Sijie Dai - El Complejo De Di

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Sin más bienes que sus gafas de miope y los cuadernos donde apunta cuidadosamente sus sueños, Muo vuelve a China tras haber pasado once años en París estudiando psicoanálisis. Lo empuja una misión tan noble como arriesgada: liberar de la cárcel a la mujer de sus sueños, Volcán de la Vieja Luna, que languidece en prisión por haber suministrado a la prensa europea fotografías de policías torturando a detenidos. Para salvarla, el corrupto juez Di exige una joven virgen en pago de su favor. Así pues, devoto del espíritu caballeresco, Muo se monta en una vieja bicicleta para salir en busca de una doncella, en lo que será una fascinante excursión psicoanalítica por.la China actual. Tras el fenomenal éxito de Bolzac y la joven costurera china, esta novela de Dai Sijie supone nada menos que la confirmación de un talento literario de múltiples facetas. Ganadora del prestigioso Premio Fémina 2003, El complejo de Di encabezó durante varios meses las listas de los libros más vendidos en Francia.

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– Yo casi me muero del susto.

Escalada vacilante, con las manos cogidas, en la oscuridad, extrañamente impenetrable. Hablando en un susurro, avanzan a tientas o dando traspiés, como dos bailarines de comedia. Cuando pasan por delante de la puerta de Muo, advierte que está cerrada y no se ve luz, pero Muo cree oír toser a su madre.

– Pobrecito, qué fría tienes la mano… No consigo calentártela.

– Estoy empapado. ¿Has visto mi mono? Llevo el uniforme oficial del tanatorio. Puede que sea el tuyo, porque es demasiado pequeño. Me aprieta.

– Ya te cambiarás en mi casa. Aún conservo la ropa de mi marido, como recuerdo. Debíais de tener la misma talla.

4 Los raviolis están listos

Minutos más tarde, los pies de Muo están calzados con un par de pantuflas de ante azul oscuro adornadas tres florecillas bordadas de tres tonos malva distintos: una a agrimonia una estatice y una escabiosa. Pantuflas viejas, con suelas que chapalean.

Al entrar en casa, como todos los asiáticos, la Embalsamadora ha dejado los zapatos en la estantería de un pequeño mueble. Sentado en un taburete de plástico en el diminuto vestíbulo, Muo se ha quitado los suyos, destaconados, hinchados por la lluvia y cubiertos de barro, y los ha alineado junto a unas zapatillas de baloncesto rojas y negras, unas alpargatas, unas chancletas de suela plana, unos botines blancos de tacón alto con cordones… Todos son de la misma talla, bastante más pequeños que las pantuflas de ante, propiedad del difunto marido de la Embalsamadora y también demasiado grandes para Muo. Cuando cruza las piernas, la pantufla correspondiente cuelga en el aire del dedo gordo de su pie desnudo. No le gustan, pero no puede elegir.

– No están mal, esas pantuflas -le dice la Embalsamadora-. Las compramos unas semanas antes de la boda, en el Centro Comercial del Pueblo. Cinco yuans y cinco fens, todavía me acuerdo. Las guardo en el zapatero desde que murió. De vez en cuando, las cepillo y me las pongo, pero me quedan demasiado grandes.

Casi como ocurría en la sala de embalsamamiento, el salón está iluminado por cinco o seis lámparas de escasa potencia, que forman otras tantas manchas luminosas, halos informes de un blanco mate, y crean un ambiente claustrofóbico, casi subterráneo. Con el rostro cubierto por la cremosa máscara, la Embalsamadora cruza la habitación con la levedad de un pájaro y la alegría de la juventud recuperada. (Lleva una bata corta de seda rosa que tiene bordado un paisaje dorado, con flores azules y pájaros blancos.)

– ¿Qué quieres comer? En la nevera tengo raviolis rellenos de apio y cordero congelados. ¿Te apetecen? -le pregunta a Muo y, sin esperar respuesta, desaparece tras la puerta de la cocina-. Al fin un hombre en casa -suspira una vez sola.

Una fría y triste melancolía de solterona sin hijos flota en el aire del piso como fino humo, polvo en suspensión o el olor a incienso. El suelo está protegido con una enorme esterilla de bambú finamente trenzado. En algunos sitios, ante el sofá, el televisor y los dos sillones de cuero, la esterilla está cubierta con trozos de moqueta de distintos colores. No hay mesa donde comer. ¿Comerá en la cocina? El tresillo conserva aún el envoltorio de plástico del fabricante. El televisor, colocado sobre un velador, está cubierto con una funda de terciopelo púrpura, y el mando a distancia, envuelto en papel de celofán que cruje al tocarlo. En cuanto al teléfono, está tapado con una toalla de felpa de color rosa pálido. Una foto familiar en color, ampliada y enmarcada, cuelga de una pared. No se ve ningún retrato individual de ella ni de su marido, aunque sí varias siluetas de él en papel recortado. La pareja aparece junta en una sola foto: él, pedaleando en su bicicleta con el viento de cara, los faldones del impermeable levantados y el cuerpo encorvado sobre el manillar, y ella, sentada detrás, en el portaequipajes, tejiendo un jersey que flota en el aire.

