Sijie Dai - El Complejo De Di

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Sin más bienes que sus gafas de miope y los cuadernos donde apunta cuidadosamente sus sueños, Muo vuelve a China tras haber pasado once años en París estudiando psicoanálisis. Lo empuja una misión tan noble como arriesgada: liberar de la cárcel a la mujer de sus sueños, Volcán de la Vieja Luna, que languidece en prisión por haber suministrado a la prensa europea fotografías de policías torturando a detenidos. Para salvarla, el corrupto juez Di exige una joven virgen en pago de su favor. Así pues, devoto del espíritu caballeresco, Muo se monta en una vieja bicicleta para salir en busca de una doncella, en lo que será una fascinante excursión psicoanalítica por.la China actual. Tras el fenomenal éxito de Bolzac y la joven costurera china, esta novela de Dai Sijie supone nada menos que la confirmación de un talento literario de múltiples facetas. Ganadora del prestigioso Premio Fémina 2003, El complejo de Di encabezó durante varios meses las listas de los libros más vendidos en Francia.

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Tras pensarlo un momento, Muo se dice que debería tomar ejemplo del juicioso mosquito y huir como él.

Siente por instinto y sabe por cinismo que la Embalsamadora, que tiene cuarenta años como él, no busca una simple aventura, sino otro marido. Lo que, en sí mismo, es totalmente legítimo y humano. Quiere fundar una familia. Ser la mujer del primer psicoanalista chino. ¡Sabia elección! En el fondo, si le hizo el enorme favor de aceptar la cita con el juez Di, fue con esa idea.

«¿Cómo escapar a estas complicaciones? -se pregunta Muo temblando de frío en el alféizar de la ventana-. ¿Cómo contarle todo esto a Volcán de la Vieja Luna?»

En ese instante, le entran ganas de atarse las cajas de cerillas alrededor del cuerpo, pegarles fuego como al detonador de una bomba, lanzarse de cabeza al vacío y, cual avión en llamas, dar volteretas en el aire y atravesar nubes y niebla dejando tras de sí una estela de humo negro.

Pero, a través de ese humo imaginario, Muo ve al «otro» -el monstruo acuático- pegando cabezazos contra una ventanilla y gritando que quiere salir.

A Muo se le pasa por la cabeza la idea de rezar.

No lo ha hecho nunca. ¿Cómo se hace? Duda. ¿Elegirá el budismo? ¿El taoísmo? En ambas religiones, los fieles utilizan los mismos gestos para rezar: se arrodillan y juntan las manos a la altura del pecho. En cuanto al cristianismo, no está muy seguro. Cuando era niño, la religión estaba tan estrictamente prohibida que sus padres nunca lo llevaron a un templo o una iglesia. La primera vez que vio rezar a alguien tenía siete años. Fue en plena Revolución Cultural. Un día, los guardias rojos se llevaron a su madre para someterla a interrogatorio. A medianoche, todavía no había vuelto. En aquella época, sus abuelos vivían con ellos, en el mismo piso. Aquella noche, Muo no pudo dormir. Se levantó y, al pasar ante la habitación de los dos ancianos, vio una extraña luz que lo sorprendió. Sus abuelos estaban arrodillados en la cama, rezando ante una vela (¿no se atrevían a dar la luz?). Nadie le había explicado en qué consistía rezar. Pero Muo comprendió enseguida que era precisamente aquello, aunque habría sido incapaz de decir de qué religión se trataba. Los gestos de sus abuelos se han borrado de su memoria, pero Muo recuerda bien aquella llama pálida y vacilante de la que emanaba una luz sagrada que aureolaba a los dos ancianos. Sus rostros, arrugados, tensos, dolorosos, desesperados, habían adquirido una expresión de apasionado interés, de veneración y de dignidad. Eran hermosos, los dos.

«¿Qué puedo pedirle al Cielo? -pensó Muo- ¿Que se interese por mí? ¿Que me ayude a huir? ¿Que me libre de esta mujer? ¿No es demasiado pretencioso creer que el Cielo o Dios, se ocupan de nosotros? Si me suicido ahora mismo, ¿le importará? ¿Le llegará el hedor que mi cuerpo esparcirá por el patio, como a todos los vecinos del edificio? ¿O se alegrará de mi liberación, del final de mis problemas, de esa purga total y radical?

»Probablemente la ventana ejerce una extraña influencia sobre mí -sigue diciéndose Muo-. La tentación de arrojarse por una ventana, ¿es un fenómeno raro? ¿O es ésta una ventana maldita, que me invita a saltar? Hace diez años tentó al marido homosexual de la Embalsamadora y lo convenció. Puede que, en vez de suicidarse, lo asesinara la llamada de la ventana, la hondura de su vergüenza. Yo también pertenezco a esa clase de gente (¿cuál es la proporción en el conjunto de los seres humanos?, ¿el cinco por ciento?, ¿el diez?) que siente una especie de llamada cuando está al borde de un abismo. Contra eso no pueden nada ni mis años de psicoanalista ni todos los libros de Freud, pese a estar llenos de sabiduría y perspicacia. Es un reflejo natural, ¡clic!, como el que hace que un hombre reaccione al olor de una mujer.»

