– No pienses más en él -le suplicó-. Olvídalo.
Ella asintió y puso las manos en los hombros de Muo. Sin duda, para hacer que se levantara. Muo sintió que la chica se abandonaba. Le habría gustado decirle: «Volcán de la Vieja Luna, soy miope, feo, bajo, soso y pobre, pero orgulloso, y te ofrezco todo lo que tengo, hasta mi último aliento.» Pero, paralizado por tan ardua tarea, no conseguía decir nada. Alzó la cara. Allí, a la altura de sus ojos, estaba su pecho, y dentro, latiendo, su desgraciado corazón. Cuando ella se inclinó hacia él para levantarlo, Muo consiguió murmurar su nombre.
– Levántate, nos va a ver -dijo la chica.
La frase quedó interrumpida a causa de sus esfuerzos por retener las lágrimas, que no obstante no tardaron en rebosar de los ojos y resbalarle por las mejillas y los labios. Muo quiso secárselas, pero tenía las manos demasiado sucias, demasiado tiznadas de ceniza y carbón. Así que dejándose llevar por un impulso, la besó en la boca. No fue un beso propiamente dicho, sino sólo un roce inocente, un breve contacto de sus labios. Muo probó el sabor amargo de sus lágrimas y, al ver que ella se apartaba, retrocedió. La chica se quedó inmóvil. No apartaba de él sus hinchados ojos; sin embargo, no lo veía, y Muo lo sabía. Parecía una enferma sentada entre extraños en la sala de espera de un hospital. Al fin, Volcán de la Vieja Luna se levantó, llena de gracia, y se marchó tras despedirse del profesor Li en el despacho inundado de humo.
Ahora, veinte años después, atravesando a pie la ciudad, o al menos todo un barrio, vestido de embalsamador, Muo rememora ese beso tan lejano en el tiempo, su primer beso, un beso de amor y deseo, un beso complejo con amargo sabor a lágrimas. Recuerda su chaqueta de pana negra, que contrastaba con la palidez de su hermoso rostro, su pantalón negro, sus zapatos negros y su jersey de cuello vuelto de una blancura que ofendía la vista. Ese día de noviembre fue un hito en su vida; Muo lo ha convertido en una especie de aniversario secreto, que celebra todos los años en una soledad conmovedora, poniéndose el abrigo azul marino que llevaba aquel día mayúsculo, ahora casi reducido a un guiñapo, y el mismo sombrero, hoy reluciente de grasa. (Ha llegado el momento de revelar el secreto de nuestro amigo psicoanalista: en términos vulgares, aún no se ha estrenado, pero tampoco parece tener prisa, como se advierte cuando se lo ve en presencia de mujeres.) Cargados de pesados recuerdos sentimentales, ese abrigo y ese sombrero de mendigo le proporcionan un calor romántico durante esas citas anuales del corazón, en el mes de noviembre, en China o en París.
Apenas se ve que llueve. Sin embargo, las gotas de agua caen de las hojas de los árboles sobre el uniforme de la Embalsamadora y empapan los cabellos de Muo, que lamenta que su mono, a diferencia de los de esquí, no tenga capucha. Un taxi se acerca por detrás, reduce la velocidad y se desliza junto a la acera, esperando que le haga una señal. Pero no se la hace. Sencillamente, no le apetece. Cree haber encontrado el camino, porque un punto de referencia infalible -los urinarios, antiguo paraíso secreto de los homosexuales- surge bruscamente detrás de una hilera de espectrales plátanos, casi sublimes en la lluviosa neblina, con las letras «W.C.» en tubos de neón encendidas en el tejado. Muo pasa por delante y, llevado por una curiosidad de historiador, entra en el edificio. En su interior, reina un ambiente irreal. Ahora, el lugar está al cuidado de un melancólico patriarca con bolsas debajo de los ojos y un uniforme parecido al del tanatorio, que permanece sentado tras una ventanilla acristalada, como un demacrado fantasma, bajo una lámpara de escasa potencia.
– Son dos yuans -le dice a Muo, como un vigilante de museo.
