Al llegar al centro de la sala, la zona mejor iluminada, Muo aprovechó un momento de distracción de la Cigüeña para dejar las bolsas en el suelo y coger un libro de un anaquel, al azar. Eran las Memorias secretas del médico personal de Mao, con una portada en la que aparecía una foto en blanco y negro del facultativo en pantalón corto, sonriendo con beatitud al lado de Mao, que, vestido con camisa de tela caída y pantalón largo, entrecerraba los ojos para protegerse de un sol demasiado brillante. Muo lo abrió furtivamente y topó con una página que aludía a una enfermedad de Mao debida a la fimosis y de la que era portador pasivo, pero que transmitía a todas sus parejas sexuales. Un día, el médico autor del libro le aconsejó (¿con una sonrisa de beatitud?) que se lavara el miembro con frecuencia, a lo que el Presidente respondió que prefería mojarlo en el sexo de las mujeres. Muo cerró el libro y lo dejó en su sitio. Siguiendo su camino, pasó junto a la estantería de las obras políticas, en su mayoría, testimonios o análisis sobre los acontecimientos acaecidos en 1989 en la plaza Tiananmen, pero también documentos sobre las luchas por el poder en el seno de la dirección del Partido, sobre la sospechosa muerte de Lin Biao, sobre la auténtica personalidad de Chu En-lai, las hambrunas de los años sesenta, las matanzas de intelectuales, los campos de reeducación, el canibalismo revolucionario. Con la cabeza dándole vueltas, Muo se perdió en aquel laberinto atestado de libros, archivos e informes sobre episodios sangrientos llenos de crueldad y complots, antes de verse nadando, chapoteando, naufragando en un océano de novelas eróticas, de obras licenciosas escritas por monjes libertinos, al lado de la obra de Sade, de antiguos manuales editados clandestinamente, de colecciones de xilografías pornográficas de la dinastía Ming, de diversas ediciones del kamasutra chino, de varias decenas de versiones del Jing Ping Mei (que Muo había leído en Francia y que le había impresionado de tal modo que decidió elaborar una tesis psicoanalítica sobre él, proyecto que no pasó el estadio de pequeñas notas desperdigadas por cuadernos.) Había incluso dos estanterías abarrotadas de obras muy antiguas en papel de la época, cosidas con hilo. Muo le preguntó a la Cigüeña cuál era su contenido y por qué habían sido prohibidas.
– Son las investigaciones secretas de los taoístas sobre la eyaculación -respondió el juez.
– ¿No será sobre la masturbación?
– No, no, sobre la eyaculación, o más bien sobre la no eyaculación. Se pasaron centenares de años tratando de descubrir el modo de hacer circular el esperma por el cuerpo durante el acto sexual, para llevarlo hasta el cerebro y transformarlo allí en una especie de energía sobre natural.
Muo estuvo a punto de sacar su cuaderno para apuntar las referencias. «Qué lástima que no pueda llevármelas a la cárcel… -se dijo-. Habría escrito volúmenes y más volúmenes de comentarios…»
La segunda sala, más pequeña que la primera, tenía idéntica iluminación. Allí, en lugar de estanterías y libros, había cajas cromadas de películas, bañadas por una luz sepulcral. Los rollos de celuloide se amontonaban, se apilaban, se superponían, se apoyaban unos en otros, se ocultaban mutuamente… Los había por centenares, por miles. El cono luminoso del centro de la sala daba un brillo siniestro a aquel espantoso amontonamiento de cadáveres. Algunas pilas se habían venido abajo y las tiras de celuloide se habían salido de sus cajas y enroscado como serpientes muertas, formando bucles y círculos, enredándose en enormes nudos, parcialmente quemadas o cubiertas de una capa de moho verdoso.
El despacho de la Cigüeña, presidente y único miembro de aquella comisión, ocupaba la tercera sala. Mientras, con las gafas caladas, el cuello estirado y el cuerpo encorvado sobre las obras de Freud, el magistrado examinaba volumen tras volumen y apuntaba las referencias sospechosas en una libreta alargada con tapas de imitación de cuero, Muo descubrió documentos que le pusieron los pelos todavía más de punta que los de las salas precedentes. Había cartas de denuncia por todas partes.
