»Como el secretario del juez tardaba en volver, bajé de la furgoneta con lentitud calculada, casi penosa. El policía me miraba sin decir nada. Empecé a dar vueltas alrededor del vehículo. Las piñas de los pinos crujían bajo mis pies, y también las vainas de retama, abiertas desde Dios sabe cuándo. Me acerqué a un bosquecillo de eucaliptos porque me encanta su olor, sobre todo cuando se mezcla con el de la retama y huele a almendra amarga.
»Volví a mirar hacia los farolillos rojos del chalet y de nuevo vi a gente que corría de una habitación a otra. Parecían nerviosos. Hablaban haciendo aspavientos, pero la pantalla de enredaderas y la distancia ahogaban sus voces. Empecé a darle vueltas a aquel detalle, como solemos hacer en momentos de nuestra vida en los que presentimos un peligro vago, una amenaza, que el miedo cambia de campo. Mi jaqueca había desaparecido. En ese momento, otro vehículo se acercó por el sendero. Lo oí frenar, obedeciendo a la orden del policía. Era una ambulancia; el faro giraba y el haz de luz barría los troncos de los árboles. Al cabo de unos instantes, mi escolta, el secretario del juez, se acercó corriendo. Di había muerto. Se había pasado tres días y tres noches jugando al mah-jong , pero se había quedado con ganas de seguir jugando. Así que había reunido a su personal y había echado otras cinco partidas; pero, antes de empezar la siguiente, había caído del sillón, fulminado.
»¿Qué te parece, Muo? ¡Es realmente increíble! ¿Te sientes aliviado? Yo también. En estos momentos estoy en el tanatorio. Tengo que embalsamarlo esta noche. Mañana debe estar todo acabado, antes de que lleguen los jefazos y su familia… De acuerdo, aquí te espero. Hasta ahora… ¡Espera, tráeme algo de comer! Tengo un hambre que no te puedes imaginar.
2 A las dos de la madrugada
Un olor a descomposición ofende el olfato de Muo en cuanto empuja la puerta de servicio de la sala de embalsamamientos. ¿Estiércol? ¿Toronjiles podridos? ¿Sales de alcanfor? ¿Incienso? No, es un tufo acre que quema las fosas nasales como la guindilla quema la boca. ¿Qué es? ¡Mirra! La Embalsamadora debe de haber quemado barritas de mirra para disimular el olor del formol, que, como bien sabe, repele al neófito y se le agarra a la garganta.
– ¿Estás sola? -le pregunta Muo-. ¿No hay nadie más en todo el edificio? ¿No te da miedo?
– Sí, sobre todo cuando es tan tarde como hoy -responde la Embalsamadora sin interrumpir sus preparativos.
Lleva la ropa de trabajo y unos guantes de caucho que le llegan hasta los codos.
– He olvidado darte las buenas noches.
– ¿Aún es de noche?
– No tardará en amanecer.
La sala es todo lo contrario de lo que Muo había imaginado. No está ni desnuda ni vacía, y no es blanca. Incluso le parece menos siniestra que una habitación de hospital psiquiátrico. Hay cinco o seis lámparas de poca potencia, todas encendidas. Grandes cortinas de tela cubren las paredes, en las que brillan objetos de metal cromado y cerraduras de cobre. Un ambiente de camarote o bodega de barco, un ambiente submarino, acentuado por el ruido del agua que cae en la bañera que reluce en un rincón en penumbra. De pronto, Muo recuerda haber soñado que entraba en una casa sumergida bajo el agua cuyo techo de tejas estaba totalmente cubierto de conchas blancas. Los pequeños cangrejos rojos que pululaban e el agua se deslizaban en auténticas manadas por la puerta y las ventanas, y sus irisados caparazones llenaban la vivienda de incandescentes reflejos.
Aunque Muo camina por el enorme damero que forman las baldosas negras y blancas de la sala de embalsamamiento, no se sorprendería lo más mínimo si oyera crujir cangrejos bajo sus pies. Tiene la sensación de que todo lo que lo rodea es del color del agua profunda.
– ¿Dónde dejo el almuerzo? -le pregunta a la Embalsamadora acercándose a ella-. A esta hora, lo único que hay abierto es la tienda del Puente del Sur. Te he traído un sándwich de jamón con guindillas y dos huevos duros al té.
– Me encantan los huevos al té. Estoy muerta de hambre. ¿Te importa pelarlos? Con estos guantes, no puedo hacer nada.
