Sijie Dai - El Complejo De Di

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Sin más bienes que sus gafas de miope y los cuadernos donde apunta cuidadosamente sus sueños, Muo vuelve a China tras haber pasado once años en París estudiando psicoanálisis. Lo empuja una misión tan noble como arriesgada: liberar de la cárcel a la mujer de sus sueños, Volcán de la Vieja Luna, que languidece en prisión por haber suministrado a la prensa europea fotografías de policías torturando a detenidos. Para salvarla, el corrupto juez Di exige una joven virgen en pago de su favor. Así pues, devoto del espíritu caballeresco, Muo se monta en una vieja bicicleta para salir en busca de una doncella, en lo que será una fascinante excursión psicoanalítica por.la China actual. Tras el fenomenal éxito de Bolzac y la joven costurera china, esta novela de Dai Sijie supone nada menos que la confirmación de un talento literario de múltiples facetas. Ganadora del prestigioso Premio Fémina 2003, El complejo de Di encabezó durante varios meses las listas de los libros más vendidos en Francia.

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Sin gafas, y sin dejar de moverse, Muo vuelve los ojos hacia el techo y el suelo repetidas veces, respira hondo y responde:

– Tu marido te manda recuerdos.

La frase es tan inesperada que, por unos instantes la Embalsamadora la considera con cara de desconcierto luego, echa atrás la cabeza y estalla en una carcajada que los sacude a ambos. La deliciosa sacudida resulta fatal para Muo y le provoca el espasmo definitivo.

– ¿Ya? -le pregunta ella, sorprendida-. Los raviolis aún no están listos.

– Perdona -murmura Muo subiéndose el pantalón y buscando las gafas.

Su vista retorna a la vida. ¡Qué absurdo! Lo primero que contemplan sus ojos de recién desvirgado es un ravioli. Un ravioli agujereado que flota a la deriva como Una mariposa herida y desciende lentamente, en amplias espirales, al fondo de la cacerola, dejando tras sí una burbujeante estela de apio y carne cocida.

Muo se sienta en el suelo y se recuesta en el frigorífico, que sigue ronroneando. La Embalsamadora coge un trozo de papel de cocina, se inclina y se limpia un hilillo de sangre que le resbala por la pierna. Luego, con otro papel, seca unos restos de semen de la piel de Muo.

«Ya no soy virgen», se dice. Las lágrimas le resbalan por el rostro y trazan surcos en la costra azulada y salpicada de harina de la mascarilla hidratante.

– Ven -le dice Muo besándola en la mejilla-. Vamos a comer, tengo un hambre increíble.

– Espera, antes voy a lavarme.

Los raviolis tienen gusto a ceniza, pero la salsa que ha preparado la Embalsamadora con vinagre suave, cebolleta y ajo picados y unas gotas de aceite de sésamo está deliciosa. Sentados frente a frente a la mesita baja, cubierta con una hoja de periódico a modo de mantel, comen en silencio. Un silencio un tanto lúgubre. Muo se esfuerza por comer todo lo que ella le pone en el plato, por miedo a ofenderla. Afortunadamente, la Embalsamadora tiene la buena idea de sacar una botella de licor, un licor caro llamado «Fantasma de la ebriedad», famoso por su alta graduación, su exquisito aroma y su original presentación, un recipiente de cerámica dentro de una bolsa de papel arrugado. Unos cuantos sorbos bastan para levantar la moral del eyaculador precoz. El seminaufragio que acaba de sufrir su virilidad se difumina. Muo es así. No puede evitar desafiar peligros a los que ya ha sucumbido. Se ha pasado la vida encajando derrotas y volviendo a la carga, con idéntico resultado. Es su forma de ser. Con ojo picassiano acecha la ocasión de reanudar los retozos. Para lavar su honor y salvaguardar su amor propio.

Instintivamente, sabe que tiene dos o tres horas para recuperar el orgullo de su virilidad, antes de abandonar la vivienda y volver a enfrentarse al mundo exterior.

Para concentrar mejor la energía que le proporciona el «Fantasma de la embriaguez», se niega a compartir la sandía que la Embalsamadora saca del frigorífico y corta con un gran cuchillo de cocina. El jugo resbala por la afilada hoja y empapa el papel de periódico que hace las veces de mantel. La mujer escupe las pepitas en un cuenco de porcelana. Cada vez que clava los dientes en la raja de fruta, el jugo rojo le resbala hasta la barbilla. Muo se siente invadido por unas ganas de dormir como no ha tenido en la vida, una modorra plúmbea, en la que su mente se refugia con voluptuosidad, seguida por su cuerpo, que parece efectuar una caída vertical. Los párpados le pesan, las gafas le resbalan por la nariz y caen sobre las peladuras de sandía… Muo se esfuerza en no sucumbir a la somnolencia y, sonriendo, vuelve a ponerse las gafas sin limpiarlas, reprime un bostezo, se levanta y se dirige al lavabo con la botella de «Fantasma de la embriaguez» en la mano.