Con la sensación de estar envuelto en una niebla fluida, Muo se pone a imitar los gestos que vio hacer a su abuelo aquella lejana noche de su infancia. Cambia de posición para acuclillarse en el alféizar, como un pájaro posado en una rama. Un pájaro con gafas, con patas huesudas, al borde de un precipicio de seis pisos. Intenta erguirse sin perder el equilibrio. Parece a punto de emprender el vuelo, pero, ¡uf!, consigue arrodillarse sobre el alféizar de ladrillos rosa pálido cubiertos con una capa de cemento húmeda de lluvia, cuya frescura atraviesa su pantalón prestado. Contempla el vacío como si se tratara de un estanque al que duda si arrojarse.

Una voz le murmura al oído. ¿Una ilusión? No. Un mosquito. «¡Será cabrón! -se dice Muo-. ¡Ha vuelto! Reconozco su zumbido.» El insecto se le posa en la punta de la nariz y se dispone a clavarle la trompa en una venilla. Muo agita la cabeza para espantarlo, con movimientos que tienen la precisión de un arriesgado número de acrobacia. Una pizca más bruscos, y se precipitaría al vacío.

Sopla un viento frío pero soportable. El cielo encapotado se refleja en los oscuros cristales de la ventana. Muo busca las palabras adecuadas para formular un voto. Con el corazón encogido, se dice que el voto más hermoso del mundo habría sido conservar su virginidad para ofrecérsela a Volcán de la Vieja Luna. Ahora es demasiado tarde. Vuelve a pensar en el juez Di y en la Embalsamadora, y la amargura lo inunda como una ola.

Se siente como un mosquito herido, encogido, con las alas plegadas, las patas -mucho más largas de lo que cree- dobladas sobre sí mismas, el minúsculo cuerpo, agonizante, apelotonado, tembloroso en la palma de un desconocido: el Destino. De pronto, Muo reza, con las manos juntas a la altura del pecho, como su abuelo. Pero lo que escapa de su boca es una vieja canción de la infancia, que no ha cantado desde hace años:

Mi padre es jefe de comedor,
lo acusan de robar vales.
Robar vales, ¿de qué?
Vales de aceite y arroz.
Mi padre está de rodillas
atado con gruesas cuerdas.
La gente le pide cuentas,
¡las cuentas, las cuentas!

Al principio, la voz de Muo, un poco pastosa por culpa del «Fantasma de la embriaguez», susurra, casi inaudible, con la punta de los labios, como si recitara una oración. Pero, poco a poco, se desmanda, se vuelve tan ronca como el canto del pájaro que, posado en el tejado, le responde. Es una voz teñida de ironía risueña, un eco confiado. Al acabar la primera estrofa, tararea el estribillo e hincha los carrillos para imitar a una trompeta, y ríe encantado al descubrir en su voz acentos del ídolo de su infancia, un vecino apodado el Espía, hijo de un catedrático de Patología, que durante los años de reeducación se convirtió en jefe de una banda de ladrones y fue condenado a veinte años de prisión por el atraco a mano armada de un banco, en los años setenta. Era la canción favorita del Espía; su sombrero flotaba sobre su exuberante cabellera y vibraba con una alegría salvaje cada vez que la tarareaba durante un paseo, la silbaba en una escalera o la cantaba a pleno pulmón para ligar con las chicas. ¡Pobre Espía! Tenía una forma de cantar muy suya, con unas florituras inconfundibles.

Al final de la segunda estrofa, con una serie de trémolos, Muo tararea el estribillo, triste y alegre a la vez, que libera su mente del peso de los fracasos y de su traición, y del recuerdo del juez Di, aficionado a las vírgenes. De pronto, ¡qué interrupción! Dos fuertes brazos le rodean las caderas. Muo suelta un grito de pánico, mientras el cielo estrellado gira, se vuelca, se pone del revés, y las pantuflas bordadas vuelan por los aires y se precipitan al vacío, como dos cuerpos etéreos.

El grito de Muo se propaga entre los edificios, mezclado con los trinos de dos pájaros, un tordo y un gorrión. La lluvia vuelve a la carga. Ruido de gotas en los cristales.

Quien lo ha cogido por la cintura es la Embalsamadora. Al salir del cuarto de baño y verlo en el alféizar de la ventana, ha creído ver a su difunto marido. Se ha acercado despacio, centímetro a centímetro, para no asustarlo, y luego, rápida como el rayo, ha saltado sobre él y lo ha sujetado con los brazos para hacerle caer al interior de la sala. Ambos han acabado rodando abrazados por el parquet.

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