– ¿Eres tú, la Embalsamadora? -le pregunta el juez.
Ella asiente sin dejar de forcejear. El la cubre de besos y de baba-. No tengas miedo -le susurra-. A todas las vírgenes les pasa igual antes de convertirse en auténticas mujeres.
Las palabras del juez explotan como una bomba en los oídos de Muo, que está casi totalmente paralizado. Tiene los brazos como si fueran de algodón, pero intenta separar a la pareja. El juez lo rechaza, pero él vuelve a la carga y con una violencia que le sorprende a él mismo, agarra al anciano por el cuello de la camisa y se la desgarra.
– ¡Huye! -le grita a la Embalsamadora.
De pronto, miles de estrellas giran ante sus ojos, y ve que está tendido en el suelo, derribado por el esquelético y puntiagudo codo del juez. La Embalsamadora ha puesto pies en polvorosa. Muo se levanta, pero le sangra la nariz y le fallan las piernas. Vuelve a caerse. En ese instante, el juez baja de la cama con movimientos lentos.
– ¿Dónde estoy? -pregunta mirando a su alrededor-. ¡Mierda! ¡Estoy en el tanatorio!
Tumbado en el suelo, Muo lo oye precipitarse hacia la puerta y desaparecer. No sabe cuánto tiempo ha permanecido en esa posición. Cuando vuelve en sí, constata los daños: tiene la cara ensangrentada, como un héroe del Oeste, pero también el pantalón mojado, sin que sepa decir cuándo se ha meado encima, como el director de cine ruso en la sala de proyección del Kremlin.
«Bravo, Muo -se dice-.Tú solito encarnas a las dos superpotencias mundiales juntas.»
No le queda más remedio que abandonar el tanatorio vestido con la ropa de trabajo de la Embalsamadora, que ha encontrado en un armario y gracias a la cual puede deshacerse del pantalón y el calzoncillo, humillantemente mojados. Es un mono azul claro de tela gruesa y resistente, solemne y ridículo a un tiempo, que lleva impresa delante y detrás la inscripción «Cosmos. Empresa de pompas fúnebres» (en blanco), con un dibujo que representa a un astronauta en un cohete (en amarillo) y los números de teléfono y fax y la dirección de la empresa (en rojo). Lo que le gusta a Muo es que tiene bolsillos por todas partes, en los que guarda todo el bazar que llevaba en el pantalón: los cigarrillos, el mechero, la cartera, el llavero y el móvil nuevo, que se ilumina y parpadea en la oscuridad.
Todavía es de noche. La idea de volver a casa no le hace mucha gracia. Teme despertar a sus padres a esas horas y asustarlos con su femenino y macabro disfraz. (Ya está oyendo lo que le dirá su madre: «¿De dónde vienes a estas horas? ¿Cuándo nos vas a dar la alegría de casarte, hijo mío?») Sin saber adónde ir, en vez de coger un taxi, inicia un paseo a pie por la ciudad dormida. Conscientemente, sigue el itinerario de la Embalsamadora, que lo lleva hasta la puerta del conservatorio; luego, gira a la derecha y sigue el muro hasta un barrio obrero, en el que no se ve a nadie. Le gustaría mirarse en algún escaparate para ver qué aspecto tiene, pero allí no hay ni tiendas ni farolas. De vez en cuando, un perro cruza la calle, se para, lo mira y lo sigue por la acera de enfrente. Oye ratas peleándose entre los cubos de basura.
Al llegar a un cruce, se pregunta si ha perdido la razón. Con las mejillas acariciadas por un viento cálido, se esfuerza en vano por identificar el lugar en el que se encuentra. Un escalofrío le recorre la espina dorsal. ¿Qué me pasa? He nacido en esta ciudad, me he criado en ella, conozco este barrio como la palma de mi mano… Y resulta que me he perdido. Consigue mantener la calma. Resignado, se consuela constatando los cambios que el capitalismo salvaje ha impuesto a la ciudad. Recorre todo el cruce, explorando una tras otra aquellas calles nuevas, que se parecen como gotas de agua, con sus edificios estucados, casi todos idénticos. Tras un cuarto de hora de dudas, decide seguir en dirección norte. Pero, por más que observa el cielo, no consigue descubrir dónde está el norte y, para colmo de males, empieza a llover. Así que reanuda la marcha por la misma calle, flanqueada, como todas las otras, por eucaliptos jóvenes, si bien los de ésta parecen más sanos, y decide seguirla hasta el final.
«¿Qué diría Volcán de la Vieja Luna si le hiciera una visita inesperada en la cárcel, con el mono de la Embalsamadora?», se pregunta Muo. ¿Se reiría? Sí, se partiría de risa. Siempre ha tenido esos ataques de risa que sorprenden o incomodan a la gente. Le diría por teléfono, desde el otro lado del cristal de separación (¡Joder que un país tan pobre tenga prisiones tan ultramodernas es para volverse loco!); le diría: «Mira este cohete y este astronauta.