Los de la tienda habían roto la cáscara de los huevos para que el té penetrara en ellos durante la cocción. Muo retira cuidadosamente los trozos de cáscara hasta que aparece el huevo, en cuya superficie el té ha dibujado escamas de color café parecidas a las de las piñas de pino.
– Le quitaré la yema. Por lo visto es mala para el colesterol -dice Muo.
– Vale. – La Embalsamadora echa la cabeza hacia atrás, abre bien la boca y recibe de la mano de Muo un trozo de huevo, que cae en su rosado paladar, desaparece bajo su lengua y vuelve a aparecer triturado por los dientes-. Más -le dice a Muo. Se come los dos huevos con una rapidez pasmosa. Durante el inocente juego, la glotona y cálida lengua de la mujer roza los dedos de Muo, que contempla su rostro, tan familiar: la abombada frente, las finas arrugas de las comisuras de los ojos, el mentón, que acusa cierta relajación-. Ven -le dice ella-. Despídete de tu amigo el juez Di y luego espérame fuera.
Muo la sigue hasta el centro de la sala, donde hay una cama, en la que descansa una funda de plástico lechoso, iluminada por una pequeña lámpara con pantalla de seda. La tenue luz le hace pensar en una exposición arqueológica en un museo. Como al ralentí, la cremallera abre una rendija en la funda con un chirrido metálico que resuena en la sala y le desgarra los tímpanos, como el crujido de una nuez entre las pinzas de un cascador. Primero aparece la cabeza y, luego, el torso del juez, vestido con una camisa negra.
– ¡Mierda, se ha atascado! -farfulla la Embalsamadora-. ¿Puedes ayudarme?
– ¿Lo dices en serio?
– No, en broma. ¡Vamos, tira!
Pese a los esfuerzos, ora coordinados, ora descoordinados, de la Embalsamadora -que se ha quitado los guantes- y su ayudante, la cremallera se niega a avanzar ni un milímetro: dos dientes se han empeñado en no engranarse. Muo oye su propia respiración y, acto seguido, un gorgoteo que no sabe identificar. A veces, su mano roza la camisa del juez, que es de seda fina, suave, casi sensual. A esa distancia, puede distinguir, entre el penetrante aroma de la mirra, un olor a cerrado y a tabaco, a vino y miseria, que le recuerda a los mendigos de París. Seguro que aquel loco del mah-jong llevaba más de tres días sin lavarse cuando le dio el ataque al corazón. Puede que hasta una semana.
– Espera -le dice la Embalsamadora-. Voy a buscar unas tijeras para cortar la maldita funda.
La mujer se aleja. Muo, su solícito ayudante, sigue intentando deslizar la pequeña corredera de metal cromado primero hacia arriba, sentido en el que los dos dientes se engranan sin dificultad, y luego hacia abajo, milímetro a milímetro. La cremallera va abriéndose, así que, en el último milímetro, Muo da un tirón con todas sus fuerzas, pero el movimiento de la corredera se detiene en seco en el mismo lugar. Exasperado, Muo sigue luchando con la tozuda cremallera, pero, cuando cree estar a punto de alzarse con la victoria, siente que lo están mirando y, cuando comprende de dónde viene esa mirada, el pecho se le cubre de sudor frío, como un estanque en pleno deshielo. Es el juez Di. Muo no le ha visto abrir los ojos, pero ahora sus párpados están espantosamente entornados y sus vidriosas pupilas giran y luego lo miran fijamente, como alguien que acaba de volver de muy lejos, con una mirada turbia, sin brillo. Muo se queda paralizado. El terror lo mantiene inclinado sobre el rostro del juez, pero el alma entera, aterrada, se le escapa del cuerpo. ¿Visión? ¿Sueño? ¿Realidad? ¿Resurrección? ¿Se habrá equivocado el médico que ha firmado la defunción? ¿Será otro milagro de los comunistas? Todas esas preguntas sin respuesta sacuden su mente como otros tantos seísmos, mientras algo brilla entre los párpados del juez: es ella, la Embalsamadora, que vuelve tijera en mano. Aparta la pantalla de la lámpara y, de pronto, se queda inmóvil, como fulminada. Las tijeras se le escapan de la mano, caen al suelo, rebotan… El juez se levanta enérgicamente y extiende los brazos hacia ella. La Embalsamadora suelta un grito, el anciano se agarra a ella, se levanta, la abraza… La Embalsamadora suelta otro grito, se debate como una posesa…
Читать дальше