Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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El Violinista De Mauthausen: краткое содержание, описание и аннотация

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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Menos de diez minutos después de haber clavado la barbilla en el pecho para protegerse del aire helado y encaminarse en dirección a la plaza de toros, estaba delante de la casa de la familia de Rubén. Una puerta gruesa de dos hojas de madera que estaba abierta la conducían a un amplio zaguán con baldosas blancas y negras, como un tablero enorme de ajedrez desgastado por las pisadas y por el tiempo. Delante de ella, un cancel de hierro y cristal le impedía pasar dentro de la casa en la que Rubén había nacido hasta que golpease el aldabón.

Es Enriqueta la que abre. Anna contiene una sonrisa al ver a la mujer. Aunque entrada en años y habiendo pasado con creces la edad de jubilarse, la mujer no le parece tan mayor como se la ha descrito Rubén. Ya trabajaba en su casa antes de que él naciera, y si aún seguía haciéndolo era porque nunca se había casado y con los años se había convertido en un miembro más de la familia, como una tía soltera que se ha quedado a vivir con ellos porque Rubén y sus hermanas son como sus propios hijos. El uniforme y la cofia, le había asegurado Rubén, como si quisiera disculparse o despojarse de un prejuicio clasista que lo avergonzaba, son unos aderezos de los que Enriqueta nunca querrá desprenderse, como la línea que marca la frontera entre los dueños de la casa y la que, a pesar de todo, no dejaba de ser una criada. Pero Anna guarda silencio. No quiere empezar diciendo que Rubén le ha hablado mucho de ella. Ya se lo contará más adelante, si es que tiene ocasión. Todo dependerá de cómo se desarrolle el encuentro con los padres de Rubén.

– Buenos días -le dice Anna, despacio, procurando vocalizar bien cada sílaba, por si acaso su español no es tan bueno como le gustaría-. Vengo a ver al señor Antonio Castro -hace una pausa, espera un segundo para comprobar que se ha expresado bien, y también porque recuerda que Rubén le ha contado que Enriqueta, con los años, se ha vuelto un poco dura de oído-. O a la señora de la casa. Cualquiera de los dos estaría bien.

Enriqueta le dice que espere un momento. Le pregunta que a quién tiene que anunciar.

– Anna, Anna Cavour. Puede decirles que vengo de París. Enriqueta asiente, y aunque se queda un momento pensativa antes de seguir su camino no dice nada. N o tarda mucho en volver.

– ¿Pero no ha pasado todavía? No se quede ahí.

La toma del brazo, le ayuda a quitarse el abrigo, la invita a pasar a un estudio después de atravesar un patio con una fuente adornada con la imagen de un ángel del que no brota agua.

La criada le pide que se siente en el estudio, detrás de una puerta acristalada de la que cuelgan unas cortinas de encaje, elaboradas con mimo y paciencia. Ahí dentro huele a madera vieja, a páginas gastadas. Anna lleva el orden del estudio de la casa de Rubén grabado en la memoria, pero no lo ha sabido hasta estar dentro. Las estanterías colmadas de libros, dispuestos de una forma idéntica a como se lo había descrito él. Mi padre es un notario jubilado. En mi casa nunca faltaron libros. Una vez me dijo que lo mejor que podía haber hecho era sacarlos todos al patio y hacer una hoguera, como en El Quijote, que los poetas me habían sorbido el seso igual que al hidalgo los libros de caballería. Era una de las contradicciones de la vida. Si no hubiera tenido tantos libros en su casa, su hijo habría estudiado Derecho y se habría convertido en un próspero notario como su padre, como su padre y como su abuelo, y no habría estudiado Latín para convertirse en un mediocre profesor de instituto, con sueldo escaso e ínfulas de poeta.

El hombre que abre la puerta no se parece a Rubén. Yo me parezco más a mi madre, recuerda Anna al verlo. Tiene el pelo blanco y el labio superior coronado por un fino y cuidado bigote.

– Buenos días -le pide a Anna que vuelva a sentarse-. ¿En qué puedo ayudarle?

– Soy amiga de Rubén.

