El tren con destino a Kunming sale con sólo diez minutos de retraso. Viendo desfilar ante la ventanilla las calles de Chengdu, la ciudad del juez Di, Muo disfruta de unos momentos de respiro, de un alivio momentáneo. Saca el cuaderno y escribe: «Cuando lo detuvieron, Ezra Pound cogió un fruto de eucalipto como recuerdo. Yo, en cambio, en memoria de mi huida conservaré un diente.»
Es la primera noche que la Embalsamadora va a pasar en prisión. Su detención se produjo la mañana siguiente a la resurrección del juez Di, una mañana tranquila, de cielo sereno y azul. En la sala de embalsamamiento, el leve soplo del aire acondicionado hacía tintinear las persianas venecianas. Sonó el teléfono. Era el director del tanatorio. Con voz despreocupada, pidió a la Embalsamadora que acudiera a su despacho para comentar una petición de reembolso de gastos médicos. Tras quitarse los guantes, pero con la bata blanca puesta, la mujer se presentó en el despacho, donde fue detenida por dos agentes de paisano. Algunos testigos afirmaron que, cuando subió al furgón negro del tribunal aparcado a la entrada, la Embalsamadora estaba esposada.
– Creí que era un coche fúnebre -le dijo un empleado del tanatorio a Muo, que fue a buscarla a mediodía para invitarla a comer.
Los doscientos metros que recorrió para volver al taxi se le hicieron interminables. Las rodillas le flaqueaban como si estuviera a punto de sufrir un ataque cardiaco. Presa de incontenibles contracciones, las pantorrillas le temblaban como hojas al viento; cuando al fin consiguió sentarse en el vehículo, no pudo dominar los temblores más que agarrándose los descontrolados músculos con ambas manos.
Qué dilema el suyo… ¿Se presentaba ante la policía, como un criminal arrepentido, o se daba a la fuga, como un sujeto indeseable? Tras echar mano de todos los recursos del sentido común, optó por la primera alternativa y, con admirable sangre fría, decidió hacer algunas compras, ante la perspectiva de una larga condena. Con voz de sonámbulo, pidió al taxista que lo llevara a la librería La Ciudad de los Libros, en el centro de Chengdu. Compró los siete tomos de la traducción al chino de las obras completas de Freud (¡cuánto había cambiado durante su estancia en Francia, y qué lejos estaba de la realidad! Ni siquiera se había preguntado si se podía leer a Freud, o a cualquier otro, en las cárceles chinas); los dos volúmenes del Dictionnaire de la psychanalyse en francés, en un estuche azul que le costó un ojo de la cara, y una recopilación de comentarios a la obra de Chuang-tse, su autor chino preferido. Repartió aquellos alimentos espirituales de futuro preso en las dos grandes bolsas que le dio el dependiente. Por último, para no volver a casa y evitar tener que despedirse de sus padres, se compró ropa interior, toallas, un cepillo de dientes y unas zapatillas de tenis negras, muy resistentes que le servirían de calzado de trabajo. Al menos sabía, por haberlo oído decir, que en las prisiones chinas se trabajaba.
Cogió otro taxi y se apeó en la plaza del mercado de mulas y caballos, cercana al tribunal. (Era demasiado peligroso, pensó ir a entregarse en taxi. Con lo loco que estaba el juez Di, podía considerarlo una provocación.) Haría el último tramo a pie. A cada paso que daba, el peso de las bolsas aumentaba de tal modo que Muo caminaba cada vez más encorvado, con la sensación de que las asas de plástico que iban estirándose y adelgazando, acabarían rompiéndose y, con un estrépito que haría Volverse a todo el mundo, los libros se desparramarían por el suelo, cubierto de hojas secas, escupitajos y excrementos de perro. En el instante en que la colina del Palacio de Justicia apareció ante sus ojos, las contracciones musculares volvieron a asaltarlo y un calambre en la pantorrilla, que habría hecho aullar al hombre más sufrido, lo paralizó casi del todo. Muo se detuvo, dejó las bolsas en el suelo, se sentó encima y esperó a que se le pasara el dolor, para reanudar la marcha con una cojera que le daba un aspecto cómico.