– Mi colección personal -declaró la Cigüeña con orgullo.
Las que ya había leído estaban cuidadosamente etiquetadas, clasificadas y guardadas como objetos de museo en siete vitrinas de ébano adornadas con figuras primorosamente esculpidas. Cada vitrina estaba destinada a una especialidad.
La primera a las cartas de denuncia entre padres e hijos; la segunda, entre maridos y mujeres; la tercera, entre vecinos; la cuarta, entre compañeros de trabajo, y la quinta y la sexta, a las denuncias anónimas. En el interior de cada vitrina, las cartas estaban clasificadas por temas en carpetas de distintos colores que formaban una especie de arco iris. El rojo correspondía a los asuntos políticos; el amarillo, a los económicos; el azul, a las relaciones sexuales fuera del matrimonio; el violeta, a la homosexualidad; el añil, a las violaciones sexuales; el naranja, al juego clandestino, y el verde, a los robos y estafas.
La séptima vitrina contenía las cartas de «autodenuncia». Como la llave estaba en la cerradura, Muo la abrió tras pedir permiso al juez. La mayoría databan de la Revolución Cultural y eran largas; algunas tenían más de cien páginas y se parecían a esas novelas autobiográficas en las que el autor hurga sin piedad en los recovecos más oscuros de su existencia, con sus ideas lascivas, sus deseos ocultos y sus secretas ambiciones.
En una esquina había una pila de carpetas con etiquetas rojas llenas de cartas a la espera de ser leídas y clasificadas. Era evidente que la Cigüeña, desbordada por su pasión personal, no daba abasto.
– Tal vez pueda añadir una carta a su colección -dijo Muo.
– ¿A quién quieres denunciar?
– Al juez Di.
La Cigüeña no pudo evitar echarse a reír. Antes de volver a enfrascarse en su trabajo, respondió:
– Se da el caso de que sé por qué te ha hecho venir el juez Di con esos libros de Freud.
Esta vez fue Muo quien rió de buena gana.
– Lo escucho.
– Está buscando a un criminal, a una especie de psicoanalista que organiza asesinatos en los tanatorios de la ciudad. Puede que los libros de Freud le proporcionen la clave…
La risa se heló en los labios de Muo. De nuevo, al comprender la situación, un fuerte dolor le atravesó los tobillos y le subió hasta los riñones.
– Supongo que el juez Di no lo hará fusilar…
– Como poco, y nunca mejor dicho, lo condenará a cadena perpetua.
– ¿Podría decirme dónde está el lavabo? -preguntó Muo procurando mantener la calma.
– Al fondo del pasillo a la izquierda.
En cuanto salió del despacho, Muo se precipitó hacia la escalera cojeando para no arriesgarse a topar con el juez Di en el ascensor. Bajó los escalones de tres en tres hasta la planta baja del castillo de cristal. Tenía que huir. «Seguro que el juez ya ha cerrado el aeropuerto -se dijo-. La única salida es coger un tren.»
Olvidándose de la cojera, trazó mentalmente un itinerario de huida: de Chengdu a Kunming en tren y de Kunming a la frontera con Birmania en autobús. Luego, Rangún-París en avión.
Una locomotora surge de las tinieblas, se agranda con un bramido nervioso y llena todo el marco de la ventana antes de desaparecer. Luego, unas masas gigantescas, vacilantes, como ebrias, proyectan sus sombras sobre la ventanilla. Vagones de mercancías. El cruce con el otro tren finaliza con la fugaz imagen de unos guardias armados, sentados en el vagón de cola, alrededor de una pantalla verde, único punto luminoso que palpita débilmente.
El reflejo de un hombre maduro aparece en el cristal, borroso e impreciso al principio; luego, cuando el tren penetra en un túnel, se perfila como una foto en un baño de revelador. En ese reflejo, se ve una topografía dental bastante nítida, la punta de una lengua que se desliza por los grisáceos arrecifes y un agujero negro, como una brecha abierta en el centro de la boca, que parece enorme y modifica la fisonomía del personaje.
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