Sijie Dai - El Complejo De Di

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Sin más bienes que sus gafas de miope y los cuadernos donde apunta cuidadosamente sus sueños, Muo vuelve a China tras haber pasado once años en París estudiando psicoanálisis. Lo empuja una misión tan noble como arriesgada: liberar de la cárcel a la mujer de sus sueños, Volcán de la Vieja Luna, que languidece en prisión por haber suministrado a la prensa europea fotografías de policías torturando a detenidos. Para salvarla, el corrupto juez Di exige una joven virgen en pago de su favor. Así pues, devoto del espíritu caballeresco, Muo se monta en una vieja bicicleta para salir en busca de una doncella, en lo que será una fascinante excursión psicoanalítica por.la China actual. Tras el fenomenal éxito de Bolzac y la joven costurera china, esta novela de Dai Sijie supone nada menos que la confirmación de un talento literario de múltiples facetas. Ganadora del prestigioso Premio Fémina 2003, El complejo de Di encabezó durante varios meses las listas de los libros más vendidos en Francia.

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«¿Me habré vuelto loco por culpa de la resurrección del juez?», se pregunta Muo.

El encendedor desechable suelta una chispa y prende con una débil llama, que se acerca a la puerta, tímida pero suficientemente. No sólo está acristalada, sino que además tiene al lado un pequeño rectángulo de cartón clavado en la pared que lleva el nombre del señor y la señora Wang, no el de la Embalsamadora.

Muo se lleva tal sorpresa que retrocede en la oscuridad y vuelve a bajar varios peldaños.

«¡Estoy listo! -se dice-. Médicamente hablando, he perdido la razón.»

Sin pérdida de tiempo, Muo comprueba el funcionamiento de su cerebro. Lo más simple y lo más eficaz, le parece a él, es empezar con un test de memoria, como por ejemplo buscar palabras en francés. Ni por un segundo se atreve a imaginar que sus conocimientos de lengua francesa, tan difícil de aprender, hayan podido desvanecerse en el aire. Ruega a Dios que no lo abandone.

La primera palabra francesa que le acude a la cabeza es «merde». Recuerda Los miserables y recita: «Un general inglés les gritó: «¡Bravos franceses, rendíos!” A lo que Cambronne respondió: “¡M…!” Dado que a los lectores franceses les gusta que los respeten, la respuesta quizá más hermosa que un francés haya dado nunca no se les puede repetir.»

¡Qué alivio! Saboreando esta hermosa demostración de su memoria, Muo piensa en otra palabra que le encanta, una palabra que cambia de significado según las circunstancias y que le ha traído a la mente Victor Hugo: «Hélas.» Recuerda la conocida discusión entre Paul Valéry (su poeta francés preferido) y André Gide. Al afirmar éste que el poeta francés más grande de todos los tiempos era Hugo, Valéry respondió: «Hélas!» Hay otra palabra, entre tantas, que a Muo le parece más bonita, más tierna que su equivalente en chino o en inglés: «L’amour.» Una vez, durante una de sus visitas semanales a la prisión de Volcán de la Vieja Luna, a través del cristal que los separaba, Muo le había confesado esa preferencia lingüística personal, y ella había repetido la palabra varias veces. Como no conseguía distinguir la ene de la ele, suprimió el artículo y dijo solamente «amour», primero con la punta de los labios, luego cada vez más fuerte, hasta que la gracia y la magia de la palabra resonaron como una nota musical en el locutorio abarrotado de presos y familiares, que se quedaron todos encantados, del más joven al más viejo. ¡Qué embriagador y voluptuoso perfume emanaba de aquella palabra extranjera! Fue necesario que intervinieran los gorilas para que la gente no la repitiera a coro.

Verificada su memoria, Muo vuelve sobre sus pasos para desentrañar el misterio. Por segunda vez, ilumina el cartón clavado al lado de la puerta con el nombre de los señores Wang. Se imagina el efecto que les causaría verlo con el mono del tanatorio y como no quiere provocarles una parada cardíaca, saca el móvil y llama a la Embalsamadora. Al otro lado del hilo, la voz de la mujer denota pánico.

– ¿Dónde estás? ¡No! ¡Pues claro que conozco a los Wang! Enseñan Educación Física. ¿Que estás delante de su puerta?… Pero ¡si viven en el cuarto bloque, y nosotros, tus padres y yo, en el tercero! ¡Pues sí que estás bueno! ¡Ya no eres capaz ni de encontrar tu casa!