Cuarenta y ocho palabras, había leído en algún sitio, cuarenta y ocho, ni una más ni una menos, bastaban para vivir en cualquier cuartel del mundo. ¿Cuántas harían falta para vivir en una cárcel china? ¿Cien? ¿Mil? Fueran las que fuesen, aquellos diez tomos de libros en francés y chino lo colocarían sin duda entre los presos más ricos, entre la aristocracia de la prisión.
La dolorosa rigidez de sus piernas se atenuó ligeramente. Con paso renqueante, siguió avanzando por la acera cargado con las dos bolsas. «Si algún día me hago millonario -se prometió Muo-, compraré libros, libros y más libros, y los distribuiré geográficamente por materias. Todas las obras de literatura china y occidental las guardaré en un piso de París, que me compraré seguramente en el quinto distrito, al lado del Jardín de las Plantas o en el corazón del Barrio Latino. Los libros de psicoanálisis los tendré en Pekín, donde viviré la mayor parte del año, en el campus universitario, al borde del lago Sin Nombre (sí, así es como se llama ese hermosísimo lago). El resto, las obras de Historia, de Pintura, de Filosofía etc., las dejaré en un pequeño estudio que me servirá de despacho en Chengdu, cerca de casa de mis padres.»
De pronto se dio cuenta de su pobreza y comprendió que nunca había tenido nada en este mundo y probablemente seguiría sin tener nada, ni siquiera una buhardilla o un diminuto cuchitril en el que amontonar sus libros. «Puede que estos diez libros sean mi última adquisición -se dijo-, toda la riqueza de mi vida.» Bruscamente, se echó a llorar. Cojeaba con las lágrimas rodándole por el rostro. Trató de evitar que lo vieran así, pero sus manos, ocupadas con las pesadas bolsas, no podían acudir en su ayuda. Quería dejar de llorar, pero no había manera. Sollozaba. Los viandantes lo miraban. Lo mismo que los conductores de los coches y los autobuses. Algunos parecían inquietos. Pero el mundo exterior era algo muy lejano para él.
– ¡Increíble! -masculló Muo-. ¡Estoy lloriqueando por culpa del dinero! ¡Mierda de dinero! ¿No puedes concederme un segundo de tregua, y evitarme dar este lamentable espectáculo en plena calle, ni siquiera en el momento en que van a meterme en chirona?
A través de las lágrimas, se veía avanzar a trancas y barrancas, lenta y penosamente, con una bolsa en cada mano como una solitaria hormiga que trepa y trepa cargada con una miga de pan.
Guionista de la escena culminante de su película autobiográfica, se imaginaba entrando momentos después en el Palacio de Justicia y oyendo resonar el eco de sus pisadas en el largo pasillo abovedado y flanqueado de columnas de mármol. El sol salpicaba de oro los cristales de sus gafas. En unos instantes, bajaría al subterráneo de los despachos de los jueces, que se encogían y oscurecían a medida que se hundían en el subsuelo. Atravesaría una región en la que se escalonaban los diversos grados del horror. En cuanto abriera la puerta del juez Di, éste se pondría a gritar con la voz histérica del hombre que tiene miedo a morir, creyendo que las dos bolsas de plástico estaban repletas de explosivos. Le suplicaría que le perdonara la vida. Pero Muo (tras una serie de primeros planos, en campo contracampo) se quitaría las gafas con aire cansado, se limpiaría los empañados cristales en una manga y se limitaría a decir: «¡Póngame las esposas y libere a la Embalsamadora!» Hablaría como el capitán del Titanic, cuando, decidido a perecer con su barco, envió en primer lugar a mujeres y niños a los botes salvavidas. (Es increíble la de tonterías que puede llegar a inspirarte el cine, incluso cuando estás a punto de entregarte a la justicia.) Luego, se veía escribiendo la primera página de su diario íntimo, en francés, a la siniestra luz de una celda superpoblada, en medio del concierto de ronquidos de sus compañeros de preventiva: «¿Qué diferencia existe entre la civilización occidental y la mía? ¿Qué ha aportado el pueblo francés a la Historia mundial? En mi opinión no fue la revolución de 1789, sino el espíritu caballeresco. Eso es lo que yo he hecho hoy: un gesto de caballero.»
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