Sijie Dai - El Complejo De Di

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Sin más bienes que sus gafas de miope y los cuadernos donde apunta cuidadosamente sus sueños, Muo vuelve a China tras haber pasado once años en París estudiando psicoanálisis. Lo empuja una misión tan noble como arriesgada: liberar de la cárcel a la mujer de sus sueños, Volcán de la Vieja Luna, que languidece en prisión por haber suministrado a la prensa europea fotografías de policías torturando a detenidos. Para salvarla, el corrupto juez Di exige una joven virgen en pago de su favor. Así pues, devoto del espíritu caballeresco, Muo se monta en una vieja bicicleta para salir en busca de una doncella, en lo que será una fascinante excursión psicoanalítica por.la China actual. Tras el fenomenal éxito de Bolzac y la joven costurera china, esta novela de Dai Sijie supone nada menos que la confirmación de un talento literario de múltiples facetas. Ganadora del prestigioso Premio Fémina 2003, El complejo de Di encabezó durante varios meses las listas de los libros más vendidos en Francia.

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Unos días después, la carta desapareció en un tren nocturno con destino a la isla de Hainan, junto Con la Delsey azul pálido, inútilmente sujeta al portaequipajes mediante una cadena de hierro forrada de plástico rosa. Era el 6 de julio.

En cuanto al desarrollo de los acontecimientos posteriores, ya son conocidos: durante varias semanas, Muo recorrió en vano la inmensa isla, pero a principios de septiembre, durante una conversación telefónica puramente casual con una antigua vecina de Chengdu, encontró al fin a una chica (si puede llamarse chica a una embalsamadora de cadáveres de cierta edad) cuya virginidad seguía intacta.

SEGUNDA PARTE Siempre es de noche

1 La furgoneta nocturna

Aproximadamente una semana después de su regreso de Hainan, hacia la una de la mañana, el teléfono suena en el piso de los padres de Muo.

Al otro lado del hilo, se oye la voz de su vecina, la Embalsamadora.

– Se ha muerto. Acabo de llegar de su chalet.

– ¿Quién se ha muerto?

– El juez Di. Se acabó. ¡Qué locura!

(En ese instante, lo único que siente es un picor por todo el cuerpo. Un sudor frío que brota de todos los poros de su piel. Tiene miedo. «¿El juez Di? ¿Habrá muerto haciendo el amor, le habrá fallado el corazón durante el encuentro erótico que le he organizado? ¿Me detendrán, no como corruptor, sino como instigador de un asesinato premeditado? Seguro. Un momento, recuerdo haber leído algo que trataba de una situación más o menos parecida. ¿Una novela? No. Un relato. Pero ya no recuerdo ni el título ni el nombre del autor. ¿Qué me pasará? ¿Cómo liberar a Volcán de la Vieja Luna? Ahora, lo que debo hacer es escuchar la historia de la Embalsamadora. Pero tengo la cabeza como un suelo poroso, como el techo de una cueva Cada una de sus palabras me pone los pelos de punta; pero tomadas en su conjunto, se filtran por los minúsculos intersticios de mi cerebro como un líquido invisible, caen de cabeza en mi interior, dan saltos mortales en mis tímpanos, mi pulso, mi cráneo… Me llegan como una extraña mezcla: el alivio del final de una misión imposible y la escalofriante sombra de una amenaza de detención. Una voz interior resuena en mi cabeza: «¡Ve a entregarte a la policía!»