Muo baja los escalones de tres en tres, pasa como una exhalación delante de la puerta del que creía era su piso, se para, se echa a reír y le pega una vengativa patada a la bolsa de basura, que yace, medio vacía, en medio del rellano. El resto de los desperdicios sale volando y se desparrama por la escalera. Fuera sigue lloviendo. Cuando, al fin, Muo llega a su edificio, está otra vez empapado: las gotas de agua le resbalan por la nariz y hacen que parezca una nutria que ha salido de una madriguera, se ha zambullido en un lago y ha reaparecido delante de otra madriguera.

Todo tiene un aspecto submarino. No sólo le cuesta respirar, sino que para colmo los peldaños de hormigón, que no devuelven el ruido de sus pasos, ceden bajo sus pies, se encogen, vuelven a dilatarse y recuperan su forma inicial, como si fueran de goma, de modo que Muo tiene la sensación de caminar por un terreno pantanoso, blando, feraz y pestilente, como en aquel sueño en el que avanzaba por un suelo de mármol veteado de gris y negro que iba ablandándose bajo sus largas zancadas y acababa convirtiéndose en un inmenso pedazo de queso curado.

Es la Embalsamadora quien ha dejado a nuestro sutil y sensible psicoanalista en ese estado: sube la escalera con él, llevándolo de la mano.

Al entrar en el edificio, hace apenas unos minutos, Muo ha buscado a tientas el interruptor y, al no encontrarlo, se ha visto obligado, como anteriormente, a subir a oscuras, con el sigilo de un ladrón. Pero, cuando estaba llegando al primero, alguien ha encendido la luz en uno de los pisos de arriba, y Muo ha oído el traqueteo de unas chancletas de plástico que bajaban en su dirección. Un escalofrío de temor le ha recorrido la espalda.

Conteniendo la respiración, ha intentado identificar el ruido, para esconderse en caso de que fuera su madre. Pero, lleva tanto tiempo viviendo fuera de China, que ya no es capaz de reconocer, por el ruido que hacen en los peldaños de una escalera, el material del que están fabricadas las chancletas (¿plástico?, ¿cuero?, caucho?, ¿látex?), a quién pertenecen (¿un hombre?, ¿una mujer?, ¿un tímido?, ¿un violento?, ¿un sensible?, ¿un severo?) y, a veces, incluso el estado anímico de su propietario. Cuando alguien era admitido en el Partido Comunista, su chancleteo cambiaba de tono, de resonancia, casi de significado, y durante mucho tiempo parecían cantar el himno nacional.

Las chancletas que bajaban hacia él hacían pensar en una curiosa mezcla de fogosidad y desgana. Las luces de la escalera volvieron a apagarse, pero la oscuridad no alteró el ritmo de los pasos, que recorrieron el rellano del tercer piso a la misma velocidad. Muo reemprendió tímidamente la ascensión, y el ruido de sus zapatos, de timbre grave y apagada sonoridad, acabó uniéndose al de las chancletas, de tono más agudo y cristalina crepitación para formar juntos una serenata de una discreción que parecía concertada.

La escalera subía, giraba tras una veintena de escalones y seguía subiendo. Muo oyó preguntar a la Embalsamadora:

– ¿Eres tú?

– Baja la voz -respondió él haciendo lo propio-. Vas a despertar a mi madre. -A apenas unos metros, en el rellano del tercero, Muo vio destacar una sombra, ligeramente pálida en la negrura inhabitualmente densa de la escalera. El chancleteo no aminoró ni aceleró; la tenue silueta descendía, sin vacilar, aquel tramo de la empinada escalera. Mantenía el mismo ritmo, las mismas zancadas regulares. Sin entender por qué, se oyó decir con voz ahogada:

– Cuidado, mi madre tiene el oído muy fino…

No le dio tiempo a acabar la frase. El traqueteo de las chancletas cesó. En el silencio, Muo percibió una sorda resonancia en el interior de su cabeza. La mano de la Embalsamadora cogió la suya. Su palma, tersa y caliente, se estremeció y sus dedos apretaron nerviosamente los de Muo, que notó algo duro, y comprendió que era una alianza. El rostro de la Embalsamadora, pegado al suyo, olía a producto farmacéutico. Muo se lo tocó.

– ¿Qué perfume llevas? -susurró.

– Ninguno. Debo de oler a formol.

– No.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

– Mejor. No me gusta oler a formol después del trabajo.

– Parece tintura de yodo. ¿Te has hecho una herida?

– No. Sólo me he puesto una mascarilla hidratante. Tu amigo el juez Di me ha dado tal susto que, cuando he llegado a casa, todavía estaba temblando. Así que me he puesto una mascarilla. Quema un poco la piel, pero me calma, no sabes cómo me calma. La prueba es que ya no tiemblo. La horrible historia de esta noche se me ha ido de la cabeza.

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