Otros siete vagones con presos completan el convoy, y se pregunta si en todos ellos sucede lo mismo, si a ninguno de ellos les habrán dado agua o comida al salir de Sandbostel o alguna de las veces que el tren se ha detenido por culpa de los bombardeos. ¿Viajarán igual que ellos, hacinados en un vagón en el que ni siquiera estableciendo turnos de cinco minutos pueden sentarse? En el vagón de Rubén siguen las peleas. Cuando están de pie, los minutos se hacen eternos. Sin embargo, cuando les llega el turno de sentarse, para algunos el tiempo pasa enseguida, y luego ya no quieren levantarse, dicen a quienes controlan el tiempo que los han engañado, que no han mirado bien el reloj o que han hecho trampas cuando les ha llegado el turno a ellos. Los únicos que no protestan o no dicen nada son los que están muertos o los que como Rubén están tan cansados, tan hambrientos y tan sedientos que ni siquiera les quedan fuerzas para levantar la voz. La sed, la puta sed lo está matando. Ya no puede más. Ha visto amanecer dos días desde que los subieron al tren. Sin comer. Sin beber. Hace un rato se ha vuelto a mear encima y después de mojarse el pantalón ha pensado que incluso ha tenido suerte. Al menos no se ha cagado, eso sería una vergüenza para él, aunque alguno de sus compañeros lo haya hecho sin darle la mayor trascendencia. Pero él no, y lo mejor es no haber tenido que usar el cubo que le entregaron en la estación donde pararon. Sigue ahí, en un rincón, un excusado improvisado que muchos presos han utilizado, algunos entre risas, y Rubén los envidia por ser capaces de tener ganas de reír en una situación como esta.
Peor que estar prisionero es la vergüenza, no ya de sentirse como un animal, sino de comportarse como tal y además hacerlo con naturalidad porque uno ya ha asumido esa condición. Eso no será nada comparado con lo que aún le queda por hacer, pero aún no puede imaginarlo, todavía no puede saber Rubén cuántas cosas verá o qué cosas será capaz él mismo de hacer. En el tren que lo lleva al infierno todo es posible, piensa: la libertad al final del trayecto, volver a ver a Anna ya su familia, que la guerra termine pronto y a los alemanes los devuelvan a las fronteras del tratado de Versalles, que Franco deje el poder en España y que vuelva la República. Pero también son posibles las cosas malas, y le basta con pensar que esto puede ser el principio del infierno. Peor aún, que ni siquiera haya empezado el infierno.
Tres días y otras dos paradas en mitad de ningún sitio después, Rubén piensa que ya no va a poder resistirlo más. El tren sigue su trayecto cansino hacia el sur, y si el destino final resulta que es la frontera española, los Pirineos están todavía muy lejos. Lo peor es cuando el tren se detiene sin que nadie sepa por qué.
– Nos van a dejar aquí -dicen quienes ya no tienen fuerzas para luchar y piensan que tal vez lo mejor que les puede pasar ya es que los dejen morir en paz.
Hay algunos momentos de silencio, y entonces se escuchan los lamentos o los gritos de los otros vagones. La situación de todos parece ser la misma. Cuando el tren se detiene otra vez, Rubén está seguro de que todo el mundo cree que se trata de otra parada debido a un ataque aéreo inminente o quizá a un desperfecto de la vía por culpa de algún bombardeo anterior. Tanta sed tiene que le gustaría que el artillero de un bombardero inglés tuviera la suficiente puntería para acabar en un segundo con el vagón en el que viaja. Pero esta vez la puerta se abre y, aunque es de día, es como si otra vez los estuvieran apuntando con un foco enorme. Todos los presos que aún están vivos no pueden evitar cerrar los ojos, deslumbrados. Escucha voces en alemán, y perros que ladran, y pasos de gente en lo que parece ser otra estación. Ojalá, piensa Rubén, sea este el final de nuestro viaje y hayamos llegado a España o a Francia o a Suiza o a Austria, pero que sea este el final por fin.
Y de nuevo la misma pregunta. -Wer kann hier Deutsch sprechen?
