Como si todos formasen parte de una conspiración secreta, ha llegado a pensar que sus amigos, incluso Franz Müller, que parece confiar en ella con la seguridad de quien se siente invencible, saben en el fondo sus intenciones pero la dejan hacer, cada uno por un motivo diferente. Franz Müller para entregarla a la Gestapo y que la castiguen y la torturen cuando llegue el momento; sus amigos para organizar una fiesta en su honor cuando todo acabe. De los dos, es el pensamiento más amable el que desaparece enseguida. La esperanza de reconciliación con sus amigos de siempre, si alguna vez sucede, no va a ser tan sencilla. Ya no la tratan igual-pronto dejarán de hablarte, le había advertido Bishop, como si fuera un adivino- y Anna no tiene dudas de que la relación no puede sino ir a peor. Sin embargo, la otra hipótesis, sí es más probable si las cosas se complican: que Franz Müller descubra que trabaja para los aliados y la Gestapo la detenga y la torture. Y no es imposible si tiene la mala suerte de ser desenmascarada. Anna no sabe lo que ocurrirá entonces. Siente escalofríos al pensar que puedan torturarla y que no sea capaz de soportar el dolor. Pensar que una puede llegar a resistirlo y luego ser capaz de soportar el daño cuando ya te han detenido no es lo mismo. Nadie puede saber la fuerza que atesora dentro hasta que llega el momento, pero Anna está convencida de que, si llega, al final, por mucho que quiera soportarlo, terminará delatando a todos los compañeros de la Resistencia que conoce en París, a los pilotos aliados derribados en la Europa ocupada a los que ha buscado acomodo desde que volvió de Inglaterra, a Bishop, aunque ahora esté tan lejos que ya no pueden detenerlo ni hacerle daño.
Ella se había encontrado con Franz Müller por casualidad, y luego Bishop fue quien la convenció para tirar de ese hilo. Cada vez que Bishop le pide algo, siempre tan serio, desprovisto de pasión, la vida de Anna se pondrá patas arriba. La primera vez fue cuando se presentó en su casa aquel domingo. La segunda, tres años después, cuando le pide que trabe cierta amistad con Franz Müller. y la última será cuando haya terminado la guerra y ya crea que en su vida no queda nada de la mujer que fue, cuando se haya escondido del pasado en el sur, y del pasado regrese un fantasma que arrastrará a otros fantasmas con él. Anna odia a Bishop cuando se lo pide, pero todavía no sabe que aún lo odiará más, cuando pasen unos años, lo odiará tanto que deseará su muerte, peor aún, querrá matarlo ella misma, con sus propias manos.
– ¿Qué significa exactamente trabar amistad con Franz Müller?
Bishop la mira, y a Anna le parece encontrar un atisbo de sonrisa en sus labios, pero Bishop no sonríe, es imposible. Robert Bishop no sabe sonreír. Hace mucho que lo sabe. -Significa lo que tú quieras que signifique.
– ¿Me estás pidiendo que me acueste con él?
Bishop no dijo nada. Tal vez era ella la que debería responder a esa pregunta.
– Primero serán tus compañeros de trabajo, luego tus amigos -le advirtió, sin embargo-. Puede llegar un momento en que todos te den la espalda.
Y una de las cosas que supuestamente le deberían haber enseñado durante las tres semanas de adiestramiento intensivo que había pasado en Londres era a no perder el tiempo en preocuparse por lo que la gente que la conocía -sus amigos, sus vecinos, sus compañeras- pensaran de ella a partir de ahora.
– Hay que intentar aprovecharlo todo en nuestro beneficio -le había dicho uno de los cuatro instructores de los que había recibido formación durante las vacaciones de Navidad que había pasado en Inglaterra, donde la nieve, la niebla y la oscuridad parecían pelearse cada día para ganar una batalla en la que trataban de conquistar las horas del día.
Y cuando solo faltan cuatro días para que Robert Bishop le pida que trabe amistad con Franz Müller pero ella todavía no puede saberlo, Anna se coloca un pañuelo en la cabeza para proteger su peinado del aguanieve que castiga París en abril, le da por pensar que no es la misma que salió en tren de la ciudad dos años y medio antes, rumbo al sur pero también a un destino incierto cuyo resultado todavía no estaba segura de conocer. El nombre de su tarjeta de identificación sigue siendo el mismo, aunque ahora guarda detrás de la madera contrachapada del armario de su dormitorio otras tres identidades distintas, tan bien realizadas, que ni un experto de la Gestapo con un microscopio hubiera sido capaz de asegurar que se trataba de falsificaciones fabricadas, como tantas, en algún lugar secreto de Inglaterra.
