Andrés Domínguez - El Violinista De Mauthausen

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En París, una pareja está a punto de casarse en la primavera de 1940, pero la Wehrmacht invade Francia y él, republicano español exiliado, es detenido por la Gestapo y enviado al campo de exterminio de Mauthausen. Ella colaborará con los servicios secretos aliados, dispuesta a cualquier cosa para salvar la vida de su prometido. Entre ellos, un ingeniero alemán que ha renunciado a su trabajo en Berlín para no colaborar con los nazis, se dedica a recorrer Europa con un violín bajo el brazo. Muy pronto, las vidas de los tres se entrelazarán para siempre. El violinista de Mauthausen es su historia. En París ocupado por los alemanes, el Berlín en ruinas después de la Segunda Guerra Mundial y el campo de exterminio de Mauthausen son los principales escenarios donde se desarrolla un relato que mezcla intriga, aventura, espionaje, Historia y romance, que atrapará al lector desde la primera página

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– En Madrid habrá de ser discreta. Ahora es usted otra persona. Esconda muy bien su pasaporte francés porque aunque viaje bajo una identidad falsa puede haber alguien que la reconozca. Se supone que viaja de vuelta a Francia, aunque al final va a decidir quedarse a pasar las Navidades en el norte de España. Es importante que nadie sepa que viaja a Lisboa.

Anna asintió.

– No se preocupe. No me verá nadie.

Lo dijo, desde luego, sin estar convencida de ello. Nunca había tenido que despistar a alguien que la siguiera. Lo único que podía hacer al llegar a Madrid era salir de la estación de Atocha, rodearla y volver a entrar, cambiar de sitio varias veces en la helada mañana de diciembre mientras esperaba que saliera su tren para Lisboa. Mirar a todo el mundo con desconfianza, como si estuviese cometiendo un delito. ¿O es que acaso no era un delito viajar con un pasaporte falso? Había muchas cosas -casi todas- que Anna no entendía todavía, y que a lo mejor no llegaba a entender jamás. Robert Bishop era un ciudadano norteamericano que trabajaba para una agencia que estaba interesada en que los Estados Unidos declarasen la guerra a Alemania, pero el hombre que le había entregado el pasaporte, los billetes y el dinero en Sevilla era un caballero británico, un gentleman de buena cuna, tal vez un lord o algo así. Eso saltaba a la vista. No había más que ver sus modales o su forma de hablar. Pero cada vez que intentaba Anna pensar en dónde se había metido más le costaba profundizar. Era imposible entenderlo para ella. N o era más que un peón en una esquina de un tablero de ajedrez que no podía saber cómo era la partida que se estaba jugando.

Dos días después de dejar Sevilla, volaba en un hidroavión que despegó de Lisboa rumbo a Inglaterra junto a otras siete personas de paisano con las que solo intercambió algún saludo cortés, nada más. No era el momento de intimar con nadie ni le apetecía y, aunque hablaba inglés con cierta fluidez, era consciente de que no lo bastante como para que los demás no se percatasen de su acento francés, y, según el pasaporte con el que había cruzado la frontera hispanoportuguesa, ella era una ciudadana británica de veintiocho años que respondía al nombre de Mary Aleott. Mary Alcott, cada vez que su cabeza dejaba de divagar se repetía ese nombre una y otra vez, como si al escuchárselo decir tantas veces pudiera convertirse en un nombre verdadero, como si la que de verdad viajaba a bordo de aquel hidroavión fuese Mary Alcott y no Anna Cavour. Era como un niño que aprende a andar y luego a hablar, una libreta en blanco en la que se estaba escribiendo una nueva identidad, una nueva vida. Pensaba también Anna que cuantas más cosas aprendiese, cuanto más capaz fuese de absorber nuevos conocimientos, antes podría regresar a París y conseguir que Rubén volviese de dondequiera que se lo hubieran llevado. Pensar en Rubén y entristecerse siempre era algo simultáneo. y no es que no quisiera pensar en él, porque, además, si estaba allí era porque había decidido salvarlo, y él era la única razón por la que había accedido a esta locura. Pero durante esas tres semanas en las que tenía que esforzarse mucho porque le iban a ser muy útiles en el futuro -te podrán salvar la vida incluso, aunque ahora mismo te parezca una locura, le había asegurado Bishop- tenía que convencerse de que ella no era Anna Cavour, que Anna Cavour había desaparecido, que había muerto o que ni siquiera había existido nunca, que la mujer que había sido hasta ese momento no era sino una fotografía descolorida por el paso del tiempo escondida en el fondo de la maleta, un nombre que con el tiempo le resultaría extraño a pesar de ser el suyo.

