Sijie Dai - El Complejo De Di

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El Complejo De Di: краткое содержание, описание и аннотация

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Sin más bienes que sus gafas de miope y los cuadernos donde apunta cuidadosamente sus sueños, Muo vuelve a China tras haber pasado once años en París estudiando psicoanálisis. Lo empuja una misión tan noble como arriesgada: liberar de la cárcel a la mujer de sus sueños, Volcán de la Vieja Luna, que languidece en prisión por haber suministrado a la prensa europea fotografías de policías torturando a detenidos. Para salvarla, el corrupto juez Di exige una joven virgen en pago de su favor. Así pues, devoto del espíritu caballeresco, Muo se monta en una vieja bicicleta para salir en busca de una doncella, en lo que será una fascinante excursión psicoanalítica por.la China actual. Tras el fenomenal éxito de Bolzac y la joven costurera china, esta novela de Dai Sijie supone nada menos que la confirmación de un talento literario de múltiples facetas. Ganadora del prestigioso Premio Fémina 2003, El complejo de Di encabezó durante varios meses las listas de los libros más vendidos en Francia.

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El Palacio de Justicia, edificio ultramoderno construido por un arquitecto australiano sobre una colina que, según la leyenda albergaba la tumba del general Zhang Fei, de la época de los Tres Reinos, era un resplandeciente castillo de cristal. El sol caía a plomo sobre el inmenso diamante, lo bañaba, plateaba la lluvia artificial que asperjaba el césped y suspendía gotas de agua en la punta del Benchai, la enorme atalaya que dominaba el palacio como la torre del homenaje de una fortaleza y enseñaba al cielo azul su reloj de sol de mármol, cuyas agujas marcaban las tres. (El arquitecto no carecía de sentido del humor: la atalaya recordaba a todos los habitantes de la ciudad este proverbio chino atribuido al poderoso rey de los Infiernos: «Cuando es la hora, es la hora.»)

Uno, dos, tres… Con la cabeza baja, Muo contaba sobre la marcha los escalones de la escalinata que llevaba a la entrada del castillo de cristal, en la que varios soldados de uniforme, algunos de ellos armados, miraban en silencio las bolsas de plástico, que crujían bajo el peso de los libros. Jadeando, pendiente del cómputo de los escalones, Muo subía lentamente. En mitad de la escalinata, las fuerzas lo abandonaron y tuvo que detenerse. Recuperó el aliento y miró, en contrapicado, las oscuras siluetas de los soldados, que se recortaban contra los cristales de la fachada. Uno de los que no portaban armas bajó unos peldaños y, con las manos en jarras cual autoritario cómitre, le espetó:

– ¿Estás cansado?

– Agotado.

– Ánimo, que falta poco. -El soldado cruzó los brazos y, con expresión divertida, siguió con la mirada la ascensión de Muo-. ¿Qué llevas en esas bolsas?

– Libros -respondió Muo, bastante satisfecho del tono neutro y tranquilo de su voz-. Vengo a ver al juez Di. Supongo que lo conoce.

– No estás de suerte. Acaba de salir.

– Puedo esperarlo en su despacho -dijo Muo, antes de añadir en tono solemne-: Estoy citado con él.

Todavía le quedaba una decena de escalones, los últimos por subir, cuando se produjo un incidente cómico. Sudaba tanto que las gafas le resbalaron nariz abajo. Con un movimiento reflejo, soltó las bolsas y cogió las gafas -de pura casualidad- en plena caída, pero las obras maestras de Freud se salieron de la bolsa izquierda y los comentarios de Chuang-tse, de la derecha. Con el corazón encogido, los vio, o mejor dicho los Oyó, rodar escaleras abajo, al principio juntos y luego cada uno por su lado.

Como marionetas a las que les hubieran cortado los hilos, los soldados rieron y se agitaron. Uno de ellos se llevó la culata del fusil a la cara, apuntó a un libro e hizo como que apretaba el gatillo. Imitó el retroceso de la culata contra el hombro, encañonó a otro libro, hizo el ruido de un disparo de bala y fingió la alegría de quien ha dado en el blanco.

El tubo de espuma de afeitar Gillette, el champú anti caspa y el cepillo de dientes que Muo acababa de comprar siguieron su loca carrera, sobre todo la espuma Gillette, que rebotó con el ruido metálico de un cascabel, volvió a rebotar y acabó aterrizando al pie de la escalinata, a donde Muo bajó a recogerla. Cuando volvía a subir, exhausto, con los artículos de aseo de su futura vida penitenciaria en las manos, vio a un hombre alto y enteco de unos cincuenta años, que llevaba una cartera de cuero repleta de documentos debajo del brazo, encorvado sobre uno de sus libros. Para verlo mejor, se inclinaba exageradamente hacia el suelo. Tenía la cabeza pequeña, estrecha y picuda, y el cuello largo. Parecía una cigüeña.