Pero ahora no es el mismo Rubén, el que está abotargado dentro del vagón, que el Rubén que dos días atrás se acercó a la puerta que había descorrido para hablar con ellos. Da lo mismo. La pregunta se repite, y siente que de nuevo todos los ojos cansados se posan en él, que también abre los suyos y parpadea por la falta de costumbre de la luz, y después de un acceso de tos seca que le sobreviene es capaz de articular, con mucho esfuerzo y con un hilo de voz que él habla alemán.
– Kommt hier.' Scbnell! -le gritan desde el andén.
Sin dejar de apoyar la espalda en la pared se dirige a la voz que lo reclama, pero el espectáculo del interior del vagón iluminado por la luz del día es una secuencia de muerte y de sufrimiento que le gustaría haberse ahorrado. Hay cuerpos en el suelo que ya sabe, nada más verlos, que no se van a levantar nunca. Prisioneros que han sido pisoteados por sus compañeros cuando quizá estaban vivos todavía. Hombres que han perecido de pie y que si aún permanecen erguidos es por las apreturas del vagón que no les han permitido siquiera descansar ni estando muertos. Rubén también sabe que si él puede sostenerse en pie es porque, igual que esos desgraciados que no han podido aguantar el hambre y la sed y el frío, tampoco podría caer al suelo aunque quisiera. Fuera hay decenas de hombres que acarrean espuertas vacías. Los Kapo les ordenan que se dirijan a los vagones por grupos. Un poco más allá, al borde del andén, los SS miran la escena a distancia, como si les molestase mancharse las manos de sangre o, simplemente, de suciedad.
– Wie viele tot ? -el alemán del Kapo le parece bastante rudimentario. Con un fuerte acento eslavo. Polaco tal vez. Cuántos muertos. Rubén se encoge de hombros, cómo va a saberlo, si ni siquiera sería capaz de asegurar que él mismo está vivo. Cuántos muertos. Ojalá lo supiera. Ojalá que no hubiera ninguno.
– Wie viele tot ? -el Kapo repite la pregunta, más fuerte esta vez. No es más que otro preso, igual que él pero con ciertos privilegios. Rubén no tardará en comprobar que basta muy poco para que alguien que es torturado se convierta también en un torturador.
Vuelve a encogerse de hombros. - Ieh weiss es nieht .
El Kapo lo aparta de un manotazo y mete la cabeza en el vagón para comprobar él mismo cuántos muertos puede haber allí. El resto sucede tan rápido que a Rubén no le queda otra que asistir, alucinado, a lo que pasa por delante de sus ojos. Los que son presos como ellos pero llevan un traje a rayas y la cabeza rapada, a las órdenes del Kapo tiran de los cadáveres. Los compañeros de Rubén retroceden y él no quiere ni pensar lo que tiene que haber sido estar en el fondo del vagón mientras los otros los aplastaban contra las tablas.
Los cadáveres son amontonados en las espuertas. ¿Cuántos muertos? Demasiados. Algunos compañeros de Rubén aciertan a protestar cuando los presos de la estación tiran de ellos. Demostrar con contundencia que uno está vivo es la única forma de salvarse, de formar parte de la pila de cadáveres. El vagón se va aligerando poco a poco, y Rubén se agarra a una hendidura de las tablas para que la marea de cuerpos de la que los presos uniformados tira y sus propios compañeros empujan para ayudar a sacarlos de allí. Está asustado, y no va a ser esta sino la primera de las muchas veces en las que a partir de ahora va a temer por su vida. Miedo a caer desmayado y que lo confundan con uno de esos mal afortunados que se amontonan en las espuertas -ya se han llevado por lo menos seis repletas desde que empezó la operación-, miedo a ser sepultado en una montaña de hombres moribundos, a no poder respirar o gritar siquiera para pedir ayuda, advertir a los demás de que está vivo, porque está seguro Rubén de que más de uno de los que están en la pila de cuerpos aún está vivo. Le gustaría decírselo al Kapo, pero el miedo lo tiene paralizado. Piensa que si le dice algo o lo advierte también lo van a arrastrar, que a nadie le van a importar sus gritos o sus protestas, que les va a dar igual al final que esté vivo o que esté muerto, que solo será uno más de los cuerpos que se lleven de allí.
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