A las siete ha terminado su jornada en la academia. Ya hace bastante que se ha hecho de noche, y Arma, además de ajustarse el pañuelo, se abrocha hasta el último botón del abrigo para protegerse del frío parisino mientras se dirige a la estación de metro que la lleve a la plaza de la Bastilla. Tiene que recoger a tres pilotos norteamericanos derribados en Bélgica que harán escala de dos días en París mientras que otro agente que los llevará al sur venga a buscados. Esa ha sido su principal ocupación desde que regresó de Inglaterra: acomodar a pilotos caídos en territorio ocupado a los que una red de evasión se encargaba de llevar a los Pirineos y cruzar la frontera española.
Cuando se paraba a pensar en lo que hacía, a veces llegaba a la conclusión de que era otra persona, que la antigua Anna Cavour se había empezado a difuminar hasta mezclarse del todo con la nueva Anna desde que salió de París rumbo a España a finales del 40.
En Sevilla fue donde le procuraron la primera de las identidades falsas que ahora escondía en el dormitorio de su piso. Cuando se despertó a la mañana siguiente de haber visitado la casa de la familia de Rubén, se encontró un sobre que alguien había deslizado bajo la puerta. No había escuchado nada, conque, medio dormida todavía, lo primero que pensó fue que había estado allí desde que llegó la tarde anterior y ella no se había dado cuenta. Pero luego resolvió inmediatamente que eso no era posible, que se tendría que haber dado cuenta enseguida. No hacía falta haber recibido ninguna clase de adiestramiento para percatarse de algo tan obvio como aquello. Puede que quien fuese se lo hubiera dejado a la dueña de la pensión para que ella lo empujase bajo su puerta. Dentro había una dirección escrita a máquina. Anna miró el reloj. Si quería llegar a tiempo tenía que darse un poco de prisa. Tenía el tiempo justo para una ducha rápida y un paseo hasta aquella cita.
La dueña de la pensión le indicó la forma de llegar. Estaba muy cerca. Solo tenía que rodear la catedral y adentrarse un poco en el barrio de Santa Cruz. Anna pensó que era posible que ayer pasase también por delante de aquella casa durante el rato que estuvo dando vueltas antes de decidirse a ir a visitar a la familia de Rubén. No era imposible entonces tampoco que alguien la hubiera seguido desde allí, o incluso antes de llegar hasta la casa de la familia de Rubén, y luego hasta la pensión para dejarle más tarde esa nota. Cualquier cosa que fuese, su curiosidad quedaría satisfecha dentro de poco.
La entrada de la vivienda no era muy diferente a la que había visitado ayer, solo que aquí el cancel era blanco, y en la base del semicírculo superior podía leerse, en números grandes: 1897. Después del mismo trámite del día anterior de criada uniformada y con cofia, un atildado caballero británico con el pelo plateado le entregó un sobre con un billete de tren para Madrid -saldría esa misma noche-, y otro hacia Lisboa. Dentro del sobre había algo más. Un fajo de billetes con pesetas y escudos portugueses.
– En Gran Bretaña la proveerán de libras para sus gastos.
Fue la única aclaración del británico que vivía en el barrio de Santa Cruz pero no le dirá su nombre en todo el tiempo que esté con él. Es lo último que encontró en el sobre lo que más la inquietó. Mirar el pasaporte británico con su foto y un nombre que no es el suyo es una sensación muy rara. Estaba mirando a otra persona que resultaba ser ella. Recordó la foto que el propio Bishop le había hecho un día en su piso de París. Es un reportaje para el periódico, fue la única explicación que le dio, y Anna tardó un poco en entender la broma después de haberlo visto llegar con esa cámara tan pequeña. Un reportaje que estoy haciendo. Tu cara me va a servir para ilustrarlo. Como Bishop era incapaz de sonreír, ni siquiera cuando recurría a la ironía, a Anna le costaba adivinar las muy contadas ocasiones en las que no hablaba en serio. Así que era para esto, pensó ahora al verla, una foto de carnet para un pasaporte británico. No pudo evitar que le temblasen las piernas un instante al pensar en lo medido y en lo controlado que estaba todo. Quienquiera que estuviera manejando los hilos de su vida desde Inglaterra se estaba preocupando de no dejar ni un cabo suelto.
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