Lo mejor es ser directa. No andarse por las ramas. Le parece que los ojos del notario jubilado se contraen de repente. Por lo demás, ningún gesto. Al final, asiente con la cabeza, levemente, y luego parpadea, despacio.

– De Rubén, su hijo -termina por aclarar Anna, aunque sabe que no es necesario-. Lo conozco de París.

Mi familia nunca aprobaría que viviéramos juntos sin estar casados. Mi padre va a misa todas las mañanas desde que tengo memoria, cada día antes de ir a trabajar. Yo también lo he tenido que hacer durante muchos años, en el colegio, a veces incluso lo echo de menos, fíjate, concluía Rubén con una sonrisa.

– Somos amigos. He venido a pasar unos días a España, aprovechando las vacaciones de Navidad, y he querido visitar a su familia.

– ¿Le ha pedido Rubén que venga a vernos? -le pregunta el padre después de asentir con la cabeza de nuevo y quedarse pensativo un instante.

– No, no me lo ha pedido.

Anna quiere ser todo lo sincera que pueda.

– Pero estoy segura de que no le importará que lo haga, incluso más, que le alegrará que haya venido a ver su familia. -Sabrá usted que hace más de tres años que Rubén se fue.

– Losé.

El padre de Rubén ha inclinado un poco el cuerpo desde el otro lado del escritorio.

– Entonces estoy seguro de que también sabrá, si es amiga de mi hijo, que hace mucho tiempo que no tenemos contacto con él.

Es como si la interrogase. Antonio Castro se asemeja ahora más a un juez en activo que a un notario jubilado.

Anna asiente.

– Lo sé. Pero también estoy segura de que la familia siempre es la familia.

El anciano deja que se le escape el aire por las fosas nasales, como un dragón cansado.

– La sangre -le dice, y mira por la ventana, como si buscase la respuesta en el recuadro de la calle que enmarca el cristal-. ¿Cómo está Rubén?

Ahora Anna prefiere mentir. Bishop le ha dicho que lo mejor es que sea sincera con la familia de Rubén, que más adelante quizá pueda serles útil que el servicio secreto alemán se entere de que ella les ha contado que a su hijo se lo llevaron preso los nazis. Nunca se sabe lo que puede traer el futuro, le había advertido. Antes de que empieces a trabajar para nosotros, no sería una mala idea que dejases constancia, aunque fuera lejos de París, de que no tienes un buen recuerdo de los alemanes. La vida da muchas vueltas. Quién sabe si más adelante tendrás que cambiar de bando y necesitarás una coartada para volver a nuestro lado.

Pero Anna no quiere pensar en eso, y lo más importante es que no está dispuesta a permitir que la familia de Rubén sufra más de lo que ha sufrido ya si es que ella puede evitarlo.

– Rubén está muy bien. Enseña latín en un instituto de París, pero tuvo la buena idea de pedir el traslado antes de que los alemanes ocupasen la ciudad. Se marchó al sur, cerca de la frontera española. No es que allí esté completamente a salvo pero desde luego es menos peligroso que haberse quedado en París.

El padre de Rubén suspira, como si de repente hubiera sentido un gran alivio.

– ¿Es verdad que es peligroso para los republicanos españoles que están en Francia que ahora los alemanes hayan ocupado el país?

A Anna le hubiera gustado decirle que tan peligroso como si estuviera en España, pero sacude la cabeza.

– Depende del lugar. Ahora mismo el sur es más seguro.

Se permite cierta libertad.

– Libertad -repite el anciano, deteniéndose en cada sílaba, como si quisiera asegurarse de que no se le quedaban en la boca -. Libertad. ¿Sabe usted, señorita, cuántos problemas ha traído esa palabra? ¿Sabe usted cuánta sangre se ha derramado sin que nadie sepa lo que significa? Libertad. Rubén todavía viviría aquí si no estuviese obsesionado con esa palabra.

Aquí, en su casa, con su familia. Tendría un trabajo decente y una buena vida en lugar de ser un exiliado en un país extranjero, un nómada al que no le permiten volver.

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