Al pasar ante la fábrica de caramelos, Muo saca el móvil del bolsillo, pero se limita a mirar con perplejidad el pequeño aparato, que brilla en la oscuridad, porque no sabe a quién llamar. Volcán de la Vieja Luna, la única persona con la que tiene ganas de hablar, está en la celda de una prisión. Piensa en Michel, su psicoanalista francés. Dada la diferencia horaria, sabe que estará despierto. Marca su número, protegiéndose de la lluvia bajo un haya de hojas temblorosas como su corazón y copa tan agitada como su mente. Oye un clic, seguido de un «sí» pronunciado por la remotísima voz de su antiguo mentor, un sí neutro, frío, como dicho con la punta de los labios. Michel, acosado demasiado a menudo por las llamadas de pacientes al borde del ataque de nervios, suele responder al teléfono con un «sí» lo más neutro posible y espera en un silencio defensivo. A Muo se le quitan las ganas de hablar con él. Corta la comunicación sin ni siquiera saludarlo. Pasados apenas unos segundos, oye el sonido en el bolsillo del mono.
– Perdona, Michel -farfulla Muo-. Siento haberte molestado, pero es que estoy de mierda hasta el cuello.
Pero lo que suena al otro lado del hilo es la voz de una mujer china. Muo da un respingo, como si lo hubieran despertado en mitad de un sueño, pero, en la confusión de su mente, cree reconocer a su madre.
– ¿Dónde estás? ¿Te has vuelto loco, Muo? ¿Por qué me hablas en otro idioma?
Es la Embalsamadora. Sorprendido, Muo se pregunta cómo ha podido olvidarse totalmente de ella. Se deshace en excusas y le propone ir a verla de inmediato.
La Embalsamadora. Muo no sabría decir cuándo le adjudicaron ese mote a su vecina de arriba, ni quién lo hizo. Ahora todo el mundo se ha acostumbrado y la llama así, incluidos sus padres, el señor y la señora Liu, dos profesores de anatomía jubilados desde hace un decenio, que le han cedido su piso. Un modesto apartamento de dos habitaciones debajo mismo del tejado, en un edificio de seis plantas sin ascensor, un inmueble de hormigón enlucido y adornado con líneas de cemento en relieve y ventanas provistas de rejas antirrobo, como jaulas de zoo. Encima de la puerta de entrada al edificio, un obrero, un campesino y un soldado de estuco blanco rosa levantan Juntos una rueda dentada que parece una guirnalda. Ese es el inmueble de cuyo Sexto piso se arrojó el «marido» de esta viuda, aún virgen, la noche de su boda.
Tras apagar el móvil, Muo comprende que va a tener que hacer auténticos prodigios en la escalera para subir a casa de la Embalsamadora sin que lo oigan sus padres que viven en el tercer piso.
Imaginando posibles estratagemas, entra en el enorme complejo de la Universidad de Medicina. La calle de la Pequeña India, flanqueada de exuberantes plátanos que forman una bóveda verde de un kilómetro de longitud divide en dos la universidad: el sur está ocupado por los edificios de la facultad y el campus, y el norte, por las viviendas de los profesores y los empleados. (Las universidades chinas siempre han proporcionado alojamiento a sus asalariados, y siguen proporcionándoselo. Sus rectores gozan de un poder con el que sus colegas occidentales ni siquiera se atreverían a soñar. Desde la contratación, la remuneración y la promoción profesional, pasando por el reembolso de gastos médicos, las reparaciones de fontanería, electricidad y hasta los desatascamientos de váteres, los menús y precios de los numerosos comedores, la planificación de los embarazos programados y la inscripción de los niños en guarderías y escuelas primarias, hasta la distribución de los alojamientos, todo depende de ellos. Son auténticos reyes. Además, a principios de los años noventa, en la época de la ola de reformas, la universidad vendió las viviendas a sus ocupantes, lo que, sólo para la facultad de Medicina de Chengdu, supuso la venta de varios miles de pisos.)
Los edificios de viviendas están repartidos en cinco barriadas: el Jardín del Oeste, la Paz, la Luz, el Bambú y el Bosque de los Melocotoneros. Cada una de ellas comprende varias decenas de inmuebles prácticamente iguales, de entre cinco y siete plantas sin ascensor, agrupados en bloques. La travesía de ese reino dormido es larga y penosa. Muo camina bajo la lluvia por la calle de la Pequeña India durante al menos un cuarto de hora, cruza la barriada de la Paz y la del Bosque de los Melocotoneros y llega al fin a la de la Luz.
Читать дальше