Sijie Dai - El Complejo De Di

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Sin más bienes que sus gafas de miope y los cuadernos donde apunta cuidadosamente sus sueños, Muo vuelve a China tras haber pasado once años en París estudiando psicoanálisis. Lo empuja una misión tan noble como arriesgada: liberar de la cárcel a la mujer de sus sueños, Volcán de la Vieja Luna, que languidece en prisión por haber suministrado a la prensa europea fotografías de policías torturando a detenidos. Para salvarla, el corrupto juez Di exige una joven virgen en pago de su favor. Así pues, devoto del espíritu caballeresco, Muo se monta en una vieja bicicleta para salir en busca de una doncella, en lo que será una fascinante excursión psicoanalítica por.la China actual. Tras el fenomenal éxito de Bolzac y la joven costurera china, esta novela de Dai Sijie supone nada menos que la confirmación de un talento literario de múltiples facetas. Ganadora del prestigioso Premio Fémina 2003, El complejo de Di encabezó durante varios meses las listas de los libros más vendidos en Francia.

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– Mi sueño… -Risas-. Sueño lo mismo a menudo, con el cine. -Risas-. Salgo en una película. ¿Cuál? Ya no me acuerdo. ¿Una escena? Espere. Por ejemplo, he soñado que hacía de una chica a la que iban a besar, o que miraba cómo se besaban otros… Me da mucha vergüenza. Pero, incluso antes de despertarme, sé que es un sueño. ¿Comprende? Me digo que estoy soñando, pero sigo soñando…

Era una de las chicas más jóvenes del mercado, de apenas dieciséis años, con los pechos poco desarrollados, un pasador brillante en el pelo y los pies descalzos. (Tumbada en la silla de bambú, se frotaba, sin dejar de hablar, la pantorrilla derecha, cubierta de negro barro seco, con el empeine del pie izquierdo.) Recordaba haberla visto dos días antes a la orilla del río, peleándose con otras dos muchachas. Mientras la escuchaba, me fijé en ese «tenue vello diáfano y suave, que recuerda el del melocotón», que los poetas de la dinastía Tang cantaron tantas veces, y que cubría los muslos de la chica, cuya tersura saltaba a la vista. Supuse que era un signo evidente de su virginidad, y tuve que reprimir unas lágrimas de emoción.

– ¿Cuántos años tienes?

– Diecisiete.

– No te creo, pero da igual. Quiero volver sobre un punto que acabas de mencionar. En tu sueño, ves cómo se besan otros. ¿Ya has tenido personalmente la experiencia de besar a alguien?

– Señor, habla usted como un catedrático.

– Mi madre estuvo a punto de ser catedrática. Pero respóndeme, es importante para la interpretación de tu sueño. ¿Ya has besado a alguien?

– ¡Qué vergüenza, señor! En la vida real, jamás. Pero una vez soñé que veía una película, en mi casa, en la televisión. Y salía yo. Un chico, un actor muy conocido, quería besarme. Era de noche. Estábamos en un puente. Se acercó a mí, pero, justo cuando iba a darme un beso en la boca, me desperté.

– Enhorabuena, muchacha, tu situación cambiará pronto. Eso es lo que presagia tu sueño.

– ¿Usted cree? ¿Tendré trabajo?

– Más que eso, te lo aseguro.

El diagnóstico provocó el asombro, por no decir la envidia, de las espectadoras que nos rodeaban. Decidí dar por finalizada la sesión con ella y hablarle más tarde a solas. Otras muchachas la siguieron, algunas de las cuales intentaron arrancarme un diagnóstico esperanzador. Cuando terminé con ellas, la que soñaba con besos de película había desaparecido.

Viernes 30 de junio . Esta mañana me he despertado completamente vestido y calzado, como un campeón de ajedrez que hubiera pasado la noche buscando una combinación ofensiva. He comprobado con consternación que mi pantalón estaba hecho un trapo, lo mismo que la camisa, y que tenía que cambiarme. Búsqueda frenética en el armario. No solamente no he encontrado nada decente que ponerme, sino que además me he pillado el índice de la mano derecha entre las dichosas hojas de la puerta y me ha salido sangre. Mis gritos de dolor han hecho aparecer el rostro de mi madre en el umbral de la habitación. En esos momentos, mis tres pantalones giraban alegremente en el tambor de la lavadora. Otra buena idea de mi virtuosa madre. Obligado a esperar a que acabara el lavado, he empezado a dar vueltas, furioso, en calzoncillos y con el torso desnudo, por el destartalado salón, en el que me ahogaba y cuyo implacable espejo no se ha privado de devolverme la imagen de mi escuchimizado cuerpo y mi incipiente barriga. En una de mis idas y venidas, un plato de porcelana que apenas he rozado se ha caído de la mesa y se ha hecho añicos en el suelo.

