difícil volver al sitio de antes. Una vez que han retirado el foco y han cerrado las puertas resulta imposible ver nada dentro del vagón. Rubén tiene el cubo en los pies, y lo único que ha podido comprobar es que aquí, cerca de la puerta, donde las grietas de la madera del vagón son más grandes, o tal vez porque no está en un rincón o la espalda de Santiago no puede protegerle, el frío es mucho más intenso. Es insoportable, el viento helado y húmedo que se le cuela por la ropa y se le mete dentro de la piel. Puede sentir cómo se instala dentro de sus huesos.

No lo van a dejar pasar. ¿Por qué iban a querer dejarlo pasar a un sitio más cómodo o más cálido del vagón si al final, ha terminado por darse cuenta, lo único que impera allí dentro es la ley del más fuerte? Y en eso Rubén tiene las de perder. Santiago está al otro lado, pero está tan oscuro que ahora, además de que le costaría mucho llegar, pues sabe que los compañeros no lo van a dejar pasar, también le va a resultar muy difícil orientarse.

En una curva siente que lo empujan contra las tablas y teme morir aplastado. Tiene el cubo justo detrás de él, entre sus muslos y la pared, y ahora no hay rastro del otro preso que lo había ayudado a sujetarlo, tal vez ha podido volver a su sitio y ahora está callado, protegiéndose del frío o sufriéndolo en silencio, como todos, tratando de aguantar lo mejor posible. Por fortuna, el tren se endereza enseguida, y Rubén logra recuperar la verticalidad. Apoya la espalda contra la de un compañero para que la próxima curva no lo coja desprevenido, trata de cerrar los ojos, concentrarse para pensar que no hace frío, y el vagón vuelve a dar un bandazo en otra curva. Si el tren descarrila estará muerto pronto. Todos estarán muertos, asfixiados o estrujados: el compañero que ahora echa el cuerpo sobre él mientras el tren sale de la curva pesa tanto que lo aplastará contra las tablas del vagón. Ni siquiera el ganado viaja en esas condiciones. Rubén está seguro de ello.

El tren vuelve a recuperar la verticalidad, parece que ahora es una línea recta. Pero el otro preso no ha cambiado la postura, y Rubén así no puede respirar y, además, teme que un movimiento brusco del tren pueda romperle las piernas. Piensa en el borde metálico del cubo, que le aprisiona a la altura del fémur, y está seguro de que el riesgo de fractura es real. Intenta empujar al compañero, suavemente, para que no se enfade, y entonces la cabeza cae sobre el hombro de Rubén, como un borracho que no puede sostenerse en pie. Le da un codazo para despertarlo pero debe de estar profundamente dormido o sus nervios adormecidos por el frío porque no se da cuenta de que lo está empujando.

– Oye, compañero. Me estás aplastando.

Rubén trata de apartarse un poco, aprovechando un movimiento del tren, pero el otro se desliza hacia abajo, como si resbalase porque se ha quedado sin fuerzas. Al moverse se ha puesto de lado, y vuelve a darle un codazo en el costado, ahora más fuerte que antes, pero no reacciona. Le toca la cara y la siente helada, pero eso no tiene por qué querer decir nada. Su cara también tiene que estar helada. La cara y el resto del cuerpo. Rubén le toca la barba, estalactitas de escarcha, los ojos cerrados, le pone la mano en la nariz, y no siente que respire. Quiere creer que no puede notar el aire porque él también tiene las manos congeladas, que no siente el pulso en su garganta porque sus dedos son alfileres helados que han perdido la sensibilidad. En otro movimiento brusco del tren, tal vez un bache en la vía, parece que el compañero se ha incorporado. Menos mal, suspira Rubén, pero no del todo aliviado. Está de pie el preso pero otra vez ha caído sobre él, como si estuviera cansado o un problema le impidiese mantenerse firme. Sin embargo ahora se ha vuelto hacia él, y tiene la cara casi pegada a la suya. No se mueve. Sube despacio la mano para comprobar si de verdad no tiene aliento, y entonces el vagón se vuelve a mover y parece que están los dos abrazados, como dos muñecos de trapo agotados por el viaje, y la luz de la luna ilumina el interior del vagón, y aunque es solo un instante Rubén ha podido ver sus ojos cerrados, la boca apretada, las cejas y las púas de la barba blancas de nieve. Está muerto. Está muerto este compañero que ni siquiera sabe cómo se llama y nadie salvo él se ha dado cuenta. O a lo mejor es que sí se han percatado pero nadie ha dicho nada o no ha querido darle importancia.

¿Es que acaso ninguno ha podido darse cuenta? Toca la espalda de otro para decírselo, pero apenas puede moverse, y es posible que no haya tentado su brazo o su espalda lo bastante fuerte como para que se dé cuenta de que lo llama. Vuelve a hacerlo, pero no responde. Consigue echar a un lado, solo un poco, el cuerpo del compañero que se ha muerto de frío, y cuando vuelve a golpear la espalda del otro piensa que también puede estar muerto. Rubén lo empuja contra el compañero que está más cerca, pero tampoco consigue que reaccione. Lo intenta con otro, y lo mismo. Uno, dos, tres, por lo menos cuatro de los hombres que lo rodean están muertos, muertos de frío, y si sigue junto a la puerta del vagón es posible que él sea el próximo en correr la misma suerte.

Pero hay algo que puede ser incluso peor que estar muerto. Lo piensa Rubén y se apodera de él un pánico nuevo, una sensación que, por extraño que le parezca, le hace desear, en caso de tener razón, estar muerto también, ser uno como los demás y no estar en ese vagón que ahora imagina atestado de cadáveres. ¿Y si están todos muertos ya, todos menos él? O, peor todavía, ¿y si ocurre justo lo contrario? ¿Y si él es el único que está muerto pero son los otros los que están vivos? La muerte tiene que ser una cosa muy rara, a lo mejor no es más que gritar desesperado sin que nadie te escuche, o se hacen los dormidos, o quizá es que ya no pueden enterarse de las palabras de alguien que ha abandonado ya para siempre el mundo de los vivos. Rubén quiere gritar, pero no consigue que de su garganta salga siquiera un hilo de voz.

Apoya la espalda en las tablas del vagón, heladas pero ya ni siquiera las siente, y se da cuenta de que, además del frío, más fuerte incluso, lo que tiene también es mucho sueño, tan cansado está, tanto frío hace y tanto tiempo lleva sin comer ni beber que tal vez la única forma de descansar y de poder soslayar el sufrimiento sea abandonándose a un sueño profundo y no despertar, dejarse vencer por el cansancio y morirse de verdad o tal vez despertar cuando el tren haya llegado a su destino. Es como caer por un agujero, deslizarse por un tobogán, y lo más extraño es que resulta incluso agradable, dejarse llevar, caer hasta el fondo, abandonarse.

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