– Escucha -sigue diciendo la voz de la Embalsamadora al otro lado del hilo-. Me habías dicho que, hacia las ocho de la tarde, vendría alguien a buscarme; pero a las siete se presentó un hombre en el tanatorio. Afirmó ser el sexto secretario del juez Di. Un hombre bajito y nervioso. Dijo que debíamos irnos enseguida, que el juez tenía prisa. No tuve tiempo de cambiarme ni darme una ducha. «¡Qué más da! -me dije-. El viejo juez Di no espera una estrella de cine. Cuando antes acabemos, antes se quedará tranquilo Muo.» Nos fuimos de inmediato. Sólo me pinté un poco con el pintalabios Chanel que me regalaste por mi cumpleaños. Bajamos del edificio de embalsamamientos y, en la puerta de entrada, el secretario llamó un taxi. No paró de hablar por el móvil durante diez minutos, pero del taxi, nada. El hombre tenía un miedo increíble. ¿Y de quién? Del juez Di. ¡Pobre diablo! Acaba de volver a China, después de estudiar Derecho en Estados Unidos, y hace todo lo posible por que se sepa. Tiene la manía de meter palabras en inglés en cada frase que dice. Es realmente penoso. Para sacarlo del apuro, le propuse que cogiéramos una de las furgonetas del tanatorio, ya sabes, esas que se emplean para transportar los cadáveres. Lo dije más que nada para bromear, porque casualmente había una aparcada delante de la puerta. Se la señalé y le dije que se parecía a los furgones blindados del tribunal en los que llevan a los condenados a muerte, con sus faros independientes como dos grandes ojos desorbitados. Era una vieja furgoneta con el parabrisas dividido en dos por un listón metálico. El yanqui de pacotilla se lo tomó en serio. Llamó al hotel en el que Di estaba jugando al mah-jong con sus amigos para pedirle autorización, pero le dijeron que el juez había vuelto a casa. Lo llamó al chalet, pero curiosamente no cogieron el teléfono. Eran las siete y media. Para tomar una decisión, se sacó del bolsillo una moneda de cinco yuans, la lanzó al aire. La moneda cayó al suelo de cemento, rebotó r volvió a caer. Salió cruz, así que cogimos la furgoneta. Cuando ahora lo pienso, se me ponen los pelos de punta. ¡Qué presagio! ¿Te das cuenta? Si la moneda del secretario hubiera caído del otro lado, o si en ese momento hubiera aparecido un taxi, o si simplemente no le hubiera hablado de la furgoneta o no hubiera tenido la llave, puede que el juez Di todavía estuviera vivo. Me siento culpable. Y eres tú quien me ha metido en este berenjenal.

(La voz de la Embalsamadora zumba y zumba… Pugna con la imagen de una sala de proyección y de un pantalón mojado que surgen en la aterrada mente de Muo: una proyección privada para Stalin en el Kremlin, en los años cincuenta, de una película titulada Lenin en octubre. El director estaba sentado varias filas detrás de Stalin. Durante la proyección, vio que el Padrecito de los Pueblos volvía la cabeza hacia su vecino y le murmuraba algo que, según se supo más tarde, era: «Esta película es una mierda.» La sala ya estaba a oscuras, pero, de pronto, ante los ojos del director la oscuridad se hizo total. Se desmayó, se deslizó de la butaca y cayó al suelo. Cuando los guardias lo sacaron de la sala, vieron que tenía el pantalón mojado de pis. Muo se asombra al recordar esa anécdota en esos momentos y se alegra de que a él la muerte del juez Di no le haya provocado más que sudor frío.)

– En cuanto arranqué la furgoneta, fui yo la que empecé a ponerme nerviosa y de mal humor. Estaba tensa ante la idea de lo que me esperaba en el chalet del juez Di. Tú no me lo habías explicado todo, pero no soy idiota, lo había comprendido. Muo, me gustaría decirte una cosa…

– Adelante.

– Estoy dolida. Durante el trayecto, sentí odio hacia ti, no puedes imaginar cuánto. En el fondo, eres duro, cruel. Para ser feliz, tú eres capaz de cualquier cosa.

– No sé qué decir para defenderme. Puede que tengas razón, no sé.

– ¡Cerdo! Continúo. Mientras yo conducía, el secretario del juez iba recobrando el aplomo. No paraba de darme órdenes, de elegir el itinerario, de contarme chismes sobre el juez Di… ¿Sabes cuánto tiempo estuvo jugando al mah-jong ? Adivina.

– ¿Antes de volver al chalet?

– Sí.

– Veinticuatro horas.

– Tres días con sus noches. Setenta y dos horas. Llevaba pegado a la mesa de la habitación del hotel, con sus compañeros de partida, desde el jueves por la noche. El hotel Holiday Inn, no sé si lo conoces; un hotel de Cinco estrellas, con columnas griegas de mármol falso, que está en el centro. Es un hotel impresionante, con dos alas de veinticinco plantas cada una, un jardín con una fuente en medio y un césped primoroso. Tiene un aspecto pulcro, ero frio, impersonal, con su puerta giratoria en la entrada. El secretario me dijo que, en el vestíbulo y en las plantas, hay mostradores de granito negro y que los ascensores son de bronce pulido. Pero lo más alucinante, según él, es cuando llegas a la puerta de la habitación. El número no figura en ella; es una luz tamizada que llega del techo y proyecta la sombra negra de una cifra en la gruesa moqueta del pasillo. Es como si estuvieras en una película policíaca. El secretario dijo que no había visto nada parecido ni en Estados Unidos. Hace tres o cuatro años, cuando inauguraron el hotel, el juez Di fije uno de los invitados de honor. En esa ocasión, estuvo veinticuatro horas en la mesa de juego, sin comer ni beber. Estaba loco de atar. Lo que buscaba era una excitación semejante a la que sentía en otros tiempos, cuando apuntaba con el fusil a un condenado, con el índice en el gatillo. Tú lo sabías, y aun así me arrojaste a las garras de ese pervertido.

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