Es mi nueva pasión.» No, le diría algo mejor. Le diría que he decidido entrar a formar parte de una nueva categoría de ángeles: escolta de seres humanos durante el largo peregrinaje hacia el Cielo. Para explicarle qué es un embalsamador, le diría: un esteticista para muertos. Ella respondería: «No me hagas reír, tú no tienes ni idea de estética.» Yo acercaría el pecho al cristal y, al otro lado, ella extendería la mano para tocar con sus largos y finos dedos al hombrecillo de la escafandra impreso en el mono. Luego, como es tan lista, me interrogaría con la mirada entrecerrando los maliciosos ojos. Se preguntaría si le estaba diciendo la verdad o había perdido la chaveta. Pero, de repente, se echaría a llorar, porque lo habría comprendido todo sin necesidad de que yo le dijera una palabra. Es más lista que el hambre. Comprendería que he tenido otro fracaso. Un fracaso fatal. El definitivo. Apoyaría los brazos en la mesa y escondería la cara en ellos. La mantendría así -lo sé- hasta que los gorilas vinieran a buscarla. Y a ellos tampoco se lo pondría fácil. Cuando está en esa postura, no es fácil ni para unos policías puros y duros. Se vuelve extrañamente fuerte. La lucha para arrancarla de allí sería encarnizada. Es mejor no visitarla ahora, ni en unos días. No necesita esto. Casi me entran ganas de llorar también a mí, aquí, en esta porquería de laberinto de edificios baratos.
La primera vez que Muo asistió a una escena dolorosa, en la que Volcán de la Vieja Luna se echó a llorar, fue en la época en que eran compañeros de estudios en la Universidad de Sichuan. El invierno estaba siendo duro y, excepcionalmente en aquella ciudad del sudoeste chino, había nevado durante varios días. Una tarde de finales de noviembre, Muo fue a ver al profesor Li, que daba clases sobre Shakespeare y sentía una predilección especial por él. Como la sala de estar del profesor era enorme y glacial, y la única habitación que tenía estufa de carbón era el despacho (un despacho de cinco metros cuadrados las paredes enteramente cubiertas de libros), se refugiaron en él para charlar de todo y de nada, como dos amigos. Muo le enseñó una traducción que acababa de hacer, y el profesor Li se caló las gafas, que tenían una patilla rota sustituida por un cordón, para leerla, comparándola palabra por palabra con el original. Llamaron a la puerta. El profesor Li salió del despacho, que daba directamente a la sala, en la que Muo vio entrar a Volcán de la Vieja Luna. Se quedó sorprendido, porque ella nunca había mostrado interés por la lengua de Shakespeare, y menos aún por Shakespeare. Estaba desconocida, pálida, con los ojos hinchados, en un estado de intenso sufrimiento físico o moral. Permaneció callada. Peor aún, permaneció muda incluso cuando el profesor la saludó. Todo lo que hizo fue acercarse con paso vacilante a la mesa, situada en el centro de la sala, sentarse en una silla con respaldo, apoyar los brazos en la mesa y echarse a llorar con la cara oculta en ellos. Desde donde estaba, Muo no le veía más que la larga melena, que tan pronto se estremecía sobre sus hombros, entre sollozo y sollozo, como ondulaba a cada nuevo ataque de llanto. Muo empezó a dar vueltas por el reducido despacho, sin acabar de decidirse a cruzar la puerta. Oía hablar al profesor Li, cuya voz había perdido la habitual calma y la magnífica sonoridad que tan maravillosamente dominaba las aulas. Era una voz de colegial, que pedía excusas por lo que su hijo (estudiante de Filosofía de extraordinaria y noble belleza, con fama de don Juan en todo el campus, y cuyo nombre acudía constantemente a los labios de las estudiantes, a las que al parecer visitaba a menudo en sueños) había hecho. La chica no decía nada. El profesor Li calificó a su hijo de infame canalla, de desaprensivo sin moral en quien no se podía confiar, etc. Muo se acercó a la ventana y, en el reflejo del cristal traslúcido, descubrió rastros de lágrimas en su propio rostro, completamente demudado. La estufa, que momentos antes ronroneaba como un viejo gato fiel, se había apagado. Muo intentó reavivarla añadiendo carbón y soplando por la portezuela, pero lo único que consiguió fue levantar una polvareda, que le saltó a la cara y le impidió respirar. El humo llenó el despacho y se extendió a la sala. El profesor acudió en su ayuda, y Muo salió del despacho tosiendo. El ruido interrumpió el llanto de Volcán de la Vieja Luna. La chica lo miró sorprendida, mientras él se acercaba envuelto en una nube de humo. Habría sido difícil decir quién estaba más apurado, si ella, que se encontraba en una situación embarazosa, o él, que la veía en esa situación. Muo intentó limpiarse el rostro con el dorso de una manga, pero sólo consiguió extender el tizne. Con la cara como un bufón de ópera china, farfulló unas palabras de excusa que ni él mismo entendió. La chica había dejado de llorar. Muo cogió una silla con la intención de sentarse a su lado, pero sin saber cómo ni por qué se encontró arrodillado ante ella.
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