– Voy a darme un baño y vuelvo.

– Espera, no quiero quedarme sola.

Muo consigue espabilarse tras sumergir varias veces la cabeza en el agua caliente de la bañera. Duro combate el que ha entablado… Sigue teniendo el cuerpo aletarga do. Constata con angustia que el miembro se le sigue encogiendo, hasta desaparecer bajo una mata de pelos flotantes. Entretanto, sentada en una silla a su lado, con pies en el borde de la bañera, la Embalsamadora se pinta las uñas de los pies con un esmalte nacarado.

– Esta noche, en el tanatorio -le dice-, estaba muerta de miedo, con tu dichoso juez Di. En mis muchos años de profesión, es la primera vez que me pasa algo así. ¡Un muerto que resucita! Hasta ahora, sólo lo había visto en una película hongkonesa de terror. ¡Qué miedo!

Como un grifo abierto del que no para de salir agua, la Embalsamadora habla y habla, entregada a ese placer, viejo como el mundo, que sucede al amor: la confesión. No es consciente de que su monólogo no evoca más que a su difunto marido, sin conceder el menor espacio al pobre Muo. Ni una frase sobre él. Consternado por semejante transferencia de identidad, Muo se siente como si, tras la bofetada de su fracaso sexual, siguieran dándole mamporros. «¡Qué cruel es la mujer! ¡Qué maravillosa criatura!», se dice el desventurado suplente hundiéndose en el fondo de la bañera para que el agua sumerja el parloteo e inunde sus oídos.

– De todos los embalsamamientos que he efectuado, el que no olvidaré jamás es el de mi marido. Por lo general, en nuestra profesión, nunca tocamos el cuerpo de alguien próximo a nosotros, tanto si es un familiar como un conocido, o incluso un vecino. Es la regla de oro. El trabajo iban a hacerlo mis cuatro compañeros. Yo me quedé abajo. Esperando. Empezaron con el lavado del cuerpo y continuaron con el masaje. Como se había arrojado de un sexto piso las venas habían reventado. Hacía falta mucha paciencia y pericia para conseguir que la sangre coagulada volviera a fluir. Pero, de pronto, me dio por subir. Les pedí que se fueran y me dejaran continuar sola y hacer lo más difícil: reconstruir el cráneo. Se alegraron de poder evitarse ese trabajo, pesado y, sobre todo, difícil. Lo Comprendí perfectamente sabían que, por más que se esforzaran, el resultado nunca me satisfaría. Tenía el cráneo casi partido en dos, como una sandía cortada con un hacha. La sangre ennegrecida, el cerebro reseco y sobre todo, las numerosas fisuras que presentaba la cabeza hacían problemática su reconstrucción. Era como caminar por el filo de la navaja. Al primer paso en falso, el cráneo se desharía en pedazos. Y nadie podría volver a unirlos. Ni siquiera yo. Una auténtica pesadilla… Contuve la respiración y las lágrimas, y puse manos a la obra con el corazón en un puño. Cogí la aguja más fina. El hilo, importado de Japón, era el mismo que utilizan los cirujanos. Lo mordí, y no conseguí partirlo. Realmente era de buena calidad. El cráneo tenía una fisura de unos veinte centímetros, con una separación entre los bordes de al menos cinco. Empecé a coser por la parte más estrecha. En la planta baja, mis compañeros ensayaban pasos de baile con un magnetófono en el que sonaba un vals triste tocado al piano. (No sé si recuerdas que en esa época el vals se había puesto de moda. Lo bailaban millones de chinos. Eso fue antes de la locura del mah-jong .) Yo nunca había oído un vals tan triste, aún más triste que esos réquiem que cantan los occidentales en televisión, con velas en la mano y mujeres cubiertas con velos…

En un estado de semiinconsciencia, vencido por el sueño y el alcohol, Muo escucha la confesión de la Embalsamadora, pronunciada por una voz que parece venir de otro mundo y tiene menos de lenguaje humano que de vaga presencia sonora que flota en el aire. ¿Será así la voz de los fantasmas? Muo ya no sabe si está en un lugar real o imaginario, si la Embalsamadora habla realmente o si está soñando que habla. Por casualidad, abre los ojos y, a través de las ondulaciones del agua, ve una pequeña y ágil serpiente que culebrea entre sus muslos. Extiende lentamente la mano para sorprenderla. Pero falla. La serpiente consigue escapar y desaparece en el agua. Muo no atrapa más que un puñado de pelos negros, lo que le hace reír. Vuelve a coger la botella de «Fantasma de la ebriedad» y bebe a gollete, mientras su otra mano reanuda el juego del escondite con el misterioso animalejo.

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