– ¿Conoces estos libros? -le preguntó a Muo. Este se limitó a asentir con la cabeza-. Se da el caso, muchacho, de que quiero que respondas sí o no -replicó la Cigüeña con voz débil y ronca. Voy a repetirte la pregunta.

– Sí, los conozco -dijo Muo.

– Responde sólo cuando haya repetido la pregunta. ¿Conoces estos libros?

– Sí.

– ¿Son tuyos?

– Sí.

– Sígueme. Me he dejado las gafas en el despacho. Las necesito para comprobar ciertos detalles -dijo el hombre sacando su carnet, provisto de una foto-. Se da el caso de que soy el juez Huan, presidente de la Comisión Antipublicaciones Clandestinas. Los libros de Freud están estrictamente prohibidos.

– Pero acabo de comprarlos en la librería…

– Justamente. Se da el caso de que quiero ver quién los edita, quién los imprime y con qué número de autorización falso.

A diferencia de su colega el juez Di, que prefería tener el despacho en el sótano, la Cigüeña había anidado en el quinto piso, el más alto del castillo de cristal.

En el ascensor, se produjo un malentendido. Muo mencionó el nombre de Di, y la Cigüeña lo tomó por un huésped del juez o su consejero en psicología. Queriendo hacerse perdonar su brusquedad anterior, se mostró más distendido y charlatán, y empezó a quejarse de la falta de personal en su juzgado y del hecho de que tuviera que trabajar tan duro, en una soledad monacal y a menudo hasta horas intempestivas. La cháchara habitual, la gimnasia cotidiana de todos los funcionarios, con su lenguaje estereotipado y su vocabulario oficial, salpicado de risas teatrales que hacían vibrar la caja acristalada y transparente del ascensor. Una conversación un poco exasperante, por otro lado, porque la Cigüeña no sabía decir tres frases sin añadir un «se da el caso» (expresión frecuentemente utilizada por el Secretario General del Partido, y también jefe del Estado, en las entrevistas televisadas). Habló de sus modestos orígenes y de su trayectoria: la fulgurante ascensión de un maestro comunista, reconvertido en funcionario de la Justicia a las órdenes del Partido a finales de los noventa. Con resignación, reconoció que era imposible competir con algunos de sus colegas, procedentes del ejército.

– Se da el caso, por ejemplo -confesó en un tono en el que se mezclaban la amargura y la adulación-, de que el todopoderoso juez Di, con el que estás citado, a veces me asusta.

La puerta de su despacho ostentaba el nombre de la comisión y tenía tres cerraduras: una en la pesada y reluciente verja de seguridad y las otras, en los dos batientes de cristal, a diferentes alturas. La Cigüeña sacó un manojo de llaves, que tintineó en el silencio del pasillo, y desconectó la alarma marcando un número en un pequeño teclado empotrado en la pared. El clic de las cerraduras, el chirrido de la verja, el deslizamiento de las hojas de cristal… Todos esos ruidos se encadenaron y culminaron en el zumbido del climatizador.

Sin embargo, la corriente del aire acondicionado no consiguió eliminar el penetrante olor que invadió las fosas nasales de Muo en cuanto se abrió la puerta. Un tufo a virtud, a moral, a poder, a vidas secretas, a cuerpos encerrados, a cadáveres exquisitamente momificados.

La primera sala de la Comisión Antipublicaciones Clandestinas era muy grande y muy oscura, porque tenía los estores bajados. Muo seguía a la Cigüeña paso a paso. Al principio, tuvo la sensación de haber entrado en una cueva. Sus ojos miopes apenas distinguían sombras indistintas y claridades débiles y dispersas; pero segundos después comprendió que lo rodeaban todos los libros prohibidos por la Comisión, algunos de enorme valor amontonados de cualquier manera en estanterías que, en algún caso, llegaban hasta el techo. La sala estaba saturada de olor a papel mohoso. Como en las casas tradicionales chinas, en medio del cielo raso había una pequeña abertura que proyectaba un haz de rayos de luz en forma de cono gris pálido sobre una reducida zona del centro de la sala y dejaba el resto en penumbra. Muo tenía la sensación de estar en una biblioteca abandonada. Los anchos anaqueles sin numeración, en contrachapado de pésima calidad, se habían alabeado bajo el peso de los libros, que, a su vez, carecían de signaturas. Las líneas paralelas de las estanterías que cubrían las paredes ondulaban en diversa medida: algunas trazaban un arco, mientras que otras, sobre todo las de abajo, habían cedido bajo el peso de los volúmenes y besaban las polvorientas alfombras.

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