He acabado por ponerme un pantalón todavía húmedo. En la precipitación de mi partida, me he olvidado de tirar la bolsa de basura que mi madre me había pedido que bajara, y me he dado cuenta varias calles más allá, cuando un anciano que llevaba un brazalete de seguridad viaria y blandía una bandera me ha parado en un semáforo. Ha husmeado el aire, ha mirado a su alrededor y ha acabado posando los ojos en la bolsa de basura blanca que se balanceaba en el manillar de mi bicicleta. Se ha acercado con suspicacia y le ha dado un golpecito a la caña de pescar, enhiesta como siempre en el portaequipajes, mientras la bolsa de basura empezaba a soltar un hilillo de líquido negruzco. Por suerte, el semáforo se ha puesto verde, he dado una fuerte pedalada y he salido disparado.

Al llegar a las afueras, he hecho un alto para deshacerme de la bolsa. El viento soplaba con demasiada fuerza para izar la bandera. A medida que pedaleaba, iba sintiendo una sensación de calma y plenitud, y recuperaba la confianza en mí mismo. Me apetecía reducir el ritmo de las piernas y saborear, quizá por última vez, los apacibles paisajes del sur de China, las colinas brumosas, los arrozales del borde del camino, las aldeas ocultas tras bosquecillos de bambúes a lo largo del Yangtse. Con alivio, he pensado que, en el mercado, volvería a encontrar a la chica que soñaba con besos de película, de cuya virginidad no me cabía duda, y me he dicho que, si aceptaba mi proposición, mis excursiones psicoanalíticas habrían terminado. Pondría a buen recaudo mi bandera, como perenne testimonio de mi amor ferviente y eterno por Volcán de la Vieja Luna.

La barca motora esperaba mi llegada, y he subido a ella con mi bicicleta. Sin decir nada, el barquero me ha puesto un sobre en la mano.

– ¿Una carta para mí? -le he preguntado, sorprendido-. ¿Quién te la ha dado?

– La mujer policía.

La barca se ha puesto en marcha y ha avanzado parsimoniosamente hacia la orilla opuesta y el mercado de las muchachas de servicio, mientras yo abría el sobre y echaba un vistazo a la carta. Lo que he leído me ha dejado helado. El destino volvía a jugarme una mala pasada.

Un escalofrío de repugnancia me ha recorrido la espina dorsal. He tenido que hacer un esfuerzo para contener el temblor de mis manos. Sin acabar de leerla, he roto la carta y he arrojado los pedazos al río.

– Da media vuelta, ya no voy al mercado -le he dicho al barquero. El hombre ha reducido la velocidad, ha cortado el contacto y se ha quedado quieto detrás del volante, mirándome fijamente-. ¿Qué estás esperando?

– ¿Estás de acuerdo en pagar ida y vuelta?

He asentido con la cabeza, pensativo. Lentamente, he arriado la bandera, con la palabra «sueño» trazada en la más antigua de las escrituras chinas. Pese a la situación, he estado a punto de soltar la carcajada. Luego, he arrojado la bandera al río. Tras flotar unos instantes en el aire, ha aterrizado en el agua marrón oscuro, ha esquivado un remolino y se ha alejado girando sobre sí misma antes de hundirse en las profundidades.

Recuerdo esa espantosa carta, escrita con letra de colegiala aplicada y bolígrafo de punta gruesa y babeante, que empezaba con estas memorables frases: «No puedo creer que me haya enamorado a mi edad. ¡Pero así es! Ahora puedo confesarle que nunca he tenido esos sueños con perros disecados que le hice interpretar. Ni el primero ni el segundo. Me los inventé de cabo a rabo para conseguir que ejerciera su profesión conmigo. ¿Le enternece? Hágamelo saber. Si quiere casarse conmigo, venga enseguida, amor mío. La calle del Gran Salto Adelante es nuestra. Si no quiere sea bueno, márchese y no vuelva a poner los pies aquí. Déjeme tranquila, por favor.» (La continuación de la carta consistía en una página de información sobre sus hijos y sus nietos, y otra sobre sus padres…)

Antes que ser el marido de una abuela picada de viruelas, prefiero arrojarme al Yangtse. ¡Dios mío! ¿Qué he hecho para merecer semejante honor, semejante amor, semejante castigo? Para colmo de la ironía, es la primera vez que una mujer me pide que me case con ella. Pero ¡qué mujer!

A las seis de la tarde, el día siguiente a la recepción de la carta de la señora Thatcher, que puso fin a sus interpretaciones de sueños en el mercado de las muchachas de servicio, Muo, el único psicoanalista chino, preparaba, en el rincón más alejado de su habitación, en casa de sus padres, un nuevo viaje que lo llevaría a Hainan, provincia declarada zona abierta por el gobierno y llamada «isla del deseo» por la población, debido a las numerosas jóvenes que acudían a ella desde todos los confines de China. Una isla situada a mil kilómetros de la alegre ciudad de los padres de Muo, del juez Di y de la prisión de Volcán de la Vieja Luna.

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