La Embalsamadora posee un tesoro, una colección de marionetas, por la que Muo siente una admiración sin límites. Se queda prácticamente alelado cada vez que ve los pequeños personajes, ataviados con sus trajes de satén o seda de colores: emperadores en túnicas con dragones bordados, emperatrices adornadas con joyas, cortesanos sosteniendo abanicos, generales armados con espadas y lanzas, mendigos, etc., lo miran a través del cristal mate de una vitrina que ocupa la parte alta de un mueble de cajones. Fue un regalo de su marido, que heredó la colección de uno de sus tíos abuelos. Son veinte, a cual más graciosa, «de una belleza que deja sin respiración». Muo podría pasarse horas contemplándolas. Poco antes de morir, el marido instaló luces tamizadas dentro de la vitrina. En un lado, disimulados en los pliegues del terciopelo que tapiza el fondo y las paredes del mueble, hay varios botones que accionan otras tantas bombillas diminutas. Muo se acerca y abre la vitrina. Casi de rodillas, literalmente extasiado, enciende una tras otra las bombillas, que, como los focos de un escenario teatral, proyectan haces de luz sobre las marionetas. La Embalsamadora se acerca a él y hace funcionar un ronroneante secador de pelo sobre su cabeza. La corriente de aire agita los vestidos de las marionetas, mueve los abanicos de los cortesanos y hace tintinear las joyas de las emperatrices. Muo, en un estado de puro embeleso, no puede evitar que su mano acaricie las chancletas de la Embalsamadora y, a continuación, su pie izquierdo, particularmente suave, cuyo huesudo empeine vibra bajo sus dedos.

El ruidoso siseo de los raviolis, que han rebosado de la cacerola, pone fin al idílico preludio. La Embalsamadora se aparta y corre a la cocina. En la vitrina, las marionetas tiemblan al contacto de las febriles manos de Muo, que sigue de rodillas. Se balancean, vacilan, levantan graciosamente las largas mangas de sus vestidos, mueven las cabezas, tocadas con coronas o altos sombreros, y saludan a su único y arrobado espectador. Muo, que tiene las gafas empañadas, sólo ve manchas de colores, que danzan, se funden y se transforman en miles de estrellas, en una llama que se alza, en nubes de luciérnagas que revolotean en esa excitante noche.

A instancias de su anfitriona (perfeccionista de la cocción de los raviolis, considera que el desbordamiento de la cacerola ha echado a perder el sabor del delicado alimento y ha puesto a hervir otro paquete), Muo se dispone a cambiar su uniforme mojado por ropa seca.

Ante el armario empotrado, se pierde entre la multitud de perchas, de las que cuelgan, a un lado, los vestidos de la Embalsamadora: combinaciones de satén con el bajo festoneado, un abrigo con forro sintético, blusas, trajes, faldas, etc., y, al otro, la ropa de su marido, que despide un penetrante olor a alcanfor: una chaqueta azul de cuello mao, un traje negro con chaleco a juego, una camisa blanca con una pajarita de seda negra alrededor del cuello almidonado, pantalones, una vieja cazadora de cuero, cinturones y gorras de soldado, pero ni una prenda de verano. Ante toda aquella ropa impecablemente colgada, que evoca el aspecto exterior del muerto, Muo se queda paralizado. Abre el armario de espejo. En las pilas de ropa interior que contiene flota un olor a lejía y dominan tres colores: el blanco, el rosa y el azul. Muo elige un chándal, lo saca y lo despliega, con la sensación de tener algo vivo y palpitante en las manos. Vuelve a cerrar la puerta del armario va a cambiarse al cuarto de baño.

El fluorescente del techo difunde una reverberación luminosa cuya gélida claridad, unida a los reflejos blancos de la bañera esmaltada, de la taza del váter y el lavabo, da a la habitación un aspecto crepuscular. Encima del lavabo y de un estrecho estante de cristal, en el que descansan un cepillo de dientes, un estuche de maquillaje, unos tubos de crema y varios frascos de lociones, un espejo oval le devuelve su reflejo de falso empleado de pompas fúnebres transformado, merced al chándal del marido de la Embalsamadora, en estudiante de los años ochenta. (El chándal, de terciopelo azul cielo, tiene las costuras abiertas debajo de los brazos y una antorcha roja y el emblema amarillo de la Liga de la Juventud Comunista estampados en el pecho. Muo recuerda que era el uniforme del equipo universitario de baloncesto.) Contempla su imagen en el espejo, fascinado por la metamorfosis. Rememora algunas expresiones del propietario del chándal y las imita, por diversión. El parecido que percibe en su mirada y en la mueca de su boca lo deja estupefacto.

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