El examen tiene la virtud de reavivar en su ánimo la cruel angustia que lo atenaza desde el incidente del tanatorio. «El paso a la acción. ¡Eso es lo que te espera, Muo! -se dice-. Pero no puedes poner término a tu largo celibato por una simple obligación moral, en pago de una deuda de gratitud. Tienes que escapar. Aunque sea una ocasión de oro para hacer una demostración sensacional de tu virilidad, debes mantenerte fiel a tus principios. No le debes nada a nadie. ¡Absolutamente nada!»
Sale del baño y, con fingida despreocupación, tira de la puerta, que se cierra con un ¡clic! sordo y metálico. Inclina la cabeza y oye a su anfitriona, atareada en la cocina. Si quiere darse a la fuga, no cabe duda de que es el mejor momento. Pero una frase de Freud, o de algún otro maestro (en su mente reina tal caos que ya no puede precisar de memoria, la fuente exacta de la cita), resuena en su cabeza: «Muchos asesinos se esconden tras la máscara de héroes de guerra, del mismo modo que a menudo los impotentes se disfrazan de ascetas.»
– Yo no soy impotente, gracias a Dios. Ni me disfrazo de asceta, sino de estudiante aficionado al baloncesto -murmura Muo, y ríe por lo bajo lamentando ser el único testigo de tan ocurrente salida-. Pero ¿tan seguro estoy de mi virilidad?
Baja la cabeza y constata la indiscreta protuberancia de su miembro bajo el pantalón del chándal del difunto. «Espera, reflexiona. Tal vez sea hoy o nunca la ocasión de adquirir una destreza que un día te será muy útil», se dice. La verdad es que, aunque se ha llenado la mollera de libros de psicoanálisis, estudios de costumbres, historias de los pechos e historias de la sexualidad desde la Antigüedad hasta nuestros días, adolece de una lamentable falta de experiencia.
Regresa a la sala de estar. Para su sorpresa, los pies no se le van hacia la derecha, o sea, hacia la puerta de la calle; por el contrario, se dirigen, con paso firme e impaciente de marido que acaba de volver del trabajo y está muerto de hambre, hacia la izquierda, es decir, hacia la cocina.
– ¿Están listos los raviolis? -pregunta el falso marido-. Huelen que alimentan.
De pie ante el quemador sobre el que descansa la cacerola, la Embalsamadora vuelve la cabeza. Ver la ropa de su marido sobre el cuerpo de otro hombre le parte el corazón. Deja escapar un gemido quejumbroso, aflautado, en el que se mezclan la aprensión y la alegría. Teme desmayarse. Cierra los párpados y siente que un escalofrío le recorre la espalda. Vuelve a abrir los ojos, contempla el traje de deporte de los años ochenta, roto y remendado en algunos sitios (reconoce su forma de zurcir), con su pequeño cuello alto y su escote en uve, en el que un botón pende de un hilo. Cuando Muo se acerca a ella, el botón se agranda en su campo de visión.
– Tendré que coserlo -murmura rozándolo con la mano, mientras la otra sigue removiendo los raviolis.