Mary Alcott, volvió a decirse, por enésima vez, medio dormida, la cabeza apoyada en la ventanilla del hidroavión y, entre sueños, ya le inventaba una biografía, unos padres, unos hermanos, un novio tal vez.

Robert Bishop la esperaba en el embarcadero. Le cogió el equipaje y lo guardó en el maletero de un coche oscuro que él mismo conducía.

– ¿Todo bien en España? Anna asintió.

– Todo bien.

Para variar, Bishop tenía el ceño fruncido, el entrecejo marcado por esa eterna señal de preocupación, como si buscase la solución a los problemas del mundo detrás dellimpiaparabrisas que despejaba del cristal las finas gotas de lluvia. Pero Anna pensó que esta vez podía ser, porque era su forma de conducir, concentrado en el tráfico. Con Bishop nunca podía estar segura de nada, y mucho menos de lo que pasaba por su cabeza.

– Parece que no pudiste estar mucho tiempo con la familia de Rubén Castro. Nadie te vio con ellos por la ciudad. -No me invitaron. No fue fácil.

Anna también miraba el tráfico con la misma concentración que si llevase el coche. No tenía carnet y no sabía conducir, pero le parecía raro estar sentada en el lado izquierdo.

– Solo pude ver a su padre. Y no mostró demasiado interés en tener noticias de su hijo. Tampoco me invitó a que me quedase -se volvió hacia él, que seguía atento al tráfico-. No podía obligarles a que me aceptasen como una hija, así, por las buenas. Y luego recibí instrucciones para venir aquí. Pero eso estoy segura de que también lo sabes.

Bishop asintió.

– Tal vez haya sido suficiente -dijo-. Al menos has ido a Sevilla para visitar a la familia de tu prometido.

– Supongo que habrá habido un propósito para ello. Entonces Bishop no dijo nada. Hizo como si no la hubiera escuchado o como si el tráfico se hubiese vuelto tan complicado de repente que requiriese toda su atención. Fuera lo que fuese, estaba claro que no le respondería a esa pregunta, ni a esa ni a ninguna que él no considerase pertinente.

Y es cierto. Dos años y medio después Anna Cavour no es la misma de antes. Ahora la identidad de Mary Alcott está guardada detrás de un panel de madera contrachapada de su dormitorio junto a otras dos identidades falsas. Un documento que dice que es Ute Faber, ciudadana alemana de Múnich -tal vez había cierta perversión en el servicio secreto al escoger Baviera, la cuna del nazismo-, y otro pasaporte en el que se llamaba Teresa Ramos García, madrileña que llevaba siete años residiendo en París, antes de que estallase la guerra civil al sur de los Pirineos, para que nadie que mirase sus papeles pudiera pensar que había abandonado España por motivos políticos y aquello la convirtiese de inmediato en sospechosa.

Desde su vuelta de Londres, Anna memoriza todo lo que ve, anota en su mente cualquier rumor que escucha, algún comentario sobre un repentino desvío de suministros que pueda suponer una pista sobre cuál va a ser el próximo movimiento del ejército alemán en Europa, la visita de un alto cargo del Reich a la ciudad. Cada día caen toneladas de bombas sobre Inglaterra, y pensar que los aliados puedan derrotar a Alemania en un futuro próximo es poco menos que una quimera. Más que una quimera tal vez. Pero ella, con sus ojos bien abiertos, va a hacer todo lo que pueda. Va a intentar cumplir con su misión de la mejor manera posible. Igual Rubén está muerto al final -más de dos años han pasado desde que se lo llevaron y, de hecho, hay muchas posibilidades de que así sea, pero en la vida una nunca ha de rendirse, porque nunca se sabe qué puede traer el futuro.

Por mucho que la hubieran preparado y por mucho que le hubieran explicado durante las tres semanas de entrenamiento que había recibido en Inglaterra, el miedo a que la Gestapo la detuviera cada vez estaba más presente, y para Anna era evidente que en cualquier momento podían arrestarla. Pero ya no hay manera de echarse atrás. No es posible, no tiene ningún sentido hacerlo y, lo más importante, es que en el fondo ella ya no quiere dejar de hacer lo que hace. Se ha metido en esto por una razón muy concreta, y aunque aquella motivación, a medida que han pasado los meses y aumenta la incertidumbre se ha ido difuminando, aún mantiene la esperanza, aunque esté equivocada, aunque sepa que tal vez se obligue a pensar en ello para mantener un rayo de esperanza de que Rubén aún sigue con vida, que aunque no tenga noticias de él desde que se lo llevaron preso los de la Gestapo, si se esfuerza en hacer bien su trabajo, como si fuera una penitencia, al final la vida la recompensará con su regreso.

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