De pronto Muo la agarra por el talle y la besa, torpe pero tan apasionadamente que a punto está de derribarla sobre el aparador. Los flexibles músculos de la Embalsamadora ondulan y palpitan bajo sus manos. Su talle se cimbrea. Sus lenguas, primero con asombro cortés, un poco apurado, que se transforma rápidamente en cálida embriaguez, se mezclan, se acarician, se exploran, se entrelazan como dos delfines y pasan de una boca a otra. En su inocencia, Muo saborea el aroma a apio de los raviolis, el farmacéutico olor de la mascarilla de su amiga, el perfume de su boca, la dureza de sus dientes -escollos en el interior de una gruta-, el ronroneo de la nevera, el traqueteo del aparador, los gemidos que brotan de sus gargantas, el vapor que sale de la cacerola y envuelve sus cuerpos enlazados como un mosquitero de lechosa gasa, un velo flotante, una bruma paradisíaca… Con los ojos cerrados, la Embalsamadora gime voluptuosamente cuando Muo le acaricia los muslos. El se sorprende al verla en ese estado, casi irreconocible, con una expresión vaga y soñadora en el rostro, que emana una cándida lascivia, una felicidad que le da un encanto nuevo. Arden como dos trozos de madera seca en una hoguera. No les da tiempo a ir al dormitorio. La mano de la Embalsamadora se desliza al interior del pantalón del chándal, lo baja y lo hace caer al suelo, alrededor de los huesudos pies de Muo. Acto seguido, se quita el pantalón y las braguitas rosa, que arroja al aire de una patada. Hacen el amor de pie, contra el aparador, cuya puerta doble no resiste el seísmo, se abre y empieza a escupir puñados de palillos de bambú, cucharas y tenedores de plástico al ritmo de las sacudidas. Luego, la onda sísmica se propaga por la pared y agita el estrecho estante de madera que pende encima de sus cabezas. Una bolsa de harina se precipita, entre tarros apilados en vacilante pirámide, sobre la encimera, con un ruido sordo. El polvo blanco escapa a puñados (según la fuerza y el ritmo de los embates) y flota formando nubes, entre las que vuelan trozos de papel (¿notas?, ¿facturas pendientes?), que aterrizan en sus cabezas, sus hombros, sus caras y hasta sobre los raviolis en ebullición. Algunos se quedan pegados a la mascarilla hidratante de la Embalsamadora.
– Nieva -le susurra Muo.
Ella no responde. Muo vuelve a quedarse estupefacto al verla en semejante éxtasis. Sabe que no lo ha oído. En ese preciso instante cree captar la quintaesencia del arte contemporáneo. Por sí sola, su querida Embalsamadora encarna a todas esas mujeres pintadas con los dos ojos en un solo lado de la cara o el rostro fragmentado en planos curvados, angulares, rectilíneos, cuyos retratos se exponen en los grandes museos, y muy especialmente a la de un cuadro de Picasso del que ahora sabe que en adelante será un admirador incondicional: la Mujer con mandolina, con sus pechos que se funden y sus hombros que se dislocan con un frenesí, con una felicidad que sólo ahora comprende. Recuerda la cabeza, simplificada, depurada hasta no ser más que una minúscula forma cuadrada en cuyo centro un ojo inmenso brota de una mandolina de color oscuro. El primer acto sexual de Muo, que se desarrolla de forma tan ideal como en un manual, lleva camino de convertirse en tesis de doctorado sobre la obra de Picasso. Muo sueña en transformarse en el pintor, no por su genio o su fama sino por su mirada penetrante, cínica, descara. Con ojos de gran gozador, lanza una mirada picassiana a los raviolis, que borbotean en el agua cubierta de espuma, pecho blanco del caldo, oleaje, marea, cabellera de niveas crines que se encrespa, relincha, galopa… Cuando está todo a punto de derramarse, la Embalsamadora coge un cucharón y remueve el agua. Muo mira su mano y los raviolis, que vuelven a hundirse en el fondo de la cacerola, sorprendido por ese acto reflejo que tiende a probar que, pese a su apasionamiento su compañera sigue en contacto con el mundo exterior. Muo piensa en los cadáveres que ha tocado esa mano, esa mano pringosa de sudor y crema, esa mano reluciente, casi fosforescente, esa mano de virgen, empolvada de harina, a la que ha abandonado su sexo. La oye llamarlo «mi hombre» en un susurro jadeante y tórrido. La sensación es desconcertante y erótica a un tiempo. Muo descubre que está un poco enamorado de ella. Tiene ganas de decirle «te quiero», un gorgoteo brota del fondo de su garganta… De pronto, con la mirada fija y el cuerpo tenso, la Embalsamadora gime: «¡Marido mío!» Silencio total. Muo ya no oye ni el ronroneo del frigorífico ni el borboteo de los raviolis. Lo único que resuena en sus oídos es esa palabra sagrada.
No consigue decidir si el apelativo lo reviste de una futura responsabilidad de cabeza de familia, lo rebaja a la categoría de mero sustituto o bien lo reduce a la de víctima.
La mujer le quita las gafas, las deja en el aparador, le coge la cara entre las manos y lo cubre de besos.
– ¡Abrázame fuerte, marido mío! -exclama con voz ahogada por la pasión-. ¡No vuelvas a abandonarme jamás!
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